"Una
nación es una empresa colectiva: fuera de eso, básicamente, sólo hay un espacio
para el juego del oportunismo y la aventura del poder". Wole Soyinka
No
me canso de repetir que el más grave error del Gobierno fue no desnudar de
inmediato, en un gesto que hubiera demostrado un enorme respeto por la madurez
de la ciudadanía, la crisis que dejó el kirchnerismo cuando, cargando las
bolsas del saqueo, abandonó el poder.
Si
así lo hubiera hecho, tal vez le hubiera resultado más fácil que ésta aceptara
el tránsito de sangre, sudor y lágrimas hasta la resurrección prometida.
Simétricamente,
el mayor éxito de Cristina Elizabet
Fernández fue que esa crisis, un infierno mucho peor que el de 2001, no fuera
percibida como tal por la población.
Aún
ahora, cuando se pudo comprobar que ella
llegó a la Casa Rosada con 15% de pobreza y la dejó con 30% -nunca
reconocida-, con las arcas del Estado llenas durante el período como nunca
antes, y cuando su infinita corrupción expone sus más purulentas llagas a la
vista de todos, conserva un importante apoyo popular.
Remedando
la tragicomedia venezolana, en la cual Nicolás Maduro creó la cartera
ministerial que sirve de título a esta nota, la murga en la que los intereses políticos más subalternos han
transformado al otrora honorable Congreso de la Nación, dio esta semana, en el
Senado, una prueba más del aprovechamiento que los hipócritas y mal
intencionados pueden hacer de los compañeros de ruta, que actúan como idiotas
útiles.
La
media sanción que la Cámara alta dio a una iniciativa que presentaron, con toda
mala leche, los senadores Juan Manuel
Abal Medina (por si no lo recuerda, fue cómplice y Jefe de Gabinete de la
emperatriz patagónica) y Teresita Luna,
ambos integrantes del Frente para la Victoria, acompañados por el incauto e
irresponsable Jaime Linares (del GEN, de Margarita Stolbizer), constituye sólo
una de las maniobras legislativas, verdaderas zancadillas políticas, a las que
deberá acostumbrarse Mauricio Macri.
Los legisladores
kirchneristas, con una cara de piedra digna de servir de modelo a la estatua de
la hipocresía,
olvidaron durante doce negros años su obligación de representar a sus
provincias,
callaron
frente a la rampante corrupción,
permitieron
el unitarismo salvaje del régimen y, sobre
todo,
ignoraron la
pobreza, tolerando la falsificación de las estadísticas oficiales.
Un
antecesor y sucesor de Abal Medina en el cargo ministerial, el inefable Anímal
Fernández, llegó a sostener, sin inmutarse, que aquí ¡había menos pobreza que
en Alemania!
Esa
“ley de la felicidad”, cuya inmediata aprobación por la Cámara de Diputados
exigió la gran concentración de anoche en el Congreso, resulta absolutamente
suicida para los mismos que la reclaman.
Si
fuera sancionada, y si se obligara al Ejecutivo a financiarla con emisión y
mayores impuestos,
desencadenaría
un proceso inflacionario que deterioraría aún más la ya complicada situación
social, y embestiría frontalmente contra la seguridad jurídica que el Gobierno
ha comenzado a construir, un elemento esencial para la llegada de las tan
indispensables inversiones, sean éstas de propios o de extraños.
Claro
que no se trata del único gesto autodestructivo de las centrales obreras, pues
lo mismo sucede con el acompañamiento a los reclamos empresariales, que
pretenden que la economía continúe cerrada para evitar la competencia externa,
mientras propalan una inexistente y masiva lluvia de productos importados.
En
tal sentido llamó la atención que muchos manifestantes de ayer portaran carteles
con la leyenda “queremos notebooks argentinas”, es decir aquéllas que algunos
vivos sólo ensamblan en Tierra del Fuego con un costo fiscal gigantesco;
¿quién habrá
pagado a estos “espontáneos”?
Parecen
estos raros dirigentes sindicales no comprender que la principal perjudicada
por este disparate –empresarios que cazan en el zoológico y pescan en la
bañadera, lucrando a saco- es la franja más desprotegida de la población, que
debe pagar más caros productos peores, amén de impedir la creación de nuevos
puestos de trabajo para solucionar esta recurrente emergencia ocupacional.
La
Argentina tiene, aproximadamente, cuarenta y dos millones de habitantes.
El 32% de ellos,
sobrevive a duras penas bajo la línea de pobreza, y destina la
totalidad de los ingresos familiares a la tentativa de alimentarse y no consume
otro tipo de bienes…
En
resumen, tenemos un mercado potencial de veintiocho millones de personas.
Entonces,
¿cómo podrían nuestros productos competir con los de naciones que, como Estados
Unidos, China, Brasil, la Comunidad Europea, etc., cuentan con poblaciones
tanto mayores y, por ello, pueden fabricar masivamente y, en consecuencia, a
precios más bajos?
Nuestro
país, con enormes recursos técnicos y humanos, debe abrirse y salir a colocar
los suyos en los mercados más exclusivos y lujosos del mundo, esos en los que
sólo batallan las marcas de moda.
Porque,
aún si los negros pronósticos sobre la economía mundial (derivados del discurso
de Donald Trump), que hablan del cierre de las economías y del regreso al
aislamiento de muchos países se concretaran, nunca afectarían a esos mercados,
que continuarán requiriendo calidad y diseño, sin importar el precio; la prueba
es la gigantesca concentración de la riqueza en pocas manos que se ha producido
en las últimas décadas.
Dado
que para lograrlo resulta necesario reconvertir sectores enteros de nuestra
industria –textil, calzado, indumentaria, línea blanca, etc.-, el Estado
debería anunciar la innegociable apertura con la suficiente antelación y
facilitar la transición con un fuerte apoyo crediticio.
La
continuidad en el tiempo de una transformación semejante permitiría, además de
crear nuevos puestos de trabajo, garantizar la estabilidad de los empleados
actuales, que deberían sí adaptarse a ese nuevo escenario.
Y,
al abrir la importación de esos mismos productos baratos, la población
argentina se beneficiaría con mayor oferta y menores precios, sin perjudicar en
nada a empresarios o empleados.
Basta
imaginar que, a partir de entonces, todos nuestros ciudadanos más pobres
podrían disponer, por ejemplo, de calzado a cien pesos, en lugar de tener que
andar descalzos, como sucede ahora en gran parte del país.
Quiero
terminar recordando a mis conciudadanos, para bajar su natural ansiedad, una
frase de Fernando Henrique Cardoso:
"Gobernar
un país, elaborar proyectos, concebir programas, implantar políticas es un
proceso colectivo.
Insisto
en el concepto: proceso".
Bs.As.,
19 nov 16
Enrique
Guillermo Avogadro
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