Enrique
R. Momigliano
“Si
vas patinando por el hielo delgado no te sorprendas si una grieta te conduce
abajo, abajo, abajo” cantaba Pink Floyd en The Wall.
A
mis veinte y con la perspectiva que dan tres décadas, pienso que yo no solo
patinaba sobre el hielo delgado sino que disfrutaba de zapatear sobre él.
Y
así me fui por la grieta abajo, bien abajo.
Recuerdo
que entre el insomnio y los calmantes era habitual que me quedara dormido con
la cabeza apoyada en el escritorio que ocupaba- nunca agradeceré lo suficiente
la paciencia que mis empleadores me tuvieron en esa etapa oscura.
Cuando
despertaba con la mejilla contra el frío vidrio y lograba abrir los ojos me
quedaba un rato contemplando la madera antes de, con un supremo esfuerzo,
retornar a la labor.
Para
ayudarme en el intento se me ocurrió un día fotocopiar parte de los “Siete
sonetos medicinales” de Almafuerte, acerca de quien nada sabía y colocarlos
debajo del vidrio a efectos que en ese trágico momento de abrir los ojos y
darme cuenta que me había quedado dormido en mi lugar de trabajo,
lo primero
que viera fueran las letras de este sublime poeta instalándome las fuerzas que
no podía encontrar en ninguna fibra de mí, para seguir cargando mi solitaria
cruz.
Y
como con los amigos que te acompañan en los peores momentos, de ahí en más nos
hicimos inseparables.
Muchos
años después aprendí que los siete sonetos los escribió para un amigo, Don
Félix J Tettamanti que estaba preso, a fin de impedir que perdiera la esperanza
y que la prisión dañara su espíritu.
Por
eso cada vez que la vida, con o sin mi permiso y pese que ya no patino en el
hielo delgado, me hunde en una grieta, como hizo hace poco – de ahí mi
ausencia- vuelvo a la misma medicina y retomo las armas y vuelvo a pelear.
Almafuerte
es un alma en estado puro, intransigente con la hipocresía del sistema y de la
gente, amante de su patria y religioso al extremo puede decirse de él que vivió
como pensó.
Y
esa coherencia es una rara, rarísima virtud en “este estrado donde todo es
fingido” como él decía.
Para
poder vivir esa virtud una sola cosa es imprescindible: animarse a pagar el precio.
Y
él lo pagó.
Vivió
una vida de soledad y austeridad extremas que no le impidieron llevar adelante
su vocación de maestro de la infancia.
Él
nunca quiso ser un fabricante de “ladrillos en la pared” (vuelvo a Pink) sino
un maestro de vida y por eso abundó en una formación de tipo más espiritual que
enciclopedista.
La
juventud revolucionaria de fines del siglo 19 lo amó y lo popularizó, pero el
también desdeñó el cargo público y la fama y ejerciendo una verdadera opción
por los abandonados se concentró en enseñar en una escuelita rural y en adoptar
cinco niños.
Profundamente
nacionalista en el buen sentido de amante de su patria y profundamente
religioso no escapó ni de las contradicciones propias, ni de las polémicas
ajenas.
Y
por supuesto fue víctima de persecución política que hasta lo privó de su cargo
de maestro rural, condenndolo aún más a la pobreza.
En
esa condición dejó este mundo pues ni siquiera llegó a cobrar una pensión que
como tardío reconocimiento le otorgó el gobierno provincial.
Pero
nos legó unas letras inolvidables que en el fondo y en privado nos hacen
sonrojar a nosotros, todos los buenos actores que seguimos fingiendo para
sobrevivir acá.
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