En Europa sigue siendo algo difícil de entender cómo la Argentina se desvió tanto de su pronosticado destino de potencia mundial. En busca de una explicación, el autor de esta investigación hace un paralelismo entre las conductas tomadas por el país y por Estados Unidos ante cada momento de inflexión en la economía mundial.
ALAN BEATTIE
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Todos recuerdan que la mañana del 11 de septiembre de 2001 se produjeron hechos que cambiaron al mundo entero. Todos recuerdan los planes comandados por los terroristas que embistieron las torres gemelas del Centro Mundial de Comercio en Buenos Aires. Como país más rico de la tierra y primera híper potencia global del mundo moderno, la Argentina fue el principal blanco de los revoltosos que se rebelaban contra el poder del orden capitalista occidental.
Pocos recuerdan el desastre que sufrió Estados Unidos tres meses después. Pocos recuerdan el desgarrador momento en que el gobierno federal norteamericano, aplastado por las enormes deudas que había acumulando por haberse endeudado en el exterior en pesos, anunció que estaba quebrado. La implosión económica que siguió, donde miles de estadounidenses desocupados y sin hogar dormían a la intemperie y comían de los tachos de basura del Central Park, sólo sorprendía a aquellos que solían pensar que Estados Unidos era un país del primer mundo.
Bueno, no. Sucedió al revés. Pero no fue inevitable. Y la crisis que golpeó a Estados Unidos –y luego a todo el sistema financiero global, lo que amenazaba con hundir al mundo en otra Gran Depresión– debería ser una advertencia. Estados Unidos podría haber seguido el camino de Argentina. Podría todavía estar en ese camino, si se olvidaran las dolorosas lecciones del pasado.
Hace un corto siglo, Estados Unidos y la Argentina eran rivales. Ambos estaban montados en la primera ola de la globalización. Ambas eran naciones jóvenes y dinámicas con fértiles tierras cultivables y exportadores seguros. Ambos llevaban carne vacuna del Nuevo Mundo a las mesas de sus antepasados coloniales europeos. Antes de la Gran Depresión de la década del ‘30, la Argentina era una de las 10 economías más grandes del mundo. Los millones de italianos e irlandeses que emigraban de sus países huyendo de la pobreza a fines del siglo XIX se debatían entre dos alternativas: ¿Buenos Aires o Nueva York? ¿La pampa o la pradera?
Cien años después no había que elegir. Uno se había convertido en una de las economías más exitosas del mundo. El otro era una cáscara partida.
No hubo ningún hecho específico que haya llevado a la Argentina a tomar en forma permanente un sendero diferente al que eligió Estados Unidos. Pero hubo una serie de errores que tienen un patrón general. A ambos países se les repartieron manos similares, pero cada uno las jugó muy distinto. Las similitudes entre los dos en la segunda mitad del siglo XIX, y en realidad hasta 1939, no fueron ficticias ni superficiales. Los “señores de las pampas” – jóvenes argentinos que se pavoneaban en los salones de Europa entre las dos guerras– aparecen en los relatos de la época como tan importantes como los fanfarrones norteamericanos que jugaban a la decadencia europea en Berlín y París.
Durante mucho tiempo, los dos países avanzaban por senderos paralelos. Los estados que luego formaron a los Estados Unidos de América declararon la independencia en 1776 y se convirtieron en una nación nueva en 1789. La vice-realeza de Argentina, parte del imperio español, fue derrocada en 1810 por rebeldes inspirados en la revolución norteamericana; en 1816, Argentina pasó a ser una república independiente.
Las economías de los dos países también eran similares: naciones agrícolas que empujaban a la población hacia el oeste, hacia zonas sin cultivar de los templados prados. En ambas naciones, el hacendado –el gaucho y el vaquero– se convirtió en símbolo nacional de coraje y de independencia. Pero hubo grandes disparidades en la forma que eso sucedió. Estados Unidos prefirió distribuir las tierras nuevas entre individuos y familias; la Argentina las puso en manos de unos pocos terratenientes ricos.
