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Caricatura de Alfredo Sabat

martes, 10 de mayo de 2022

La batalla cultural que no fue

Por María Záldivar

El pavoroso desplome de Chile es el ejemplo perfecto de una dirigencia que intentó construir prosperidad económica sin librar, previamente, la batalla cultural.

Se impulsó capitalismo sobre terreno socialista y, si bien la inercia colaboró durante un par de décadas manteniendo las políticas de crecimiento que habían llegado de la mano de una administración de facto, hoy queda expuesto que ese supuesto milagro racional que parecía desarrollarse en armónica convivencia entre libre mercado en lo económico y progresismo político, no era tal.

Para que las bases de la democracia liberal sean sólidas es imprescindible una sociedad que entienda que sus raíces no se sustentan en el PIB o el control del gasto público y de la emisión monetaria, por cierto todas herramientas imprescindibles de la fortaleza económica de una nación.

Sin embargo, el núcleo del bienestar pleno lo aporta el sistema político, del que la salud financiera de los países es solo una pata de la construcción.

 

La batalla cultual no es económica ni aún en los países pobres donde, como resultado del socialismo y las políticas asistencialistas, podría parecer más sencillo de explicar a la población que esos son los motivos por los que viven mal y no crecen ni progresan.

Sin embargo, allí es donde más difícil se hace introducir las ideas liberales que son las que han sacado a millones de personas de la miseria a lo largo de la historia.

La pobreza extrema suele ir acompañada de escasa instrucción ya que las administraciones de izquierdas no educan para el desarrollo del individuo, sino que adoctrinan para asegurarse “clientes”.

A esa masa enorme de gente le inculcan que son pobres por culpa de los que no lo son, y que la libertad solo favorece a los poderosos.

Les dicen que estar cerca del estado es la mejor protección y a la sombra de este discurso, el aparato de la burocracia aumenta y la ineficiencia del gasto público, también.

El centrismo, políticamente correcto, navega entre el buenismo y la claudicación; nunca una declaración contundente, nunca una definición severa

La Argentina se suma a los ejemplos de que el transitorio buen pasar económico no fideliza a la sociedad con las ideas de la libertad, que son infinitamente más ricas que el discurso de los números.

En los años 90, el peronista Carlos Menem aplicó medidas de libre mercado durante la década que gobernó.

La población festejó la súbita bonanza económica que significó un up grade en la calidad de vida sin esfuerzo alguno.

Sin embargo, cuando esa quimera se derrumbó, el público no atribuyó el fracaso a la falta de un marco institucional acorde, sino al liberalismo económico.

Y pasó así porque la gente seguía siendo filosóficamente socialista; el peronismo menemista había entendido el agotamiento del estatismo vigente y dio un golpe de timón contra la decadencia estructural llevando adelante la llamada convertibilidad, una especie de dolarización que le dio aire a las exhaustas arcas públicas; pero no tuvo intención alguna de introducir las modificaciones necesarias en el sistema político, obsoleto, corrupto y plagado de trampas que solo benefician a los políticos profesionales, convertidos en una verdadera  corporación que impide el recambio de personas y de ideas.

 

Cuando los postulados de la Agenda 2030 son adoptados mansamente; cuando el feminismo exige privilegios sin pudor y no encuentra resistencia ni en las sociedades ni en los medios de comunicación y menos aún entre los políticos; cuando la noción de “sustentabilidad” se impone a la de nacionalidad por obra del marketing global, se está frente a  una sutil pero efectiva cancelación de la libertad.

 

Porque la democracia liberal entraña el respeto por las minorías, un principio absolutamente desvirtuado en la actualidad.

Hoy, si no son comunidades LGTB, indígenas, feministas, pueblos originarios o medioambientalistas, cuyos reclamos y exigencias son atendidos casi con urgencia, se vive una dictadura de las mayorías.

Solo tiene entidad lo populoso; y de populoso a populismo hay un paso.

 

El populismo es la contracara de la democracia liberal aunque se aprovecha de su prestigio para desplegar gestos similares que llegan a confundir al electorado distraído.

Pero ese periplo maligno es posible cuando la doctrina y el amor a la libertad no están incorporados.

 

La historia reciente demuestra que el impulso de liberalismo económico a secas no alcanza para luchar contra el globalismo y la nueva izquierda

 

La factura que se le ha pasado históricamente al liberalismo es que su discurso se concentra en la economía.

Y algo de verdad hay.

Sin embargo, en los últimos años han surgido alrededor del mundo, movimientos liberales y conservadores cuya preocupación son los valores y las instituciones.

Algunos inclusive han logrado transformarse en opción electoral, vienen a romper con los bipartidismos tradicionales y ponen en jaque a la política misma en tanto exponen la falta de respuestas que acumulan los partidos tradicionales.

 

Cabe señalar que a ese bipartidismo histórico nunca le incomodaron las expresiones marxistas, por minoritarias y porque no llegan a amenazar el statu quo.

Las posturas extremistas conviven en el sistema político sin causar mayores alteraciones.

El problema lo crea este liberalismo conservador que defiende instituciones y valores pero con la vehemencia que los partidos tradicionales fueron perdiendo.

El centrismo, políticamente correcto, navega entre el buenismo y la claudicación;

nunca una declaración contundente, nunca una definición severa.

 

Hoy, frente al fracaso de la receta globalista, el centrismo no es opción y el liberalismo conservador emerge como la auténtica solución, como la única solución.

Mientras tanto, el centrismo, insalubremente tibio, insanablemente sinuoso, no encuentra otra forma de contrarrestar el posicionamiento de esta nueva opción y su creciente éxito que acusándola de populismo de derechas.

 

Las ideas que producen crecimiento, prosperidad y calidad de vida necesitan de una sociedad que las demande pero con un marco institucional sólido se consolidan.

Mientras eso no sucede, las recetas exclusivamente económicas son paliativos de corto plazo.

Las sociedades que toman ese atajo, aplacan los síntomas del estancamiento por algún tiempo, respiran y postergan pero sus problemas de fondo persisten.

 

La historia reciente demuestra que el impulso de liberalismo económico a secas no alcanza para luchar contra el globalismo y la nueva izquierda.

Pero eso lo tienen que entender primero los profetas del libre mercado y ofrecer una receta completa en la que lo económico es parte de una construcción más amplia y más compleja pero imprescindible.

Porque la nueva derecha, liberal y conservadora, tiene que ser un requerimiento social y es cometido de la clase política inspirar a las sociedades a abrazar sus postulados.

 

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