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Caricatura de Alfredo Sabat

lunes, 10 de diciembre de 2018

Por qué el nuevo protocolo de Seguridad es imprescindible

Por Alejandro Fargosi *

El protocolo de la ministra Patricia Bullrich es una eficiente, equilibrada y razonable coordinación y modernización de reglamentaciones anteriores,
dispersas entre las varias fuerzas federales.
Esa unificación, además, sigue casi textualmente las pautas de las Naciones Unidas vigentes desde hace 28 años.

Pese a todas esas garantías de respeto a la Constitución y a las convenciones de derechos humanos, es atacado por la izquierda, por ciertos periodistas y hasta por algunos socios de Cambiemos.
En esa confusión, nosotros, los ciudadanos sin custodia ni fueros, tenemos dos ventajas:
Vivimos la realidad sin intermediarios y, además, el protocolo y su precedente de la ONU son cortos y fáciles de leer.

Cualquiera puede verificar que no se cambiaron leyes penales ni se permiten abusos policiales:
El protocolo ordena extremar el esfuerzo policial para evitar acciones letales, pese a que absurdamente se impide usar medios alternativos, porque la izquierda y sus aliados vetaron las pistolas eléctricas Taser, con letanías setentistas inconcebibles en el siglo XXI.
Muchos juristas ya explicaron que el protocolo no viola sino protege los principios constitucionales y los derechos humanos, que amparan también a las fuerzas de seguridad y a las víctimas de la delincuencia.

Más allá de esos aspectos legales, nos preocupan aspectos fácticos, o sea, la cruda realidad.
En temas policiales debemos empezar respetando al único trabajo que obliga a arriesgar la vida por el prójimo:
Policías, gendarmes y prefectos deben sacrificarse por nosotros y lo hacen decenas de ellos cada año, muriendo, quedando incapacitados o sufriendo mucho dolor físico por proteger a los que trabajamos en la razonable seguridad de una oficina, una fábrica o un negocio.

Partir del prejuicio de que hay malos policías es injusto, porque es tan cierto como que hay malos abogados, médicos, periodistas, rotiseros, taxistas, actores, etcétera, sin que por eso desacreditemos genéricamente a esas actividades.
Esa grieta gramsciana que condena a priori a todos los agentes del orden como a exponentes de la "maldita policía" de los 70 es inaceptable medio siglo después.
Ese prejuicio se oculta tras quienes, al no poder criticar el protocolo, invocan dogmáticamente que la policía sigue sin estar bien entrenada y tras quienes pregonan que debe evitarse que los uniformados salgan a matar gente con "pelo largo" o "morochos".
Dejando de lado semejantes excesos, limitémonos a la preocupación profesional bien intencionada de quienes buscan reglas de actuación objetivas, para evitar libertad de actuación librada a la subjetividad de los uniformados, que puede dar lugar a excesos. El derecho busca desde hace siglos eliminar riesgos al legitimar el empleo de armas.

¿Esa sana intención es posible o es otra utopía de un sistema legal siempre tentado por teorías irrealizables?
No creemos posible lograr suficientes parámetros objetivos para situaciones que (1) presentan variantes infinitas en la vida real,
(2) en las que el policía debe decidir en segundos qué hacer,
(3) condicionado por el "estrés de combate", limitado porque
(4) maneja un instrumento —el arma— de extrema inexactitud salvo en el cine,
(5) en un entorno donde la información es confusa, escasa y
(6) en la que no fue él sino el atacante quien decidió cuándo y cómo actuar.

Es inocultable que tendemos a teorizar situaciones mortales, sin darle lugar a expertos que hayan vivido esos instantes extremos:
Es típico de abogados, jueces y periodistas reducir la realidad a análisis de papel y tinta.
Aun con la máxima buena fe, creemos que sobre un escritorio, con todo el tiempo del mundo y sin riesgo ni de resfriarnos, podemos pontificar qué debió hacer un ser humano entrenado, pero tan temeroso de morir como nosotros, en medio de un caos de violencia desatada, mientras una o más vidas estaban en peligro.

Queremos eliminar los parámetros muy genéricos e imprecisos, ¿pero es posible?
En otras actividades humanas no se pretende esa infalibilidad y delegamos la decisión con gran laxitud en quienes obtuvieron su licencia.
Con tranquilidad intelectual y moral damos presunción de validez a lo que hacen médicos, escribanos, recaudadores, jueces, ministros, abogados, ingenieros, electricistas, etcétera, aunque sus actos puedan causar daños gravísimos y hasta la muerte.

Todos estamos sometidos a la revisión judicial, pero solo los agentes del orden sufren la presunción de culpabilidad que convirtió a la "maldita policía" en una "pobre policía".

Cuando se trata de las fuerzas de seguridad, sin importar los miles de ejemplos de su heroísmo y entrega, los sospechamos antes de escucharlos.
Nunca, nunca olvidemos el caso Maldonado, por él mismo, abandonado ahogándose en un entorno salvaje por sus insolidarios compañeros y por los gendarmes que fueron crucificados mediáticamente por librepensadores de ciudad, hasta frente a sus hijos en la escuela.
Nuestros defensores son los únicos trabajadores —repito— que ponen en riesgo su vida en situaciones de infinita variedad…
Y pretendemos que actúen según un virtual "multiple choice", y si se equivocan, a la cárcel y sus familias a la miseria.

Asombra que aún haya tantos policías, prefectos y gendarmes que se inmolan por nosotros, como por ejemplo Maldonado, Álvarez, Cusi, Ríos, Oviedo, Villamayor, Ramírez, Espíndola, Campos, Vilar, López, Sarmiento y Rebollo, muertos. O como Arce, Olivares, Villarreal, Mereles, Ortíz, García, Condinanzo, López, Mila e Ignacio, gravísimamente heridos. Solo en los últimos meses.

Seamos realistas, razonables y justos.

*   El autor es abogado, ex consejero de la Magistratura

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