María Luisa Etchart (Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
En el 2030, a 100 años de mi nacimiento, mis nietos y nietas estarán viviendo en un mundo que apenas puedo imaginar.
Quisiera pensar que la humanidad, para esos tiempos, haya reflexionado sobre la ley de causa y efecto y la haya comprendido en toda su magnitud y haya, por fin, girado el timón hacia un modo de vivir que priorice el cuidado de los demás elementos que componen la vida en la tierra (nuestro planeta azul) y de los sentimientos de compasión y generosidad que deberían regir nuestras acciones cotidianas.
El comienzo de este nuevo siglo, el XXI, nos encuentra en un momento de caos universal, de valores materialistas y utilitarios, de uso indiscriminado de la violencia como forma de resolver problemas, de producción de chatarra armamentista y de insensibilidad hacia el otro, no importa quién éste sea, que no hace falta ser un genio para comprender que tiene y tendrá consecuencias irreversibles para la supervivencia.
¿Qué es la sustentabilidad?
Considerando el número creciente de habitantes en el mundo, los recursos no podrán satisfacer las necesidades de todos, si se insiste en considerar como necesidades el uso y la posesión de elementos cuya producción requiere el uso de cantidades increíblemente enormes de materias primas no renovables.
No hay lógica en que un solo ser necesite transportar su insignificante persona en vehículos que pesan toneladas, que contaminan el aire, que son verdaderas armas mortales que siegan vidas diariamente como si esto fuera sólo una parte de un derecho adquirido.
Tampoco es justificable que las llamadas naciones más desarrolladas se abalancen sobre las más débiles para apoderarse de su patrimonio, arrasando con inocentes y con culturas milenarias sólo para poder continuar la orgía de consumo de petróleo.
Cada árbol que se corta con propósitos utilitarios, cada veneno que se arroja a los cursos de agua, cada montaña de basura plástica que se descarta, cada especie animal que desaparece es un paso hacia un final fácilmente previsible.
Mi carta astral, que hace poco me llegó por el internet, dice que soy demasiado inflexible, que sostengo mis puntos de vista con demasiada rigidez y no tengo capacidad para considerar con ecuanimidad otros puntos de vista.
Como verán no titubeo en hacer público mi defecto capital, mientras reservo las que podrían ser mis virtudes porque no son propiamente obra mía sino una parte del bagaje con que nací y que no me canso de agradecer.
Como desconozco las reglas que gobiernan el universo (si las hay), no tengo respuesta para casi ningún interrogante que me haya planteado seriamente a lo largo de mi vida y tal vez por eso he debido apelar a la observación, mezclada con una gran dosis de intuición, para llegar a unas pocas conclusiones que me permitieran desenvolverme en un mundo que me resulta casi siempre incomprensible, especialmente en lo que a acciones humanas se refiere.
Me sigue maravillando que una simple semilla contenga todo el conocimiento necesario para transformarse en un árbol, parecido pero no totalmente igual a otro árbol que irá creando formas aparentemente caprichosas que purificará el aire, dará sombra a quienes bajo él se guarezcan, conducirá por sus raíces el agua de la lluvia que no utilice para crecer y alimentar, así, las napas subterráneas de agua que es el elemento vital para la vida.
A él recurrirán pájaros, abejas, ardillas, lagartijas, y muchas otras formas de vida, buscando a veces sustento, a veces protección.
Allí estará, erguido, a veces florecido y cumplirá su función generosa sin otra expectativa que ser y contribuir a que otros sean.
En el momento preciso lanzará su simiente y en algún período de su vida comenzará a declinar y morirá de pie, en silencio, con absoluta dignidad como corresponde a quien ha cumplido con su deber.
Las formas de la naturaleza tienen el particular encanto de aceptar ser lo que son sin pretender querer sobresalir, destacarse, perdurar, acumular, es decir sin caer en los errores humanos.
La flor se abre, llena de color y aroma, sin importarle que la admiren, sin envidiar a otra de mayor belleza, tiene la suerte de “no medir” y de contentarse con ser.
El ser humano, en cambio, ha dejado atrofiar sus mejores capacidades para desarrollar su poder de medición.
Cuánto tienes, cuánto cuesta la propiedad a que aspiras, cuánto mides, cuánto cuesta la prenda de ropa de marca que codicias, cuál es el rating de cada programa, cuántos goles convirtió tu equipo favorito, cuántos puestos de trabajo traerá el TLC, y así hasta el cansancio.
