Carlos Mira
The
Post
Como si no fuera suficiente disparate la propuesta del G7 de inventar un impuesto universal del 15% a las grandes corporaciones, el pelele de Guzmán propuso elevarlo al 25%.
Francamente
uno creía que el monopolio de la pelotudez se había confinado a las fronteras
argentinas pero ya vemos que no es así.
Una vez más, con la excusa de la pandemia, se parte del principio buenista de que los que “más tienen” paguen más impuestos (no solo de modo absoluto, cosa que siempre va a ocurrir, sino en términos de progresividad relativa) para ayudar a los que “menos tienen”.
Muchas
veces hemos citado aquí a Alexis de Tocqueville cuando en su increíble
descripción de los EEUU (La Democracia en América, Tomo 1, Alianza Editorial)
dice: “En Europa estamos habituados a mirar como un gran peligro social, la
inquietud del espíritu, el deseo inmoderado de riqueza, el amor extremado a la
independencia.
Pero son precisamente todas estas cosas las que garantizan a las repúblicas norteamericanas un largo y pacífico porvenir.
Sin
esas inquietas pasiones, la población se concentraría en torno a determinados
lugares, y no tardaría en experimentar, como ocurre entre nosotros, necesidades
difíciles de satisfacer ¡Feliz país el
del Nuevo Mundo, en donde los vicios del hombre son casi tan útiles a la
sociedad como sus virtudes!
Esto
ejerce una gran influencia en la manera de juzgar las acciones humanas en los
dos hemisferios.
A
menudo los americanos llaman “laudable industria” lo que nosotros calificamos
de “amor al lucro” y ven cierta pusilanimidad en lo que nosotros consideramos
como “moderación de los deseos”.
En Francia, la sencillez de los gustos, el espíritu de familia y el amor al lugar de nacimiento se consideran como positivas garantías dela tranquilidad y la felicidad el Estado; pero en América nada parece tan perjudicial a la sociedad como las referidas virtudes.”
Esta
pintura perfecta de las más íntimas inclinaciones humanas sería suficiente para
entender la futilidad de pensamientos como el que supone que una solidaridad
compulsivamente impuesta desde el Estado redundará en beneficio de “los que
menos tienen”.
Si los legisladores del mundo dejaran de pensar en términos supererogatorios y bajaran al llano de los instintos de conservación de lo propio más rudimentarios del ser humano, no sólo se ahorrarían decisiones inútiles sino que el mundo sacaría notorias ventajas del aprovechamiento de esa naturaleza lógica y razonable.
En efecto, los Estados podrán identificar quienes son los encargados de ingresar un impuesto a sus arcas (para supuestamente ser destinado a “los que menos tienen” porque digamos que aquí hemos decidido pensar bien y dejar de lado la corrupción, el robo del Tesoro Público, el enriquecimiento ilícito personal: aquí estamos suponiendo, para beneficio del debate, que los funcionarios que ocupan los sillones del Estado son impolutos y que realmente quieren mejorar la situación de “los que menos tienen”) pero, por más poder compulsivo que ostenten, no pueden determinar quién paga realmente, si por “pagar” entendemos cargar con las consecuencias gravosas del impuesto.
Una vez que los impuestos se establecen, los impactados por esas cargas buscarán la manera de trasladar ese costo a alguien para no ver reducidos sus ingresos.
Así,
dice Letwik “quienes generaban un producto o un servicio aumentan sus valores;
quienes invertían dejan de invertir o invierten menos y quienes daban trabajo,
dejan de hacerlo”.
Por
lo tanto el real pagador del impuesto no es el rico o el que más tiene, sino el
que recibe las consecuencias del aumento de los valores, de la menor inversión
o de la menor creación de trabajo, es decir, “los que menos tienen”.
En esa instancia es posible que los cráneos del Estado intenten ir por mayores dosis de la misma medicina, con lo cual el círculo vicioso se repetirá y las consecuencias negativas se profundizarán.
Es
el mercado quien termina determinando quién paga de hecho el impuesto, más allá
de quién ingresó el dinero a las arcas públicas.
Serán “los que menos tienen” los que por la vía de la inflación, el desempleo, la falta de inversión y la antigüedad de la infraestructura los que van a pagar los costos del impuesto.
Solo la endémica y galopante corrupción, el robo descarado del dinero de otros y la demagogia de usar a los pobres para producir el enriquecimiento personal de los funcionarios pueden explicar que no se entiendan los más simples trazos de la naturaleza humana.
Si en realidad cualquier legislador estuviera animado por hacer el bien a “los que menos tienen” se concentraría en desentrañar cuáles son las herramientas legislativas más compatibles con esa naturaleza”.
Estos
en su afán egoísta de avanzar, mejorar y conservar lo propio generarían una
estela de progreso detrás de ellos que sí beneficiaría realmente a “los que
menos tienen” por la vía de tener buenos productos a bajos precios, con oferta
amplia de empleo con buenos salarios e inversión que asegure una
infraestructura de uso público desarrollada.
El hecho de que se insista sobre la teoría de la “redistribución de la riqueza” (a través de la preferida herramienta impositiva) prueba que los funcionarios del Estado no persiguen la mejora de la condición social de “los que menos tienen”, sino que, simplemente, han encontrado en ellos un verso demagógico que les sirve para seguir robando y llevar dinero a sus bolsillos personales sin trabajar, mientras que “los que menos tienen”, tienen cada vez menos.
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