Por
Mónica Gutiérrez
Los
cuadernos de Oscar Centeno no son el cuerpo del delito.
No
son, en sí mismos, la prueba de nada.
No
son del cadáver en un crimen ni las manchas hemáticas que identifican al
asesino, no son los restos de líquidos seminales que dan certeza de quién violó.
Tampoco
son "el físico" de los bolsos de López.
Los
diarios, hasta ahora íntimos, del chofer arrepentido, son la trazabilidad del
"mecanismo", la hoja de ruta de los investigadores.
El
tutorial del que ya nadie podrá desentenderse.
Puede
que efectivamente los haya quemado, arrojado al fondo del mar o disuelto en
ácido, es a esta altura irrelevante.
Ya
fueron vistos, tocados, registrados y analizados.
Ya está.
Todo
quedó debidamente documentado.
Si
Centeno los escribió para extorsionar a sus mandantes, si lo hizo por miedo, si
funcionó como un topo rentado, hizo contrainteligencia para Néstor o padece un
toc-toc, es insustancial.
Tampoco
importa demasiado saber por qué alguien los sacó a la luz, los entregó sin
pedir nada a cambio al patrimonio de la conciencia colectiva.
Si
fue el sobresalto de un amigo al que le quemaban en las manos o el desesperado
desahogo de una mujer herida, es intrascendente.
Nada
cambia.
Ahora hay que
hacerse cargo.
Los
cuadernos dan curiosa materialidad al trasfondo del relato K.
La
"fábula" que vagaba de boca en boca, que fue alimentando por algo más
de una década el imaginario colectivo, tenía quién la escriba.
Un
personaje agrisado, un actor secundario, de reparto, casi un extra, iba
acopiando con parsimoniosa caligrafía el libreto de la corrupción.
Estos
no van por el "diego", ni anteponen el "15" como en los
celulares.
"Estos
van por todo" se escuchaba por lo bajo tras las pesadas cortinas
del poder, mientras avanzaba la "Cris-pasión" y se consolidaba el
relato.
"Néstor
no quiere hacer una diferencia, no quiere un bonus track, quiere sentarse en la
mesa del poder económico.
“No
le basta la renta, quiere quedarse con la empresa".
Eso
se escuchaba en el pasilleo del círculo rojo y un poco más abajo también.
Mario
Vargas Llosa podría emprender otra novela:
La tía Hilda y el
escribidor.
Un
chofer obsesivo, atrapado por una irrefrenable compulsión que lo lleva a
asentar con pelos y señales el día a día de un saqueo ejercido con
premeditación y alevosía. Una caligrafía de almacenero que termina encriptando
la parte más oscura del procedimiento mientras toma mate en la cocina de su
casa.
Ha
ocurrido una y mil veces en la historia de la criminalidad:
Un
detalle, una fatalidad, un amor contrariado, un destiempo, un momento de miedo o
descontrol precipitan el curso de los acontecimientos.
El
hilo suele cortarse por lo más delgado.
Todos
tenemos un lado frágil, vulnerable.
La
sensación de vertiginosa impunidad que acelera el poder también hizo su parte.
¿A
quién se le puede ocurrir mandar a comprar bolsos de a docenas en el Once y
pasarlos por caja chica?
¿A
quién pesar plata de a millones delante de los pobres?
Lo
llamativo no es que al remisero le haya dado por la literatura, lo
verdaderamente curioso es que Roberto Baratta, el ex taxista devenido
funcionario, no haya dispuesto de un solo gesto de pudor a la hora de ir y
venir llevando plata robada en su afiebrado día a día.
Ahora
estamos aquí, comiendo pochoclo mientras devoramos la serie del momento.
Sería
un hecho entretenido si no fuéramos parte de esta tragedia:
Un país devastado
económicamente, expoliado por la avaricia y el descontrol, lastimado por la
pobreza y el narcotráfico.
No
sabemos aún cómo terminará esta historia.
No
sabemos si la Justicia querrá y podrá avanzar.
No
podemos asegurar que no haya más cuadernos escondidos o si alguno de ellos fue
deliberadamente sustraído para proteger a quién sabe quién.
Aun
cuando buena parte de lo escrito ya ha sido chequeado y constatado, nadie puede
saber si este escándalo devendrá o no en un merecido Lava Jato, un esperado
Mani Pulite nac & pop.
A
la perplejidad inicial le sigue un convencimiento: la verosimilitud.
Todo cierra.
Las
piezas de este rompecabezas diabólico empiezan a encastrar.
Es
imperativo de la hora terminar de armar el puzle.
La
administración K aportó su propia matriz al formato de la corrupción.
Imprimió
una celeridad exponencial al vaciamiento de las arcas públicas.
En
tiempos digitales y de creciente bancarización, regresó al culto por el cash,
por la "tarasca" contante y sonante, al billete verde a granel y por
kilo.
NK
hizo del "canuto" su fetiche, su obsesión.
De
los fondos de Santa Cruz a los cuadernos de Centeno, pasando por los bolsos de
López, todo remite a la plata escondida, enterrada, amarrocada,
sustraída,
robada en definitiva. Se empalagó con el físico.
"Tener
poder es tener impunidad" recitaba el malogrado Alfredo Yabrán.
Para
tener impunidad hay que sostenerse en el poder.
Y
para sostenerse en el poder hay que disponer de efectivo.
Hacer
política demanda cash, flujo.
Por
primera vez los empresarios son llamados a comparecer.
En
nombre del sacrosanto cuidado de sus compañías muchos de ellos se entregaron
gozosos a los perversos juegos del funcionariato.
Ahora,
a yugarla.
Ansiosos por
acopiar negocios y obra pública, se asociaron a la corrupción.
En
varias de las más grandes empresas nacionales se hizo a plena conciencia el
prelavado de la más sucia de las platas:
La
que se nos roba a todos.
Nadie
puede alegar desconocimiento de la criminalidad del acto.
Toda gente muy
ABC1.
A
un remisero le da por la literatura, una ex esposa presenta una denuncia, un
amigo del "pentito" entrega los papeles y un periodista hace historia
privilegiando el celoso resguardo de la verdad a la primicia, reivindicando
como nunca antes este vapuleado pero imprescindible oficio.
Su
medio lo espera, protege y acompaña.
No
es poco.
Ahora es el tiempo
de la Justicia.
¿Podrán jueces y
fiscales hacer lo suyo en tiempo y forma?
¿Querrán hacerlo y
pasar al bronce llegando hasta el final?
¿Terminarán presos
los responsables?
Todo un país los
está esperando.
Mientras
tanto: quien quiera oír que oiga…
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