Desde la fundación de las colonias, Estados Unidos tuvo la suerte de haber importado muchas de las prácticas agrícolas del norte de Europa. Los productores agrícolas de la “Nueva Inglaterra” provenían mayormente de Gran Bretaña, Alemania y los Países Bajos, y habían traído con ellos la tradición de tener agricultores calificados en las pequeñas granjas. Argentina, por el contrario, tuvo una historia de unos pocos terratenientes ricos en grandes extensiones de tierra que habían dejado los españoles y el elitismo aristocrático que vino con ella. También tenía escasez de mano de obra. La inmigración masiva en la Argentina llegó después del siglo XIX, pero el país tuvo que correr su frontera entre tierras cultivadas y sin cultivar con poca gente.
Ambos países se abrieron al oeste, Estados Unidos al Pacífico y los argentinos hacia los Andes, pero tampoco lo hicieron de la misma manera. Estados Unidos favoreció los ocupantes ilegales; la Argentina respaldó a los terratenientes. Escaso de dinero, Buenos Aires descubrió que la mejor forma de alentar a los colonos era vendiendo grandes terrenos en áreas todavía no tomadas por los nativos. Pero una vez ganadas las batallas, los vencedores estaban exhaustos, los buenos trabajadores agrícolas escaseaban y las distancias desde la costa oriental hasta la frontera eran enormes. La mayoría de los nuevos propietarios de tierras simplemente delimitaron las amplias extensiones de pastizales con cercos de alambre de púa y los convirtieron en pastura.
El movimiento de Estados Unidos hacia occidente fue más democrático. El gobierno fomentó un sistema de pequeños emprendimientos familiares. Aún cuando vendía grandes extensiones de tierra, había pocas probabilidades de que surgiera una poderosa clase de terratenientes. A los ocupantes ilegales que tomaban parcelas como para una familia se les reconocieron sus reclamos.
Los ganaderos norteamericanos no dedicaron mucho tiempo a aprender los requisitos de ingreso para las escuelas inglesas de élite. Y además de criar ganado, los colonos occidentales cultivaban trigo y maíz. Para la década de 1850, Estados Unidos importaba un cuarto de millón de inmigrantes por año.
También llegaban inmigrantes a la Argentina, pero lo hicieron más tarde y contaban con menor capacitación –mayormente eran italianos e irlandeses con pocos conocimientos. En 1914, una tercera parte de la población argentina todavía era analfabeta. Estados Unidos importó las fuerzas especiales de la agricultura británica, y además una gran cantidad de trabajadores alfabetos y con conocimientos en el sector textil y otras industrias. Mientras tanto, Argentina tenía más tierra de la que podía trabajar eficientemente. Pero fue ya entrado el siglo XX cuando quedó claro que los cimientos estaban podridos.
La exageración sobre la naturaleza “sin precedente” de la economía globalizada del siglo XXI es equivocada. Hubo una enorme integración en los mercados de bienes, capital y (particularmente) de personas durante la primera “Era Dorada” de la globalización, que se produjo aproximadamente desde 1880 hasta 1914. La paz en Europa coincidió con el crecimiento de las ciudades y con ellas los consumidores urbanos. Rápidamente se desarrolló un sistema de comercio global mientras caían abruptamente los costos del transporte.
La producción se expandió masivamente. La carne vacuna norteamericana llegaba con frecuencia a las mesas de Europa. Las aceitadas cadenas de abastecimiento implicaban que lo lógico era concentrar la producción en unas pocas áreas, como ganado y trigo. Para fines del siglo XIX, la economía de la Argentina per cápita era mayor a la de Francia y una tercera parte superior a italiana. En pleno auge de las exportaciones en Argentina, gran parte del dinero era capturado por los terratenientes que, en general, lo gastaban en productos de consumo importados o en la adquisición de más tierras.
