Por Pilar Rahola
Adiós...
Por Pilar Rahola
Si “Dios es el corazón del mundo”, como dijo Vicente Ferrer, él era su latido
La muerte siempre es un vacío.
Un vacío tosco, siniestro, cuya ausencia de todo la convierte en el silencio más inquietante.
Por supuesto, son muchas las reflexiones que impone la muerte, y algunas tienen el sentido de la vida.
Pero ante su fría constatación, cuando no es una abstracción filosófica, sino un cuerpo inerte conocido, una mirada quebrada para siempre, el último vestigio de alguien que tuvo esperanzas, ilusiones, que construyó castillos de sueños y derribó algunos de ellos, y que caminó por la vida compartida, entonces la muerte es un golpe seco, ¡zas!, sin nada por decir.
Una nada.
Muchos hablan de la necesaria cultura de la muerte, del deber de entender el morir, como algo propio del vivir, de prepararse…
Pero soy de los que no quieren oír, ni pensar, ni prepararse para la muerte.
Y, sobre todo, soy de los que no quieren prepararse para la muerte de los que amo, incapaz de recoser el vacío agudo que me crea ese solo pensamiento.
Enganchada a la vida como una auténtica drogadicta, la concibo como algo total, indiscutible, eterno…, hasta que llegue el fin.
¿Pensar en la muerte?
En el último minuto, en el último aliento.
O, quizás, nunca.
A veces mueren de lejos.
Son gentes con las que nunca tomamos un café, ni dejamos que se escapara la arena del tiempo, en un ratito tonto y delicioso.
Ni sufrimos con ellos las cuitas de lo cotidiano.
Ni reímos, ni lloramos, ni nos abrazamos, ni nos acariciamos, ni dormimos juntos, ni sorbimos el néctar de las emociones.
Pero están ahí, en el paisaje de nuestra vida, como faros de luz que iluminan extensiones humanas, como pequeños hitos, que recuerdan lo sinuoso que es el camino. Esas gentes son bellas, nacieron bellas, se construyeron bellas, y su excepcionalidad nos convierte en algo más humanos, quizás menos pequeños.
¿Héroes de causas románticas?
¿Servidores de lo bueno, entre lo malo?
¿Amantes de los otros, más allá de todo egoísmo?
Sí, todo a la vez, pero sobre todo, sencillamente, seres humanos con luz.
A menudo esas criaturas únicas y maravillosas, basan sus motivos humanitarios en su fe religiosa, en esa idea intangible, más allá de toda idea, que parece tener algunas respuestas a nuestras dudas.
Dios, entonces, concentra lo mejor de su divinidad, porque adquiere la categoría de lo terrenal.
Y entonces, las montañas se mueven, los lugares inhóspitos, donde las criaturas deambulan como sombras rotas, adquieren techos, y camas, y medicamentos, y la esperanza deja de ser una palabra hueca.
Los vemos desde las pantallas del mundo, concentrados en su trabajo, asustados cuando les ponemos un foco de curiosidad, mirándonos sin entender nuestra vida sin contenido. O quizás, silenciosamente, compadeciéndonos.
Viven pobres entre los pobres. Viven sufrientes entre los que sufren.
Viven desarraigados entre los desarraigados.
Viven frágiles entre los más frágiles. Pero no son frágiles...
Son rocas de granito.
Y se ríen de nuestro miedo por las pequeñas tormentas, ellos que aguantan la embestida de los grandes tsunamis.
Cuando esas gentes únicas mueren, el dolor es distante, quizás suave, porque no son una realidad tangible, una voz, unos recuerdos.
Son mitos lejanos, casi abstractos, evocados en la imagen de sus eternas sonrisas. En algún momento se convirtieron en parte de nuestra geografía sentimental, pasaron a ser nuestros, y por ello su muerte nos deja desconcertados.
¿Ya no están?
¿Ya no veremos sus cuerpos delgados, moviéndose con frenesí por los rincones abandonados del planeta?
Y entonces, una sombra inquieta nuestro espíritu, se agazapa en él por unos instantes, y la tristeza nos hace compañía.
No los conocíamos, pero estaban ahí, velando por nosotros.
Y cuando mueren, el mundo se vuelve mucho más vulnerable.
“Dios es el corazón del mundo”, dijo Vicente Ferrer, pero él… era su latido.
Ha muerto, su paso comprometido por esta esquina del universo ha parado en seco y la Tierra se ha vuelto más inhóspita.
Solo es una muerte más, en el proceso inexorable del tiempo.
Pero hay muertes que nos dejan abruptamente huérfanos, desnudos de razón, débiles y solos ante nuestros miedos.
Esas muertes son tan brutales que apagan estrellas.
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El ex jesuita español Vicente Ferrer, falleció a los 89 años en Anantapur, localidad donde luchó contra la extrema pobreza, la mayor parte de sus vida.
Ferrer, natural de Barcelona y premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1998, llegó a India como jesuita en 1952, y aunque colgó los hábitos, dedicó toda su vida a ayudar a los más necesitados.
La Fundación Vicente Ferrer en India aporta proyectos de desarrollo en educación, vivienda, mujer, sanidad, ecología y personas con discapacidad en más de 2.000 pueblos del país, beneficiando a más de 2,5 millones de personas de las castas más bajas. La mujer y el hijo del cooperante han asegurado que seguirán con su trabajo
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