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Caricatura de Alfredo Sabat

jueves, 13 de julio de 2017

El popularismo frente al populismo progre-liberal


Alberto Buela
Fuente: El Manifiesto.com

Pretendo distinguir claramente entre gobiernos populares que recogen las necesidades que expresa el pueblo (popularismo) y gobiernos populistas que usan al pueblo: e
El caso más emblemático de esto último fue el de Cristina Kirchner en Argentina.               

La politología, una escisión relativamente reciente de la filosofía, ha considerado históricamente al populismo en forma peyorativa.
Ya sea otorgándole una connotación negativa, caracterizándolo como una patología política en opinión de Leo Straus, o como el enfant perdu[1] de la ciencia política.
Se lo ha venido estudiando en forma vergonzante por aquellos que lo han hecho.
La más renombrada estudiosa del tema, la inglesa Margaret Canovan, sostiene que: “el término populismo se usa comúnmente a modo de diagnóstico de una enfermedad”.[2]

El término populismo encierra una polisemia de difícil acceso para los politólogos que por formación y disciplina carecen de los medios suficientes para elucidarla.[3]
Así, la mayoría de los tratadistas se ocupan de descripciones más o menos sutiles según su capacidad personal.
Pero todo ello no va más allá de una suma de características que no llegan a la esencia del fenómeno.
Cuenta mucho en cada uno de ellos su experiencia personal y su conformación ideológica.
Así, por ejemplo, el diccionario de política más reciente editado en Brasil lo define:
“Designación que se da a la política puesta en práctica en sentido demagógico especialmente por presidentes y líderes políticos de Sudamérica, los cuales con un aura carismática se presentan como defensores del pueblo.
Cumple destacar como ejemplo típico Perón en la Argentina, vinculando a los intereses populares reivindicaciones nacionalistas”.[4]
Definir el populismo a través de la demagogia es, no sólo un error de método, sino una posición política vinculada al universo liberal-socialista clásico.

Los tratados de historia de la ciencia política, multiplicados al por mayor en las últimas décadas, anuncian en este ítem, acríticamente, una y otra vez una seguidilla de regímenes a los que adscriben el carácter de populistas, habiendo entre ellos, diferencias sustanciales.
Así van juntos los movimientos del siglo XIX, tanto el agrario radical de los Estados Unidos como el intelectual de los narodnichevsto de Rusia.
La democracia directa Suiza. Getulio Vargas (1895-1974) y su Estado Novo en Brasil.
Perón (1895-1974) y su Comunidad Organizada para Argentina.
Gamal Nasser en Egipto.
El general Boulanger y luego el mouvement Poujade en Francia.
Más próximamente George Wallace en USA y Solidarnosc en Polonia.
Cabe preguntarse: todo esto junto, involucrado en un solo concepto, si no es un aquelarre.... ¿no se le parece bastante?

Pero ¿qué ha sucedido últimamente para que la gran mayoría de las revistas sobre ciencia política se ocupen asiduamente del populismo?
En mi opinión, éste dejó de ser un fenómeno propio de las naciones periféricas, como lo fue en los años posteriores a la segunda guerra mundial, para transformarse en un fenómeno europeo.
Así la Lega Nord de Humberto Bossi en Italia;
el Partido rural de Veikko Vennamo en Finlandia;
el Font National de Le Pen en Francia;
en Bélgica el movimiento flamenco de Vlaams Blok;
el éxito de Haider en Austria;
el Fremskrittsparti en Dinamarca, Suecia y en Noruega;
la Deutsche Volksunion en Alemania; el movimiento socialista panhelénico en Grecia,
la Unión Democrática en Suiza son algunos de los movimientos caracterizados como “populistas” por los analistas políticos, siguiendo a los académicos de turno.

La instalación política del populismo en Europa estos últimos años ha obligado a los teóricos a repensar la categoría de populismo con la intención de liberarla de la connotación peyorativa que le otorgaran ellos mismos otrora, cuando el fenómeno del populismo se manifestaba en los países periféricos o del tercer mundo, como fueron los casos de Perón, Vargas o Nasser.

Es muy difícil levantar la demonización de una categoría política luego de cincuenta años de ser utilizada en un sentido denigrante y peyorativo.
Es por ello por lo que propongo utilizar un neologismo como popularismo para caracterizar los fenómenos que producen los mismos pueblos cuando corren el riesgo de que quede desnaturalizado su propio ser.
Pretendo distinguir claramente entre gobiernos populares que recogen las necesidades que expresa el pueblo y gobiernos populistas que usan al pueblo: e
El caso más emblemático de esto último fue el de Cristina Kirchner en Argentina.

Rasgos del popularismo o gobiernos populares
Estos movimientos consideran al pueblo como:
a) fuente principal de inspiración,
b) término constante de referencia y
c) depositario exclusivo de valores positivos.
El pueblo como fuerza regeneradora es el mito funcional para la lucha por el poder político.
El pueblo es el sujeto principalísimo de la política.

