García
Márquez y sus anillos de oro
Por
Alejandro González Dago
Contó
Gabriel García Márquez que cuando Mercedes, su entonces mujer, finalmente logró
espantar de su cabeza los pájaros de mal agüero, los dichos paganos, las
creencias populares y de familia sobre el peso que tiene la mala suerte cuando
cae en picada sobre las personas que la provocan igual que a las yetas y otras
posibles maldiciones, sin decirle ni mú a él fue hasta la casa de empeños y
empeñó los anillos de casamiento que eran de oro y que sólo habían usado para
casarse.
La
creencia popular dice que los anillos de casamiento no deben empeñarse nunca
porque quien lo haga tendrá cien años de desgracia en el matrimonio aunque no
haya matrimonios que duren cien años.
Sin
embargo ellos, desafiando los presagios, tuvieron que hacerlo.
Fue
en agosto de 1966 un día que cayó lunes y en ciudad de México, donde vivían.
Hacía
tiempo que comían día de por medio porque no tenían ni un peso, pero aquel
lunes de principios de agosto del 66 antes de empeñar los anillos de oro, no
tenían una sola moneda ni para comer un plato de arroz entre los dos.
El
viernes anterior a ese lunes, después que revisaron todos los bolsillos y
juntaran las monedas sueltas y hasta se encomendaran a la buena fortuna, fueron
al Correo de San Ángel para enviar a Buenos Aires las 590 cuartillas escritas a
máquina, a doble espacio, sesenta caracteres y 35 líneas por cuartilla, con la
última esperanza que les quedaba: que la novela Cien años de soledad fuera un
éxito.
El
empleado del correo puso el paquete en la balanza, lo pesó, y mirándolos desde
atrás de los anteojos les dijo:
- Son 82 pesos; (ellos sólo tenían 53)
Dijo
Gabo que acostumbrados a la miseria, ni siquiera lo pensaron.
Abrieron
la encomienda, dividieron la novela en dos paquetes de 295 cuartillas cada uno,
y enviaron a Editorial Sudamericana de Argentina media novela a nombre del
director literario de la editorial que por entonces era el inolvidable Francisco (Paco) Porrúa.
Eran
las seis de la tarde de aquel viernes de agosto del 66 y no había tiempo para
más nada.
Ese
fin de semana se comieron las uñas, y nada más.
El
lunes, para enviar la otra mitad, Mercedes empeñó los anillos de oro del
casamiento.
Pero
ahí no terminó todo.
En
un artículo escrito por él mismo hace 18 años para La Voz del Interior, Gabriel
García Márquez cuenta que como ya eran conocidos en la casa de empeños (en
México se le llama Monte de Piedad) no les recibieron los anillos y además les
prestaron un poco más de dinero del que necesitaban para pagar el correo. Así
fue que pudieron enviar a Buenos Aires la otra mitad de Cien años de soledad.
Sin
embargo, justo en el momento en que estaban empacando la segunda mitad de la
novela, se dieron cuenta que en realidad era la primera mitad porque el viernes
habían enviado la segunda mitad creyendo que era la primera, por lo que en
editorial Sudamericana primero se enterarían cómo terminaba Cien años de
soledad y recién después cómo empezaba.
Y
hay más todavía.
El
día anterior a que comenzara a escribir Cien años de soledad, dice García
Márquez que tenía una revolución en el estómago y otra en la cabeza.
Que
era tan fuerte la necesidad de contar, que al otro día, siguiendo esa
inexplicable fuerza interior que da la vocación y la naturaleza, apenas puso
los dedos en el teclado de su máquina de escribir, de un solo tirón escribió:
“Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo”.
A
partir de esa primera línea, durante más de un año de manera ininterrumpida, en
jornadas de seis horas diarias incluidos sábados y domingos, García Márquez,
pasando junto a su mujer todo tipo de penurias y también hambre, escribió la
mejor novela de lengua española de todos los tiempos, incluido El Quijote de
Cervantes.
Finalmente, en
su artículo publicado el miércoles 18 de julio de 2001 en La Voz del Interior,
García Márquez cuenta que su preocupación no era la comida sino quedarse sin
papel para escribir.
Dice
Gabo que después que pasaron unos días del doble envío de la novela, don Paco
Porrúa le envió un giro de 500 dólares con los que pudo pagar el alquiler y
comer comida caliente.
Además
de recordar cómo vivía García Márquez mientras escribía su novela con la que
ganó el Premio Nobel de Literatura y dos montañas de dinero poniendo, incluso,
una bisagra en la historia de la literatura de habla española, lo que quería
decir – en el umbral de un nuevo Congreso de la Lengua a realizarse dentro de
unos días en Córdoba y ya que Netflix pasará a imágenes tamaña novela- es que
de un tiempo a esta parte hay excelentes novelas argentinas de escritores
jóvenes desconocidos que hace rato que empeñaron sus cadenitas de oro y
cambiaron sus anillos de plata por un plato de comida o un vaso de vino porque las editoriales continúan con su
miserable propuesta de pagar el 10% del precio de tapa después que el libro se
haya vendido.
Por
eso hay editores ricos y escritores pobres.
No
todos los editores son iguales, hablo de la mayoría.
La
gente en general, excepto los abuelos de uno o la compañera de vida, está
convencida que esto de escribir es cosa de vagos atorrantes que no les gusta
laburar igual que a los músicos y a los pintores.
Y
para ejemplificar, siempre recurren al ejemplo de mencionar un pico y una pala.
Como
en otras tantas cosas de la vida, nadie conoce la verdad ni la fuerza de
voluntad y la pasión que hay que poner para crear ciertas cosas, como por
ejemplo: literatura.
Ninguno
de los nuevos autores que he leído se parece a Gabo porque ningún editor se
parece al Paco Porrúa.
Pero
aunque el mundo se comunique por mensajitos de textos y por Whats App, quería
decir que los que escriben no dejen de escribir, los que pintan no dejen de
pintar, y los músicos no dejen de componer.
No
todos podemos ser un García Márquez.
Aunque
tratándose de cultura, excepto Netflix que ya lo probó con La Casa de Papel, todo indica que los que toman decisiones
prefieren que aquellos que tienen el oro de la creatividad sigan empeñando sus
anillos.
Tal
vez entonces, en materia de cultura, todavía nos queden cien años de soledad
por delante.
Alejandro
González Dago
En
Córdoba, en la puerta del otoño de 2019
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