Bolívar
Si
la muerte le duele es por la tristeza en la mirada de Mercedes.
Sabe
que no es posible, que llamarán al doctor Jackson.
Si
fuera por él mantendría escondida su muerte.
Es
cosa de mero pudor: dicen que el cóndor y el tigre se esconden para morir.
Por si viene Mercedes, se esfuerza en sentarse ante el escritorio.
Cree
adivinar el rectángulo con el retrato de Bolívar, del que nunca se separó en
sus viajes.
Hace
no mucho, cuando todavía podía hacerlo, escribió a un amigo:
«Es el genio más
asombroso que tuvo América».
Yo estoy de este lado, pero él ya no.
Hace
veinte años que está muerto.
Desde
1830, en que expiró miserablemente corroído por la tuberculosis contraída en
las heladas alturas de los Andes. Sin embargo lo siente siempre vivo.
Lo
ve llegar con su fasto, su huracán de vida, sus impecables oficiales, rodeado
de las mujeres más espléndidas. «César
tuvo que haber sido así».
Lo
escucha citando poetas ingleses o filósofos clásicos.
Lo
ve junto a Manuela Sanz, la maravillosa amazona, vestida con su casaca de húsar
con alamares dorados y su cabellera negra cubriendo las charreteras del rango
de oficial que ella misma se había dado.
Le contaron que Bolívar murió escupiendo sangre en Santa Marta, traicionado y calumniado por los que habían crecido bajo sus alas.
Y
le dijeron que la espléndida Manuela fue desterrada y vive casi como mendiga,
en Palta, vendiendo pasteles v tabaco a los marineros que salen de los burdeles
del puerto.
Seguramente fue Alberdi: cuando vino a visitarlo, quien le contó que Bolívar dijo que había “arado en el mar».
¿Sí?
¿Hemos arado en el mar?
¿Nunca
serán naciones civilizadas?
Después
de la muerte de Bolívar se desbandaron como chicos malcriados…
¿Será
la Argentina para siempre una frustración, el eterno retorno del caos de la
incapacidad?
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