"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

sábado, 10 de abril de 2010

NOTICIAS del Bicentenario - Claves del futuro

Pasado y nación o mundo y futuro
El verdadero dilema de la Argentina.
Los desafíos de la globalización.
Por Fernando Iglesias *

Si algún despistado sostuviera hoy que la actual empresa Ford es superior a la de 1910 porque fabrica mejores automóviles, fácilmente se le respondería que la Ford de entonces era la primera empresa automovilística del mundo, producía más de la mitad de los autos del planeta, había creado el más exitoso de la época y aplicado con tal éxito su esquema de producción en cadena que daría nombre al entero ciclo histórico: el del fordismo. Comparar ese pasado de gloria con el raquitismo dependiente de los salvatajes estatales de la actual Ford sería un evidente despropósito.
Pero lo que es evidente en el campo de la tecnoeconomía no suele serlo en el político-social (lo que, dicho sea de paso, explica bien el desencanto general con una política jurásica nacionalista-industrialista incapaz de resolver los problemas de una era posnacional y posindustrial).
De manera que está de moda criticar a la Argentina del primer centenario comparando su performance con la de la Argentina actual.
Es cierto: el país de aquellos años era escasamente democrático e igualitario; pero así eran todos los países del mundo: injustos y elitistas para los parámetros actuales.
En todo caso, basta observar la dirección de los flujos migratorios para entender cómo eran y cómo son las condiciones de vida en nuestro país respecto de los países de su misma época, evitando esa curiosa ceguera asincrónica con la que suelen mirar la realidad los pseudohistoriadores de hoy.

El Bicentenario evoca la historia de una Argentina exitosa a inicios del siglo XX que perdió la eficiencia y la competitividad económicas sin alcanzar la justicia social, que destruyó su modelo republicano sin transformarse en una nación de iguales y que extravió su lugar en el concierto mundial y nunca más logró encontrarlo.
La Argentina de entonces era un país cosmopolita, integrado al mundo y que miraba con optimismo el futuro (un país progresista, diríamos hoy), y el mosaico de sus fuerzas políticas era un muestrario de las tendencias imperantes en la triunfante Modernidad previa a las guerras: el anarquismo, el comunismo y el conservadurismo tenían aquí dignos representantes, y existían abundantes embriones liberales y socialdemócratas, fuerzas que estaban destinadas, en todo el planeta, a ser las impulsoras del cambio y la modernización social.
Todo ello se fue perdiendo, paulatina y trágicamente, con la irrupción en el escenario de una teoría pretendidamente telúrica que copiaba lo peor de las tradiciones nacionalistas que llevaron al colapso europeo.

Esa tradición postulaba a la nación y a su pasado, y ya no al mundo y el futuro, como claves explicativas de lo existente y centro único de la reflexión intelectual y la actividad social.
Me refiero al revisionismo histórico, y a sus dos vertientes: la elitista, ligada al Ejército, la Iglesia y los sectores más conservadores de la sociedad, que terminó irrumpiendo con violencia en el ámbito institucional con el golpe de Uriburu y tuvo en Videla su expresión más trágica y desolada; y la populista, que diluyó el carácter republicano e institucionalista del radicalismo, desembocó en el peronismo y gobierna la Argentina de hoy.

El principal éxito revisionista –y motivo central de los reiterados fracasos de un país sometido al control de sus dos alas y a la batalla, muchas veces sangrienta, entre ellas– fue destruir el indudable cosmopolitismo y la decidida orientación al futuro de la Argentina del primer centenario, convirtiéndola en su fracasado remedo actual, que perdió casi todo sin ganar casi nada y que cree que la nación y su pasado pueden proveer todas las respuestas en un mundo signado por el cambio acelerado, la explosión de los viejos paradigmas y la globalización. Un péndulo elitista-populista que ante sus reiterados fracasos, discordantes respecto de países vecinos cuya situación de desarrollo es (¿era?) similar a la nuestra, postula el pensamiento crítico pero jamás acepta analizar los postulados que guían el comportamiento de sus dirigentes y sus ciudadanos, prefiriendo solazarse con alguna explicación paranoica que abreve en el complot externo y la conspiración interna como razones de la autodemolición.

Una apropiada celebración del Bicentenario debería concentrarse pues en discutir las oportunidades y amenazas que se abren para el país en el contexto de la incipiente sociedad global del conocimiento y la información.
Más proyectos para digitalizar la escuela pública y disminuir la enorme brecha que separa a los hijos de padres que pueden comprar una computadora de los hijos de los que no pueden, y menos polémicas sobre el primer peronismo y las razones de la derrota en la Vuelta de Obligado.
Sobre todo: nada de idealizaciones del pasado, incluida la del Primer Centenario, ni de versiones de la Historia como eterno-retorno disfrazadas de progresismo, que eternizan al niño que hace décadas aprendió a admirar a San Martín y sugieren subrepticiamente que las tareas necesarias para edificar una Argentina exitosa en el siglo XXI son las mismas que en los dos siglos anteriores.

No lo son, y creerlo llevaría a un fracaso tan grande como el que sufrirían los gerentes si intentaran resucitar el Ford T y la vieja y querida cadena de producción.

Revista NOTICIAS

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