La acción del pensamiento único y políticamente correcto expresado en estas últimas décadas por la socialdemocracia y sus variantes “progresistas” ha buscado la desaparición del pueblo para transformarlo en “público consumidor” y así manipularlo fácilmente.
Este es el populismo postmoderno reivindicado en nuestro medio por Ernesto Laclau y su Razón populista (2005).
Para éste, el pueblo es siempre pueblo suelto, mientras que para el peronismo o los gobiernos populares el pueblo es pueblo organizado.
En una palabra, el pueblo está mediatizado a través de sus organizaciones, porque solo a través de ellas existe.
Lo otro, el populismo postmoderno de los Chávez o los Kirchner es muchedumbre o público consumidor.
Además, el popularismo o gobierno popular (el peronismo es un ejemplo clásico) excluye la lucha de clases y es fuertemente conciliador.
Para él la división no se da entre burgueses contra proletarios sino entre Pueblo versus Anti pueblo
(ejemplo: descamisados versus oligarquía en Argentina).
Existe solo una clase de hombres: los que trabajan.
Su figura emblemática es el trabajador (mientras que en el caso del populismo lo sería el subsidiado).
El discurso popularista es, entonces, anti elitista y canaliza la protesta en el seno de la opinión pública en forma de interpelación a los poderes públicos y al discurso dominante.

Su práctica política radica en la movilización de grandes masas que expresan, más que un discurso reflexivo, un estado de ánimo. Las multitudinarias concentraciones son el locus del discurso popularista.
Los muros y paredes de las ciudades aún no han sido reemplazados por los más media como vehículo de expresión escrita del discurso interpelativo al poder de turno por parte del popularismo.
Finalmente, hay que destacar su vinculación emocional en torno a un líder carismático que. en una especie de democracia directa, interpreta el sentir de ese pueblo que, a su vez, hace uso de una vieja institución como ha sido la acclamatio.
Conciliación de clases, discurso interpelativo, movilización popular organizada y líder carismático son los rasgos esenciales del popularismo.

Por el contrario, el motor del populismo es el resentimiento social que se expresa en un enfrentamiento de clases;
su discurso es un relato del demagogo progresista;
su movilización popular es desorganizada a fuerza de subsidios y canonjías.
Existe una diferencia sustancial entre los movimientos populares periféricos y los de los países centrales.
Estos últimos tienen una ostensible tendencia a expulsar de sí a todo aquello que no es verdadero pueblo, en tanto que en los países subdesarrollados o dependientes existe una tendencia a la fusión étnica de los elementos marginales.
Acá el pueblo es un modo de ser abierto en tanto que, en los países centrales, es cerrado.
Hoy, el horror al inmigrante es el ejemplo más evidente.
Los popularismos tienen una exigencia fundamental de identidad, de arraigo o pertenencia a una nación o región determinada, lo cual hace que por su propia naturaleza se opongan siempre a todo internacionalismo, manifestado hoy bajo el nombre de globalización. Los popularismos son nacionalistas de fines, en tanto que los populismos lo son de medios.

El ejercicio político del plebiscito a través de esa especie de democracia directa que es la movilización popular convocada por un líder carismático con un discurso de protesta al discurso oficial elaborado a partir de lo políticamente correcto, mete en contradicción a los politólogos demócratas que ante la crisis de representatividad política buscan nuevas fórmulas para la alicaída democracia liberal.
Pues estos teóricos bien intencionados comprenden, a ojos vista, que son los movimientos populares quienes ejercen la verdadera democracia: aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y no tiene otro interés más que el del pueblo mismo. Reiteramos el pueblo manifestándose a través de sus organizaciones libres creadas por él y no suelto como muchedumbre o masa.

Esta contradicción no se puede zanjar con libros ni papers eruditos:
Se soluciona legalizando lo que legítimamente los pueblos vienen haciendo en busca de su más genuina representación.

Y esto supone una “revolución legal” que ningún gobierno occidental, hoy por hoy, está dispuesto a realizar.

[1] Bosc,René: «Un enfant perdu de la science politique: le populisme», en Projet, n.° 96, junio de 1975, pp. 627-638.
[2] Canovan, Margaret: Populism, Hartcourt Jovanovich, Nueva York-Londres, 1981, p.300.
[3] Un hombre lúcido como Enrique Oliva se pregunta un tanto ingenuamente:
¿quién, y de mala fe, inventó la palabra populismo como una categoría política criticable, algo relativo a demagogia, autoritarismo, antidemocrático o envilecimiento de masas?

Mi respuesta es: lo inventaron los centros de producción de sentido, que son quienes manejan las significaciones y hermenéutica de lo que sucede en el mundo.
Ellos son la matriz del pensamiento único y políticamente correcto que fundamenta el totalitarismo democrático en que vivimos.
El populismo (pero llamémosle como se debe: popularismo) es, primero y antes que nada, un producto del pueblo para preservar en su ser.


[4] Galvao de Souza et Alia: Dicionário de Política, T. A. Queiroz Editor, Sao Paulo, 1998, p. 427.

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