Reflexión
Lujosamente vestida no es novedad, pues
desde hace años es la emperadora de la elegancia.
Lánguidamente reclinada sobre su lecho
opulento, rodeada de bellas cortesanas que se comparan con nereidas en torno de
una Venus.
Con lentitud Cleopatra VII acerca a su
rostro una canastilla de flores y aspira su perfume.
Entre las flores se empina un áspid que
con certeza, en ataque instantáneo, clava sus colmillos en la tersa piel.
¡Una
víbora entre las bellas flores!
Sí. Ya lo sabía.
Por eso las arrimó.
Quiere morir.
Y para convidarles la muerte a sus
fieles cortesanas les pasa la cesta.
El veneno es fulmíneo.
En un instante va a morir.
Pero un instante, al borde de la muerte,
alcanza para recordar una vida.
¡Y
si tendrá recuerdos la bella cleopatra!
Vuelve a la mente la figura del padre,
Tolomeo Auletes, que muere cuando ella tiene diecisiete años.
Antes de morir, de origen griego pero
con las costumbres faraónicas, la hace casar con su hermano, Tolomeo Dionysos,
de nueve años.
Ella quiere apartarlo del poder al mocoso
pero los consejeros de él son hábiles.
Colocan al pueblo en contra de ella que
no tiene más remedio que escapar a Siria. Debe preparar un ejército para
volver. Interrumpe la lucha la llegada
de Julio Cesar que acaba de vencer a Pompeyo.
Como ejecutor testamentario de Auletes
va a arbitrar entre los dos hermanos.
Pero a los enviados de ella los recibe
con frialdad.
Debe hacer algo para volcarlos a su
favor.
Y se le ocurre presentársele
envuelta en un tapiz para conversar mano
a mano.
Su belleza, su gracia y su ingenio lo
deslumbran y lo enamoran al caudillo.
Y ella, ¿qué va hacer, si nació hermosa
y embalada para el querer?
Tienen un hijo, Cesarión.
Va a Roma y César hace colocar una
estatua suya en el templo.
Matan al Dictador.
Vuelve a Egipto. (Los recuerdos,
afiebrados, pasan a todo galope).
Llega el triunviro Marco Antonio como
juez severo a pedir cuentas de su postura en la guerra civil.
Ella, reina de Egipto, va a su encuentro
en barca dorada con velas purpuras, rodeadas de tañedores de lira y de
doncellas que parecen ninfas.
Otro amor frenético.
Un año entre fiesta y placeres.
A duras penas Antonio vuele a Roma a
cumplir sus deberes.
Tres años de ausencia.
Es triste la ausencia pero buena porque
hace más bello el reencuentro, que serán excursiones por las noches del Nilo y
de breves inviernos en la intimidad de la lumbre.
Y son tres nuevos hijos de este amor.
Las evocaciones se amontonan como majada
en la puerta del chiquero.
Pero no puede pasar por alto los días de
la batalla de Accio, la derrota de Antonio.
Su error de clavarse un puñal suponiendo
que ella había muerto, saber que está
viva y restañar la sangre para ir a morir a su regazo.
Ahora será Octavio el general que llega
triunfal.
Dicen que no hay dos sin tres, pero los
subyugantes encantos de ella ahora fracasan.
El rígido militar se muestra insensible.
Mañana concederá, por cortesía, que se
la entierre junto a Antonio.
Y el instante ya se acaba y ella morirá
sin saberlo.
Como se muere queda sin saber tampoco
que a sus hijos, por piedad, los recogerá la viuda de Antonio.
La Reina de Nilo quedara en la historia
a través de todas las generaciones.
Seguramente en algún viaje de sueño la
pueda encontrar.
Ella rememora y desentierra la belleza y
la pasión.
DR. JORGE
B. LOBO ARAGÓN.
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