El motivo de la vida parece haberse centrado en cifras que incluyen, ¡oh, sorpresa! hasta cuánto cuesta obtener un “pacto con Dios” al que puede accederse mediante una simple llamada y que te garantiza que el Supremo te concederá lo que le pidas, que puede ser desde una camioneta nueva hasta el riñón que te falta, según promocionan, entusiastas, los “espirituales” de Enlace TV.
Como si fuera un mantra, basta que alguien en una reunión pronuncie las palabras sagradas “millón/es de dólares” para que casi todos los presentes sientan nublarse sus ojos y aunque sea en silencio se confiesen dispuestos a hacer cualquier cosa para acceder a lo que se ha convertido en la mayor bendición a que se puede o debe aspirar.
Los filósofos y pensadores de otrora, que generosamente dedicaron gran parte de su vida a buscar respuestas, verdades, que ayudaran a sus semejantes a lograr una vida más plena, han quedado sepultados en el olvido.
Los que tuvieron el don de predecir futuros como Orwell, Huxley, Bradbury, estarían tal vez sorprendidos de haber acertado en sus predicciones.
Y, aunque hipócritamente se guarda la fachada de religiosidad y todos ponen cara de evangélicos, si apareciera una réplica de Jesús de Nazareth, desgreñado, sin tarjeta de crédito ni estudios formales, tratando de echar a la gente de los templos y demandarles que “amen al prójimo como a sí mismos” o asegurando que “antes pasará un camello por el ojo de una aguja que un rico entre al reino de los cielos”, dudo que fuera invitado a un programa de TV o que ante él los países estuvieran dispuestos a deponer las armas y a abrazar fraternalmente al enemigo que inventan cada tanto.
Sin embargo, quiero compartir una cartita que me llegó por misteriosos caminos y que pudiera contribuir a la “gran reflexión” que tenemos como tarea prioritaria los humanos.
La misma dice:
- “Hola, una vez más les agradezco la invitación a participar de sus “fiestas” pero debo admitir que estoy muy cansado, después de casi 2010 años, de que usen mi nombre para patrocinar tales eventos.
Al que le encanta todo esto es a Claus, que cada día está más gordo y tiene la risa más siniestra.
Le ha ido muy bien, especialmente en los últimos años en que lo han nombrado miembro del directorio de varias corporaciones por su participación en el aumento de ventas y ganancias.
Pero yo nada tengo que ver con este despliegue de abundancias.
Donde yo nací no había pinos, así que jamás vi uno, ni nieve, ni luces de colores y mucho menos paquetes con regalos suntuosos llenos de moños.
Nunca fui “popular” en ninguna universidad, ni practiqué deportes de competencia, salvo mis largas caminatas tratando de hablar con la gente, jamás tuve empleo fijo, ni seguro social, no participé en política, ni tuve guardarropas, ni títulos de propiedad, ni acumulé nada salvo compasión.
No usé cosméticos, ni desodorantes, por mi aspecto personal con pelo y barba desgreñados no me permitirían la entrada a ningún mall ni me invitarían a ningún programa de televisión.
Jamás me perdonaron que tratara de echar a los mercaderes del templo, o que dijera que antes pasaría un camello por el ojo de una aguja que un rico entraría al reino de los cielos.
Pero como había hombres y mujeres que parecían fascinados con mi prédica, organizaron religiones, reinos y países encargados de diluir mis palabras y usar sólo algunas para plasmar organizaciones donde predomina el poder y el dinero y que se dedican a predicar el temor entre los más pobres y más débiles.
Hasta se crearon ejércitos pertrechados de armas cada vez más letales y se inventaron motivos para cruentas guerras una y otra vez, se contaminó al planeta, se arrasó con sus recursos y se creó un sistema cada vez más injusto y alienante, la ciencia se prostituyó y a pocos les importó el prójimo.
Últimamente, hordas de “pastores” entrenados en el norte, recorren las casas asegurando que ellos saben interpretar lo que el Señor espera de cada uno (ofrenda y diezmo de por medio) y prometen prosperidad a cambio de “hacerse socio” de Él.
Curiosamente, el sermón que di en el Monte parece haber sido sepultado en el olvido.
Así que no me esperen este año.
Estaré muy ocupado consolando a los enfermos, plantando semillas para reponer los árboles talados, tratando de ahuyentar las emisiones de dióxido de carbono e intentando multiplicar los panes y los peces para saciar el hambre de millones de desposeídos”
¡Feliz Claus!
J. de N. (Jesús de Nazareth)
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