Por Alejandro
Fargosi *
El protocolo de
la ministra Patricia Bullrich es una eficiente, equilibrada y razonable
coordinación y modernización de reglamentaciones anteriores,
dispersas
entre las varias fuerzas federales.
Esa unificación,
además, sigue casi textualmente las pautas de las Naciones Unidas vigentes
desde hace 28 años.
Pese
a todas esas garantías de respeto a la Constitución y a las convenciones de
derechos humanos, es atacado por la izquierda, por ciertos periodistas y hasta
por algunos socios de Cambiemos.
En
esa confusión, nosotros, los ciudadanos sin custodia ni fueros, tenemos dos
ventajas:
Vivimos
la realidad sin intermediarios y, además, el protocolo y su precedente de la
ONU son cortos y fáciles de leer.
Cualquiera
puede verificar que no se cambiaron leyes penales ni se permiten abusos
policiales:
El
protocolo ordena extremar el esfuerzo policial para evitar acciones letales,
pese a que absurdamente se impide usar medios alternativos, porque la izquierda
y sus aliados vetaron las pistolas eléctricas Taser, con letanías setentistas
inconcebibles en el siglo XXI.
Muchos juristas
ya explicaron que el protocolo no viola sino protege los principios
constitucionales y los derechos humanos, que amparan también a las fuerzas de
seguridad y a las víctimas de la delincuencia.
Más
allá de esos aspectos legales, nos preocupan aspectos fácticos, o sea, la cruda
realidad.
En temas
policiales debemos empezar respetando al único trabajo que obliga a arriesgar
la vida por el prójimo:
Policías,
gendarmes y prefectos deben sacrificarse por nosotros y lo hacen decenas de
ellos cada año, muriendo, quedando incapacitados o sufriendo mucho dolor físico
por proteger a los que trabajamos en la razonable seguridad de una oficina, una
fábrica o un negocio.
Partir del
prejuicio de que hay malos policías es injusto, porque es tan
cierto como que hay malos abogados, médicos, periodistas, rotiseros, taxistas,
actores, etcétera, sin que por eso desacreditemos genéricamente a esas
actividades.
Esa
grieta gramsciana que condena a priori a todos los agentes del orden como a
exponentes de la "maldita policía" de los 70 es inaceptable medio
siglo después.
Ese
prejuicio se oculta tras quienes, al no poder criticar el protocolo, invocan
dogmáticamente que la policía sigue sin estar bien entrenada y tras quienes
pregonan que debe evitarse que los uniformados salgan a matar gente con
"pelo largo" o "morochos".
Dejando de lado
semejantes excesos, limitémonos a la preocupación profesional bien intencionada
de quienes buscan reglas de actuación objetivas, para evitar libertad de
actuación librada a la subjetividad de los uniformados, que puede dar lugar a
excesos. El derecho busca desde hace siglos eliminar riesgos al legitimar el
empleo de armas.
¿Esa sana
intención es posible o es otra utopía de un sistema legal siempre tentado por
teorías irrealizables?
No
creemos posible lograr suficientes parámetros objetivos para situaciones que
(1) presentan variantes infinitas en la vida real,
(2)
en las que el policía debe decidir en segundos qué hacer,
(3)
condicionado por el "estrés de combate", limitado porque
(4)
maneja un instrumento —el arma— de extrema inexactitud salvo en el cine,
(5)
en un entorno donde la información es confusa, escasa y
(6)
en la que no fue él sino el atacante quien decidió cuándo y cómo actuar.
Es
inocultable que tendemos a teorizar situaciones mortales, sin darle lugar a
expertos que hayan vivido esos instantes extremos:
Es típico de
abogados, jueces y periodistas reducir la realidad a análisis de papel y tinta.
Aun
con la máxima buena fe, creemos que sobre un escritorio, con todo el tiempo del
mundo y sin riesgo ni de resfriarnos, podemos pontificar qué debió hacer un ser
humano entrenado, pero tan temeroso de morir como nosotros, en medio de un caos
de violencia desatada, mientras una o más vidas estaban en peligro.
Queremos
eliminar los parámetros muy genéricos e imprecisos, ¿pero es posible?
En
otras actividades humanas no se pretende esa infalibilidad y delegamos la
decisión con gran laxitud en quienes obtuvieron su licencia.
Con
tranquilidad intelectual y moral damos presunción de validez a lo que hacen
médicos, escribanos, recaudadores, jueces, ministros, abogados, ingenieros,
electricistas, etcétera, aunque sus actos puedan causar daños gravísimos y
hasta la muerte.
Todos estamos
sometidos a la revisión judicial, pero solo los agentes del orden sufren la
presunción de culpabilidad que convirtió a la "maldita policía" en
una "pobre policía".
Cuando
se trata de las fuerzas de seguridad, sin importar los miles de ejemplos de su
heroísmo y entrega, los sospechamos antes de escucharlos.
Nunca,
nunca olvidemos el caso Maldonado, por él mismo, abandonado ahogándose en un
entorno salvaje por sus insolidarios compañeros y por los gendarmes que fueron
crucificados mediáticamente por librepensadores de ciudad, hasta frente a sus
hijos en la escuela.
Nuestros
defensores son los únicos trabajadores —repito— que ponen en riesgo su vida en
situaciones de infinita variedad…
Y
pretendemos que actúen según un virtual "multiple choice", y si se
equivocan, a la cárcel y sus familias a la miseria.
Asombra
que aún haya tantos policías, prefectos y gendarmes que se inmolan por
nosotros, como por ejemplo Maldonado, Álvarez, Cusi, Ríos, Oviedo, Villamayor,
Ramírez, Espíndola, Campos, Vilar, López, Sarmiento y Rebollo, muertos. O como
Arce, Olivares, Villarreal, Mereles, Ortíz, García, Condinanzo, López, Mila e
Ignacio, gravísimamente heridos. Solo en los últimos meses.
Seamos
realistas, razonables y justos.
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