Indudablemente,
cada generación se cree destinada a rehacer el mundo.
La
mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo, pero su tarea es quizá mayor.
¡Consiste en
impedir que el mundo se deshaga!
Heredera
de una historia corrompida en la que se mezclan revoluciones fracasadas, las
técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; en la
que poderes mediocres, que pueden destruirlo todo,
no
saben convencer; en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio
del odio y de la opresión,
esa
generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de sus
amargas inquietudes, un poco de lo que
constituye la dignidad de vivir y de morir.
Ante
un mundo amenazado de desintegración, en el que nuestros grandes inquisidores
arriesgan establecer para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en
una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una
paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la
cultura y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la alianza.
No
es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo
cierto es que, por doquier en el mundo, tiene
ya hecha, y la mantiene, su doble
apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado al
momento, sabe morir sin odio por ella.
Albert
Camus, fragmento del discurso que pronunció, cuando recibió el Premio Nóbel de
Literatura en Estocolmo en 1958
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