Si se mira esta polémica en perspectiva, se vuelve más deprimente.
En
su momento, Juntos por el Cambio se sirvió de una maniobra similar.
Como
la ley vigente, que es la que en diciembre se declaró inconstitucional, le daba
una representación especial a “la mayoría” y no al “bloque mayoritario”, Emilio
Monzó y Nicolás Massot consiguieron la adhesión de otras bancadas para, armando
esa mayoría ocasional, designar en el Consejo al diputado Pablo Tonelli.
El
kirchnerismo y los diputados del Frente Renovador pusieron el grito en el
cielo.
Pero
al poco tiempo utilizaron la misma estratagema para convertir a Eduardo de
Pedro y a Graciela Camaño en consejeros.
La repetición de
estas pillerías revela un vicio compartido por la mayor parte de la clase
política:
La pulsión
irrefrenable por controlar a la Justicia.
En
el caso de Cristina Kirchner, esa pretensión se sostiene en una concepción
antiliberal expresa: las disposiciones de quienes son depositarios del voto
popular no deben ser sometidas a la supervisión de la Justicia ni a la crítica
de la prensa.
La
división de poderes es un dispositivo conservador, que pretende distorsionar la
voluntad popular.
Sería
injusto interpretar que esa vocación de la vicepresidenta por dominar los
tribunales apareció después de que se multiplicaran las causas penales en su
contra.
Apenas Néstor
Kirchner llegó a la Presidencia, ella se puso al frente del juicio político
a la Corte.
En
2006 lideró la reforma del Consejo de la Magistratura, con un formato que la
Justicia acaba de anular. Disconforme con su propia criatura, en 2013 propuso
otra modificación, que pretendía atar la designación de Consejeros a las
elecciones generales.
La
iniciativa, denominada “democratización de la Justicia”, fue también anulada
por la Corte.
Más
allá de los accidentes de esta peripecia, se advierte una coherencia desde el
punto de partida: se trata de suprimir
la independencia de los magistrados.
Todos deben ser el juez Alonso.
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