Por María Zaldívar
Colombia está sumida en la incertidumbre y se suma así al sin rumbo regional.
Tras
el inesperado resultado de la elección presidencial del pasado 29 de mayo que
ubica en el ballotage al candidato de izquierdas Gustavo Petro y a la sorpresa
de Rodolfo Hernández, nadie sabe a ciencia cierta cuál será el resultado del
próximo 19 de junio y hacia dónde marchará ideológicamente el país,
independientemente de quién resulte ganador.
Petro garantiza un decidido giro a la izquierda acompañado del movimiento feminista al que, luego de criticar, describió como “futuro, país y camino hacia el cambio”.
Su
inocultable pasado guerrillero y su posterior paso de la insurgencia a la
política es un vericueto conocido en la América hispana que no escapa a la
historia del terrorismo:
Pasó
en Uruguay, Chile, Perú, Bolivia, Argentina y Brasil; y ocurre actualmente
también en España; combatientes que empuñaron armas contra el orden establecido
que, pasados los años, cambian el fusil por una corbata y se incorporan al
sistema político.
Aplacaría la gravedad de sus pasados si hubiese en ellos atisbo de arrepentimiento en sus conciencias; el peligro para el orden institucional es que siguen reivindicando aquella lucha armada y desembarcan en un sistema en el que no creen y que están dispuestos a destruir desde adentro.
Preocupa que sea un político flamante, que se desconozcan sus planes y el nombre de sus principales colaboradores, como preocupan algunas de sus declaraciones
Frente
a esta nueva izquierda, aparentemente civilizada pues acepta las formas aunque
no el espíritu ni los valores de la convivencia democrática, los auténticos
defensores de la libertad y el orden retroceden en nombre de la convivencia y
la moderación.
Recién ahora se está empezando a entender que ceder frente a aquella ideología no es contemporizar sino entregar, de a poco, los valores de occidente y sus pilares de vida, libertad y propiedad.
Frente a esa izquierda que se muestra sin rubor, se multiplican partidos tibios, imprevisibles y sin ideología definida, que aprovechan la coyuntura para jugar de oposición sin serlo.
El
buenismo de Sebastián Piñera en Chile, Mauricio Macri en la Argentina, Luis
Lacalle Pou en Uruguay, Iván Duque en Colombia o el mismo Mariano Rajoy en
España, nada hicieron frente al despliegue y avance de estas sinuosas ofertas
electorales que embaucan a las sociedades con recetas edulcoradas y tramposas .
La mala performance electoral de ambos está empujando a las sociedades a la desconfianza y hasta el rechazo por el sistema de convivencia, hartazgo que se comprueba con la aparición de figuras ajenas a la vida política que, con discursos disruptivos, cautivan el oído de miles de desprevenidos.
Las
soluciones mágicas que esgrimen estos nuevos “outsider” son tan falsas como las
recetas igualitarias de la izquierda militante.
Por estos días, es el temor que sobrevuela en Colombia.
Nadie
puede asegurar qué piensa Rodolfo Hernández o qué medidas aplicaría para
solucionar los graves problemas que atraviesa su país.
Preocupa
que sea un político flamante, que se desconozcan sus planes y el nombre de sus
principales colaboradores, como preocupan algunas de sus declaraciones.
Cuando
el público y aún la clase dirigente quiere encontrar en su figura la moderación
al extremismo de Gustavo Petro, la prensa se encarga de recordar que Hernández,
cuando no soñaba con estar en esta instancia, declaró que en un eventual
ballotage él votaría por el candidato de izquierdas.
Más allá del caso colombiano y de la pregunta sin respuesta sobre quién es Hernández, es interesante mirar el proceso con perspectiva para encontrar que no se trata de un caso aislado.
Es
interesante observar el auge del populismo en los países democráticos y,
enfrente, la escasa voluntad de los que padecen dictaduras por librarse de
ellas.
Agraden y representen más o menos, los partidos políticos tradicionales expresan una propuesta de políticas públicas y junto con sus dirigentes se ponen a consideración del público; mientras que estos paracaidistas hacen el camino inverso: sin equipo, no ofrecen una oferta ideológica clara a la sociedad sino que toman de ella los síntomas evidentes de su disconformidad, los fogonean y se erigen en sus voceros; escuchan con atención los reclamos y responden a ellos con slogans por lo general, violentos hacia el statu quo.
Son
hábiles “tiempistas”; los expertos en análisis político suelen describirlos
como populistas de derechas.
Sin
duda es una definición improcedente adjudicarles una pertenencia
ideológica dado que carecen de trayectoria y de programa.
Se
moldean al son de clima social y, falazmente, contabilizan como una virtud
propia su intempestiva irrupción y su hoja en blanco.
Definirlos
como “de derechas” les imprime un contenido que no tienen y que entorpecería la
versatilidad con que mutan sus respuestas. Son populistas a secas.
Yascha Mounk, profesor de Johns Hopkins y experto en el auge populista, sostiene que la guerra que comenzó Rusia recientemente es la consecuencia de un largo proceso que se inicia en la caída del Muro:
«Putin
es un monstruo creado por la inacción y la cobardía de Occidente» dice,
contundente.
Por
un lado, decenas de países han sufrido un deterioro de sus instituciones
democráticas.
Y,
a la vez, las aspiraciones democráticas de los países autoritarios se han
hundido” señala.
En
línea con estas afirmaciones, es interesante observar un proceso en paralelo
que involucra, por un lado, el auge del populismo en los países democráticos y,
enfrente, la escasa voluntad de los que padecen dictaduras por librarse de
ellas.
No sabemos qué medidas adoptará Rodolfo Hernández, como no sabemos qué hará ningún agente político sin programa que no responde a un sistema de valores y principios.
América
hispana vuelve a ser ejemplo, en este caso, de ese vacío apto para peligrosos
experimentos.
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