Al
enemigo al que se lo vence y se lo desconcierta, se lo anonada…
Del enemigo al
que se aniquila no queda nada
Es
curiosa la historia de algunas palabras.
Las
habas, habichuelas y otras legumbres tienen en la parte superior de la semilla
una especie de pestaña, o bigote.
Los
latinos a esos pelitos, más insignificantes que barba de choclo, les dijeron
hílum.
Con
el adverbio negativo nec, se forma nec-hílum, que es como decir ni el bigote de
una habichuela, ni la raspa de la olla, ni cinco de queso.
Andando
el tiempo el nec-hílum se contrajo en níhil, que significa nada: "níhil
novi sub sole" decían para significar que no hay nada nuevo bajo
el sol.
El
bajo latín de ese níhil, con el prefijo ad, forma el verbo adnichilare, que es
no dejar ni el bigote de una semilla, reducir a la nada.
Eso es lo que
significa nuestro verbo aniquilar.
Es
parecido a destruir, con la diferencia de que se destruyen las cosas materiales
y quedan los pedazos, los escombros, los restos.
Al
enemigo al que se lo vence y se lo desconcierta, se lo anonada;
del
enemigo al que se aniquila no queda nada;
al
concepto se lo podría precisar aclarando qué es lo que se lo hace traduciéndolo
al quichua, pero no vale la pena traducir porque usted también sabe.
Eso
fue lo que el miércoles 5 de febrero de 1975 el gobierno de Isabelita decidió
hacer con la subversión: aniquilarla.
A
la palabra se la puede entender en un sentido figurado; buscar los medios para
que los subversivos depusieran su actitud.
Podría
ser si la orden se dirigiera al Consejo de Educación, o a los medios oficiales
de prensa, quienes a su labor específica la orientarían en el sentido de
disuadir a los descontentos del empleo de la violencia.
Pero
no:
La orden se
dirige a las fuerzas armadas cuya función no es la de lavar cerebros,
precisamente.
El
lunes siguiente se da a conocer el decreto y el general Vilas comienza las
operaciones en Tucumán al frente de una brigada de infantería.
Se
movilizan cinco mil hombres y se dispone que todo el poder de combate del
ejército se descargue sobre los subversivos.
El gobierno
explica que la subversión ataca a todo el pueblo, y la lucha requiere la
participación de toda la comunidad.
Unos
días después el senador Luis León, del Chaco, declara su total acuerdo con la
medida, que resulta indispensable ya que la policía ha sido desbordada,
superada por los subversivos que cuentan con mejores elementos de combate.
El
ejército comienza su aniquilamiento.
Tarea
difícil:
El
15 muere el teniente Luis Cáceres en una emboscada que los subversivos le hacen
en Pueblo Viejo, en la región tucumana que ellos dominan amparados en el
follaje de la selva.
Es
que muchos de los que emplearon la violencia no lo hicieron contra su voluntad,
por una imperiosa y ciega obediencia, sino pensando que así cumplían con su
deber.
El militar tiene
la obligación de emplear hasta la máxima violencia para vencer al enemigo.
¿Se
quiere algo más espantoso y aterrante que matar a un prójimo de sangre y hueso?
Y
el militar debe hacerlo porque esa es su función.
Por
eso es que se considera tan digna y honorable la carrera militar, por tratarse
de hombres que superan sus humanas limitaciones en busca del bien general, del
bien de la patria.
De
modo que el militar que ha hecho lo que más espantoso nos resulta, matar a otro
hombre, no lo ha hecho por una ciega obligación mecánica de acatar lo que un
superior le ordena, por una obediencia debida, sino por una vocación de franquear sus propias barreras humanas, de
imponerse sobre sus melindres, de superar los dictados de su fuero interno en
aras de la patria.
Además
porque se ha cumplido una orden del comandante máximo del ejército en
democracia:
su presidente.
Dr.
Jorge B. Lobo Aragón
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