Por Javier Boher
El
monólogo de Cristina Fernández en Comodoro Py dejó claro que la moderación
nunca fue una opción, sino una necesidad estrictamente táctica y electoral para
volver a completar su promesa.
Más temprano que
tarde volvió la Cristina que se fue.
Tras
unos meses de impostura, finalmente se encargó de mostrar que el lobo se había
disfrazado de abuelita para lograr que la gente se confunda.
Su monólogo de
ayer en Comodoro Py lo deja bastante claro.
Nunca
dejó un atisbo de dudas respecto a cómo entiende el mundo:
Todo
gira alrededor de ella.
No
importa si es porque ella es la mejor y la medida más adecuada para entender el
mundo, o si el tema es que es una pobre víctima del sistema:
Siempre
todo tiene que ser auto referencial.
Su presentación
en el juicio por corrupción por la obra pública dejó en evidencia que se siente
más víctima que nunca,
acaso el papel que más veces se ha calzado durante todos estos años.
Poco
importan las evidencias o el trabajo de los peritos cuando se trata de su
palabra, sagrada para muchos.
¿Sobreprecios
de 65%? ¿86% de las obras licitadas en Santa Cruz fueron a Lázaro Báez, de las
que sólo se terminó la mitad?
Todas
tergiversaciones de los “grupos de tareas mediáticos” y demás expresiones banalizado
ras de la historia.
A
lo largo de su alocución se encargó de atacar a la justicia, a los medios y a
su principal oposición política.
Todos
fueron investidos como enemigos personales, quizás por pretender dudar del
relato que con tanto esmero pulieron las serviciales plumas de adoradores del
régimen, siempre dispuestos a ahogar la racionalidad y el peso de la prueba en
los ríos de tinta escritos para ensalzar su figura.
Su
declaración giró en gran medida contra lo que se ha dado en llamar el
“lawfare”, un término en inglés que implica a la ley (law) y al estado de
guerra (warfare), en algo que se podría sintetizar burdamente en un estado de
guerra dirigido a través de medios judiciales, una expresión de moda con la que dirigentes acusados por corrupción en
toda América Latina pretenden desacreditar a la justicia para defenderse, en
lugar de mostrar argumentos sólidos.
También
se quejó porque no le dieron el privilegio de transmitir lo que ya se preveía
como un show en plan de victimización, un discurso político para enfervorizar a
sus más fieles seguidores.
Su
autoestima es tan elevada que siente que todo el mundo debe escuchar su
defensa, algo que seguramente conseguirá una vez que regrese al poder el 10 de
diciembre.
Hay
que hacer un párrafo aparte para los medios que burlaron la restricción para
darle con el gusto de ponerla en pantalla.
Es muy raro cómo
algunos no tienen problema en engrasarle la soga al verdugo, aunque éste
diga que el poder mediático la atacó durante tanto tiempo.
Quizás
confían que cuando llegue el tiempo de revancha ellos estarán exentos, un
pensamiento inocente que no encuentra asidero en los registros de la
experiencia previa.
Mientras
seguía bajando línea a un tribunal que quedará en sus manos cuando se haga con
el poder del senado, no perdió oportunidad de seguir inflando el relato de
familia trabajadora del interior, preocupada por los desposeídos y desplazados,
a los que habrían ayudado desde el estado.
Evitó
hablar a toda costa de los $46.000 millones de pesos que pasaron del estado
bajo su gobierno a contratos con Báez.
Negó
formar parte de una asociación ilícita (cuatro, en realidad), aunque se hayan
visto bolsos, dragones, bóvedas y cajas de seguridad usadas para guardar
dólares, euros y joyas.
Quizás
pretende que la gente imagine que la oficina de “la rosadita” en la que Martín
Báez tomaba whisky y embolsaba dólares era una comisión de fomento de un club
barrial.
Al
broche de oro, sin embargo, lo puso cuando decidió invocar al futuro
presidente.
Sin mayores
reparos lo involucró por haber autorizado la ejecución presupuestaria en sus
tiempos de Jefe de Gabinete.
La
única imagen que viene a mi cabeza es la de alguien que, para evitar ahogarse,
se lleva a su potencial salvador a pelear con las aguas del río revuelto. Difícilmente los dos se salven, porque
llegado el punto crítico ninguno pone en riesgo su vida para salvar al otro.
La
verborragia y la vehemencia de su discurso (que por momentos mutó en enojo)
anticipan algunos rasgos de lo que se vendrá.
Quedó
claro cuando los jueces le preguntaron si quería responder preguntas y les
devolvió con una patada a la canilla:
“Preguntas
van a tener que responder ustedes, a mí me absolvió la historia”, les dijo
parafraseando a ese demócrata que fue Fidel Castro.
Si
en febrero de 2012 dijo que iban por todo, ahora no hace falta que lo repita
para darse cuenta de que volvió para cumplir su promesa…
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