Las economías raramente se enriquecen sólo con la agricultura y Gran Bretaña había mostrando al mundo la siguiente etapa, la industrialización. Estados Unidos entendió que construyendo una industria manufacturera podría beneficiarse de las mejores tecnologías, algo que no sucedería si trataba de exprimir un poco más los granos de los mismos campos. No fue como si la Argentina conscientemente rechazara el mismo rumbo. Apenas podía evitar que siguiera creciendo su propia industria manufacturera. Pero cuando llegó la industrialización, los prejuicios prevalecientes garantizaron que fuera limitada y tardía. Las élites de la Argentina no vieron razón para arriesgar su status y sustentos en la inconstante nueva esfera; y, de todos modos, no había suficientes trabajadores nuevos para llenar las fábricas. La Argentina aplicó las mismas tendencias que tenía al sector agrícola, prefiriendo monopolios cómodos y seguros a la brutal peligrosidad de la competencia. Su bienestar descansaba en los precios de los productos agrícolas, que se mantenían sólidos frente los precios de los productos manufacturados, y en los mercados globales que seguían abiertos.
El siglo XX era un momento de mercados abiertos y arrebatados, un tiempo que premiaba las reacciones rápidas ante los acontecimientos sin precedentes. Una economía como la norteamericana, con un mínimo sector industrial, estaba bien posicionada para sacar ventaja. No sucedía lo mismo con una economía como la argentina, que se había vuelto gorda y complaciente, que no dejaba de pedir prestado divisas para producir granos y corned beef para los mercados extranjeros.
La Argentina creía que sus problemas habían surgido por haberse convertido en una colonia económica –exportando materias primas de bajo valor e importando productos manufacturados de valor alto. Había algo de cierto en eso, pero la solución de industrializar a costa de aislar la economía del resto del mundo, no era la respuesta correcta.
En 1944, una cumbre en Bretton Woods, New Hampshire, creó el sistema de tipos de cambio fijo y controles sobre el capital. El dinero de los especuladores debía estar subordinado a la producción de bienes y servicios reales. Para supervisar el sistema, la conferencia creó el Fondo Monetario Internacional. Estados Unidos y los europeos también comenzaron a hablar de reducir barreras comerciales, para terminar con el proteccionismo de la Depresión.
Argentina tomó la otra dirección y se negó a aplicar el principio de mercado abierto. Perón se refería al capital extranjero como un “agente imperialista”. En vez de enfrentar sus propios problemas, el elástico sentido de víctima se estiró para incluir a otras economías exitosas. Pocos compartían la obsesión de Argentina con sí misma. Una vez que Estados Unidos estuvo satisfecho con que Argentina tenía pocas probabilidades de aliarse con la Unión Soviética, se concentró en evitar que otros estados latinoamericanos lo hicieran.
Durante los siguientes 30 años posteriores a la segunda guerra mundial, la economía estadounidense progresó con la ola de comercio, tecnología y crecimiento que levantó a todos los países de Europa occidental. Algunos llamaron segunda era dorada a las tres décadas posteriores a 1945. La economía mundial estaba menos integrada que durante la primera, pero los beneficios del crecimiento se extendieron en forma más amplia y sostenida.
Mientras tanto, Argentina continuaba con la industrialización dentro de un país. Los aranceles promediaban el 84% a principios de los setenta, en un momento en que las barreras entre muchos países avanzados se estaban reduciendo y alcanzando cifras de un dígito. También gravaba las exportaciones: Argentina había sido una de las economías más abiertas del mundo a fines del siglo XIX, pero luego las exportaciones disminuyeron a sólo 2% de su ingreso nacional. En Estados Unidos, en 1970, la cifra equivalente era de casi 10% y crecía con rapidez.
