Por María Zaldívar
La tibieza de la derecha latinoamericana es un denominador común de la región y el principal motivo de su fracaso.
Mauricio
Macri en Argentina, Sebastián Piñera en Chile, el corto período de Jeanine Añez
en Bolivia, Iván Duque en Colombia y me adelanto a afirmar que Luis Lacalle Pou
en Uruguay son la expresión política de un diagnóstico equivocado respecto de
la ferocidad de las fuerzas ideológicas que el mundo enfrenta.
Es
claro que un mal juicio deriva, inexorablemente, en una elección errada de los
caminos para enfrentarlas.
Esa tic
universalmente amigable del “centrismo” los hace derrapar hacia una actitud
paciente y complaciente con lo inaceptable, de la cual la izquierda se
aprovecha.
Estos nuevos “moderados” que practican el “buenismo” con los extremistas, surgidos tras el cansancio de las poblaciones frente a los políticos tradicionales, no entendieron el espíritu del reclamo popular.
La
gente estaba harta de la calesita de caras que durante décadas jugaron el juego
de la silla alrededor de distintos cargos públicos.
Se
cansaron de ellos, siempre los mismos, de su ineficiencia y de su complicidad
con un sistema que solo beneficia a la burocracia a la que pertenecen,
naturalmente; pero no los querían menos firmes, no los querían blandos, laxos,
dóciles ni maleables.
No
les gusta verlos retroceder ante el avance del autoritarismo y la violencia
marxista, ni dudar, bajar la voz o agachar la cabeza cuando hay que imponerse
airadamente para defender los valores de la vida y de la democracia liberal.
La ciudadanía los quiere defendiendo el principio de autoridad y de nación, asumiendo los deberes de mantener el orden público, reprimir el delito y respaldar a las fuerzas del orden cueste lo que cueste. La gente no los quiere temerosos de los medios de comunicación, generalmente financiados por la izquierda, rápidos para interpelar la acción del estado sobre los excesos pero cómplices de la inconducta de la casta dirigente.
El debate es posible entre diferentes, cuando se comparten la predisposición al diálogo y al entendimiento del otro; se trata del ejercicio de la empatía, intentando comprender desde dónde parte ese otro razonamiento, lo que no significa darle la razón sino entender sus argumentos. Allí comienza la tarea de acercar posiciones.
Eso es la
política.
Pero
tal actitud que no existe entre opuestos.
La izquierda es
el opuesto a la democracia, es intolerante y esencialmente autoritaria.
No
concede, impone; no colabora, resta.
La
izquierda no escucha, no negocia, no concede.
La izquierda
toma y arrasa.
Intentar el diálogo con los sectores radicalizados de la política es un juego de cartas entre dos con distintas reglas o, mejor dicho, con reglas para uno solo.
La
moderación no figura en el vocabulario del marxismo del Siglo XXI que, cada uno
con sus matices, tan bien representan Nicolás Maduro en Venezuela, Díaz Canel
(el discípulo predilecto de Raúl Castro) en Cuba, el chavismo español de la
dupla Sánchez-Iglesias y la Argentina de
Cristina Kirchner y Carlos Zanini (el maoísta que más lejos llegó en la
historia universal, después de Mao).
Porque no hay coincidencia alguna con ellos, ni de intenciones y ni siquiera de vocabulario.
Mientras
los librepensadores se enfocan en las nociones de prosperidad, igualdad de oportunidades, ley,
propiedad privada, respeto por la vida, familia y esfuerzo, los militantes del pobrismo repiten como
loros imperialismo, indigencia, estado, huelgas, derechos, subsidios,
aranceles, desigualdad y emergencias de toda índole: habitacional,
sanitaria, energética y previsional.
Nada
funciona en los países en los que se aplican sus fórmulas; sin embargo, están
instalando que la responsable de todos los males es la libertad cuando, en
verdad es todo lo contrario, la decadencia de América Latina es consecuencia
del sistema que ellos sostienen para mantener a los individuos rehenes de la
dádiva estatal.
Esta es la descripción de Latinoamérica, que se está transformando en una porción del mundo fallida.
La
decadencia está ganando la batalla.
Es
necesario un cambio de rumbo inmediato y rotundo.
La
Carta de Madrid puede ser el germen que se estaba necesitando con desesperación
para unir voluntades en una lucha abierta y decidida contra el marxismo del
nuevo siglo.
Hago mías las palabras pronunciadas por Santiago Abascal en oportunidad del desembarco de “Podemos” en el gobierno español como un llamado a la acción para quien recoja este guante, se anime al reto y se sume a la batalla cultural en marcha contra la nueva izquierda y a favor de la libertad:
A
ellos, “Bienvenidos a la resistencia”.
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