Por Razvan Vlaicu
Desde el primer trueque de una dracma por un voto en Atenas hace más de 2500 años, los políticos han practicado el arte bien perfeccionado, aunque rudimentario, de la compra de votos.
Hoy
en día sus incentivos van desde las bebidas alcohólicas, el gas y el dinero en
efectivo en Estados Unidos hasta el dinero en efectivo, los granos y las
máquinas lavadoras en grandes regiones de África, Asia, América Latina y el
Caribe.
Sin
embargo, la compra de votos no es un fenómeno generalizado en todas partes.
Como he señalado
en un reciente estudio del BID con Marek Hanusch y Philip Keefer, la práctica
corrupta surge a partir de condiciones específicas y prospera en circunstancias
que dificultan particularmente su erradicación.
Pensemos en lo que ocurre durante una transición a un gobierno democrático.
El
dictador muere o es derrocado, la junta cae y los partidos que se constituyen
se movilizan ante la expectativa de las elecciones que se celebrarán.
Sin
embargo, estos partidos son novatos.
No
tienen un historial en que afirmarse, ni tienen credibilidad y, en muchos
casos, tampoco tienen una ideología, es decir nada que ayude al votante a
distinguir entre unas formaciones y otras.
Aún
así, la competencia es feroz.
Los
políticos recién llegados están decididos a conseguir que sus partidos sean los
primeros en entrar en el parlamento.
Eso les brinda
ventajas en términos de gastos, de patrocinio y de atención de los medios de
comunicación, lo que facilitará en gran medida ganar las elecciones en el
futuro.
¿Qué hacen estos ambiciosos políticos de partidos que no tienen rostro?
Compran
votos, como ha ocurrido en numerosas transiciones durante la llamada tercera
ola de democratización de los años setenta hasta los años noventa.
Desde luego, la compra de votos no sólo tiene lugar durante las transiciones democráticas.
Ocurre en todos
los países donde los partidos políticos no consiguen construir una marca que
convenza a los votantes de que pueden confiar en sus promesas electorales.
Mucho
después de que los gobiernos militares llegaron a su fin en Brasil en 1985, por
ejemplo, la compra de votos siguió siendo un fenómeno generalizado debido a la
abundancia de partidos débiles incapaces de construir una plataforma política.
Los
legisladores brasileños durante la legislatura de 1987-1990 habían pertenecido a aproximadamente tres
partidos políticos.
Una
tercera parte de estos, según un estudio del sistema electoral brasileño, había
cambiado de partido desde que fueron elegidos en 1986.
Esta falta de
lealtad con el propio partido significaba que los partidos políticos no tenían
prácticamente ninguna trascendencia en términos de ideología ni de compromisos
a largo plazo.
Dado
que no había partidos que los brasileños encontraran capaces de pronunciarse
sobre importantes problemas generales, como un régimen fiscal más justo o un
mejor sistema educativo, muchos prefirieron cambiar sus votos por dinero en
efectivo, alimentos y ropa.
A medida que el tiempo pasa, la compra de votos puede convertirse en un fenómeno difícil de erradicar.
Los
ciudadanos, sobre todo los más pobres y los más marginados, pueden llegar a
considerar que el pago de dinero en efectivo antes de las elecciones es lo
único que consiguen de un gobierno ineficaz.
Puede
que lleguen a depender de ello.
El
resultado es que se produce un círculo vicioso.
Paradójicamente,
aquellos que más sufren de la corrupción se convierten en los que tienen menos
probabilidades de oponerse a ella y demandar reformas.
Es difícil encontrar soluciones.
La
Encuesta Mundial de Valores de 2010-2014, llevada a cabo por una red global de
cientistas sociales en casi 100 países, llegó a la conclusión de que el 51,8%
de los encuestados creía que los votantes son “sobornados” a menudo o muy a
menudo.
Además,
aún cuando los partidos estén mejor constituidos, la compra de votos puede
seguir produciéndose cuando las elecciones son reñidas.
Sin embargo, una experiencia en Brasil después de los episodios ya mencionados de compra masiva de votos en los años ochenta y noventa representa un rayo de esperanza.
En 1997, una ONG
religiosa, apoyada por la Conferencia Episcopal de Brasil y unas 60
organizaciones de la sociedad civil, se organizaron para lanzar una iniciativa
popular contra esta práctica ilegal.
Los
organizadores recolectaron más de un millón de firmas para ejercer presión a
favor de una reforma que llevó a la aprobación de una ley en 1999 que
endurecieron drásticamente las sanciones.
Como
se describió en un estudio de la ley, éstas contemplaban el despido inmediato
mediante sanciones administrativas de los políticos sorprendidos en la práctica
de ofrecer regalos preelectorales.
Con
un fuerte apoyo del poder judicial, los procesos judiciales se volvieron
agresivos.
Entre
2000 y 2008, unos 700 políticos fueron despedidos de su cargo y la compra de
votos, aunque sigue siendo habitual en Brasil, ha sido reducida
significativamente en comparación con los niveles anteriores.
Iniciativas similares pueden contribuir a disminuir la compra de votos globalmente.
Los
cambios en las instituciones políticas y en la cultura, que fomentan la
constitución de partidos programáticos con fuertes tradiciones e ideologías y
un historial de cumplimiento de las promesas hechas a los votantes, podría ir
incluso más lejos para acabar con las ilegalidades que desvirtúan la voluntad
popular.
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