El peronismo perduró, y realmente perdura: La actual presidente de la Argentina se describe como peronista, al igual que su predecesor, que resulta ser su marido. Un motivo es que, en forma limitada y bajo sus propios distorsionados términos, fue exitoso. El estado se fortaleció. El gobierno era dueño y dirigía no sólo los monopolios naturales como agua y electricidad sino también todo lo que era grande y estratégico: acero, químicos y fábricas de autos. La economía se industrializaba. Pero aún así se estaba quedando atrás. En 1950 el ingreso per cápita argentino duplicaba el de España. Para 1975, el español promedio era más rico que el argentino promedio. Los argentinos eran casi tres veces más ricos que los japoneses en la década de los ‘50; a principios de los ‘80 la relación se había revertido. El de Argentina era un progreso frágil y superficial que ocultaba una relativa declinación.
El 31 de agosto de 1955, los trabajadores inundaron la Plaza de Mayo en Buenos Aires para manifestar su apoyo al presidente Juan Perón, que había ofrecido renunciar.
Como se habían desalentado las exportaciones, la Argentina una y otra vez tenía problemas con su balanza de pagos. Aunque Perón fue expulsado del país en 1955 (volvería más tarde), el peronismo sobrevivió. Las generosas promesas de bienestar social que había hecho Perón a los trabajadores urbanos implicaban para el gobierno frecuentes déficits en sus cuentas. Y cuando la estabilidad del sistema de Bretton Woods se quebró a principios de los setenta cuando hasta Estados Unidos luchaba por lograr un equilibrio presupuestario, el rasgo característico de Argentina pasó a primera plana. Los argentinos quizás no sabían construir, pero definitivamente la mayoría sabía endeudarse.
A ningún país le fue bien en los setenta, excepto a los exportadores netos de petróleo. Hasta Estados Unidos tenía una inflación de dos dígitos, pero al menos podía seguir tomando préstamos en dólares. La ficción de que la Argentina todavía era un país del primer mundo debería haberse desintegrado en los setenta, cuando los crecientes precios del petróleo y la interrupción económica afectaron hasta a los gobiernos en buenas condiciones de navegabilidad, y Argentina había varias veces golpeado contra las rocas. En los países ricos, la década de los setenta presagiaba un giro hacia una mayor cantidad de administraciones y políticas de libre mercado, porque había desaparecido la confianza en la capacidad de los gobiernos de guiar a la economía. En Estados Unidos, eso finalmente significó la designación del severo Paul Volcker como presidente de la Reserva Federal. Los países avanzados vivieron huelgas, manifestaciones y escasez de petróleo, pero sobrevivieron y se estabilizaron.
Argentina, en cambio, giró hacia la dictadura militar. Una junta militar asumió el poder mediante un golpe en 1976, justo cuando la Casa Blanca estaba otra vez cambiando de manos en forma pacífica y de acuerdo a la constitución. Después de la desastrosa desaventura de tomar las simbólicas pero sin ningún valor económico Islas Malvinas, la junta también fracasó.
A eso siguió una “década perdida” de estanflación y conflictos. La hiperinflación en pocos meses aniquiló el valor de los ahorros de toda la vida.
En los ‘90, muchos mercados fragmentados de todo el mundo una vez más se disolvieron en uno. Al igual que la Era Dorada de fines del siglo XIX, los avances y retrocesos hacia la globalización fueron ayudados por el impulso que brindó la nueva tecnología, esta vez en información y telecomunicaciones, y no en buques y ferrocarriles. Tal como sucedió en la Era Dorada, Esta-dos Unidos y la Argentina eran ambos líderes del cambio. Y como había sucedido antes, Estados Unidos capeó las tormentas del cambio mientras la Argentina, habiendo prometido un crecimiento heroico, una vez más sucumbió a un error fatal.
En esta oportunidad, el orgullo estuvo personificado en el gobierno de Carlos Menem. Si bien tenía origen peronista, Menem se alejó del aislamiento económico y decidió que había algo útil que Argentina podía importar desde Estados Unidos: credibilidad. Vinculó el peso argentino al dólar estadounidense en forma irrevocable, o esa era la intención. Ese era un camino de alto riesgo. Argentina se había acostumbrado a imprimir todo el dinero que quería. En ese entonces, tenía que ganar dólares con una economía que se había olvidado cómo se exportaba. También era necesario controlar el gasto público. En realidad, la Argentina debía dejar de actuar como la Argentina.
Por un tiempo, pareció funcionar. La inflación cayó y la economía se estabilizó. El FMI, desesperado por encontrar un modelo globalizador que desfilara ante el mundo en desarrollo, equivocadamente comenzó a mostrar a la Argentina como un ejemplo. Pero una vez más el país demostró que era mejor para endeudarse que para generar ingresos. A medida que se secaba el mercado de capitales después de 1998, los inversores comenzaron a retirar dólares del país y, por lo tanto, también se vio obligado a disminuir la oferta de pesos. En países que controlaban sus propias monedas, como Estados Unidos, la seriedad de la desaceleración económica mundial de 2001 pudo minimizarse con inmediatos recortes de tasas de interés, el precio del dinero. La Reserva Federal de Estados Unidos redujo el costo del endeudamiento ese año, con lo que logró que la economía norteamericana soportara sólo una breve recesión pese a las enormes caídas en los inflados precios de las acciones tecnológicas.
En la Argentina, la escasez de reservas en dólares elevó las tasas de interés a niveles agotadoramente elevados, lo que provocó grandes problemas a las empresas y la quiebra de familias. En diciembre de 2001, el FMI le soltó la mano a la Argentina obligándolo a caer en la mayor quiebra soberana de la historia. El ingreso per cápita disminuyó casi una cuarta parte en tres años. En dos semanas el país tuvo cinco presidentes y se convirtió en el hazmerreír.
Sin embargo, en docenas de otros momentos durante los anteriores dos siglos podría haber sido al revés. De hecho, todavía podría serlo. Durante la segunda Era Dorada de la globalización, Estados Unidos tampoco era inmune al engaño de que todo estaba bien mientras pudiera seguir endeudándose. Durante los ‘90 y desde que comenzó el milenio, la economía estadounidense registra un déficit comercial aún mayor que financia mediante préstamos que toma en el exterior. Pero lo que disparó la crisis financiera en Estados Unidos fue la forma en que se estaba financiando domésticamente ese endeudamiento. Décadas de desregulación habían generado formas de endeudamiento y activos financieros tan complejos que ni siquiera los bancos que los vendían realmente comprendían lo que estaban haciendo. Se creía que los críticos eran pesimistas y se permitió que la burbuja inmobiliaria se inflara absurdamente. Se otorgaban hipotecas a personas con malos antecedentes crediticios, los argentinos del mercado de la vivienda estadounidense.
Si Estados Unidos no reconoce los defectos y los corrige, así como dolorosamente aprendió a hacerlo en la Gran Depresión, caerá la trayectoria de su riqueza y poder futuro. Su surgimiento no estaba predestinado, y tampoco lo está su continua supremacía.
Mientras tanto, la Argentina continuaba haciendo mal las cosas. Habiendo inicialmente anunciado con su habitual orgullo que la nación no se vería afectada, su gobierno decidió que una buena forma de ocuparse de la pérdida de confianza de los inversores sería apropiándose de las jubilaciones privadas del país.
En conclusión, sería acertado seguir apostando a que Estados Unidos encontrará el camino para salir de la crisis financiera y a que la Argentina continuará dañándose a sí misma. De las dos grandes esperanzas del hemisferio occidental a fines del siglo XIX, una tuvo éxito y la otra se estancó en el siglo XX. Fue la historia y las decisiones, no el destino, lo que determinó cuál de las dos se convirtió en qué. Es la historia y las decisiones lo que determinará cuál de ellas será qué dentro de un siglo.
Este artículo es un extracto del libro Argentina: The superpower that never was.
Ocupó el segundo lugar en el ranking de las notas más leídas del sitio www.ft.com en la semana del 18 al 24 de Mayo.
Fuente: El Cronista.com
Boletín Info-RIES nº 1102
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