Congreso paralizado.
El boicot kirchnerista al Poder Legislativo es una variante más sutil de lo que hizo Fujimori en Perú.
Por James Neilson / Revista NOTICIAS
Ilustración: Pablo Temes
Detrás del conflicto de poderes entre el Ejecutivo por un lado y el Legislativo y el Judicial por el otro, cuyas alternativas cotidianas desprestigian a todos los involucrados, está un conflicto aún más básico entre dos modalidades políticas muy diferentes.
Los Kirchner y quienes aún los apoyan confían en que los instintos autoritarios de una parte sustancial de la población, y el temor a que el país se hunda una vez más en una crisis institucional exasperante, les permitan recuperar el terreno que han perdido desde que Cristina tomó el relevo a Néstor.
Por su parte, los líderes opositores esperan que, por una amplia mayoría, la ciudadanía privilegie el respeto por la Constitución y por las reglas, tanto las escritas como las no escritas, que son propias de la democracia.
Los Kirchner apuestan a que en vista de lo alarmantes que son las posibles alternativas, el país se conforme con una democracia esquelética, una reducida a un Poder Ejecutivo caprichosamente arbitrario; los opositores quieren creer que está preparado para una más completa, por complicada y en ocasiones frustrante que resulte ser.
El matrimonio patagónico tiene buenos motivos para querer frenar la evolución política del país, ya que de transformarse en una democracia madura estaría en condiciones de obligarlo a rendir cuentas por asuntos tan turbios como el destino de los fondos de Santa Cruz, el aumento explosivo de su patrimonio personal, las fortunas acumuladas por docenas de individuos que, como el ya emblemático Ricardo Jaime, han prosperado de manera espectacular gracias a su ayuda y muchas cosas más.
De funcionar las instituciones nacionales como es debido, muchos kirchneristas no tardarían en encontrarse en apuros, de suerte que es comprensible que estén reaccionando de manera irascible, cuando no histérica, frente a las embestidas opositoras.
Aunque Cristina Fernández de Kirchner sea una presidenta insólitamente débil, equiparable en tal sentido con José María Guido, puesto que, como la buena esposa tradicional que sin duda es, deja que su marido se encargue de todos los asuntos importantes, el que se haya acostumbrado a obedecer las órdenes del jefe de la familia aun cuando le parezcan insensatas, no ha impedido que el Gobierno que formalmente encabeza sea el más exageradamente presidencialista desde los días de esplendor del general Juan Domingo Perón.
Así y todo, hasta que se le ocurrió a Néstor Kirchner que sería una idea genial permitir que Cristina se vistiera de presidenta por un rato, su voluntad de tratar a la Argentina como si fuera una versión aumentada de la provincia de Santa Cruz no molestaba demasiado. Antes bien, muchos lo felicitaban por haber recuperado la autoridad del Poder Ejecutivo, lo que a su juicio fue su logro más impresionante.
¿Han cambiado tanto las circunstancias que el país ya no necesita un “piloto de tormentas” mandón de principios éticos llamativamente heterodoxos? Hasta hace poco, pareció que sí, pero con el propósito de enseñarle que sería prematuro tratar de prescindir de sus servicios, Kirchner se ha puesto a sembrar tormentas por si la gente decide que es el único capaz de dominarlas. Espera poder ganar con relativa facilidad la competencia entre él y el rejunte opositor legislativo por ser la Argentina un país en que el Congreso suele tomarse por un lugar frecuentado por impotentes parlanchines que no entienden lo que es gobernar.
Mal que bien, todavía abundan los convencidos de que, a menos que haya un caudillo fuerte en la Casa Rosada, el país no tardará en hacerse ingobernable. En otras épocas, la mentalidad así supuesta dio pie a un sistema político en que se consideraba normal la alternancia de gobiernos civiles endebles o caóticos con regímenes militares presuntamente más eficaces que repararían los destrozos ocasionados por los políticos no uniformados.
Por más de cuatro años, pocos se sintieron ofendidos por la arbitrariedad autocrática de los Kirchner –o sea, por el “estilo K”–, pero al esfumarse la popularidad de la pareja gobernante, las dificultades comenzaron a multiplicarse. Desgraciadamente para los Kirchner y sus allegados, es una cosa actuar como un dictador elegido cuando uno cuenta con el apoyo de casi la mitad de la población del país y pocos prestan atención a lo que dicen los legisladores, y otra muy distinta hacerlo con buena parte de la sociedad en contra y, para más señas, cuando en el Congreso hay políticos que dentro de poco serán candidatos presidenciales.
Antes de diciembre del 2007, la oposición estuvo dispuesta a resignarse a la prepotencia de Néstor y el didacticismo altanero de Cristina; a partir de entonces, cree que ha llegado la hora de obligarlos a entender que los tiempos han cambiado y que, por mal que les pesara, los santacruceños tendrán que adaptarse a una realidad política que no cabe en “el relato” triunfalista que se han confeccionado y que se resisten a abandonar.
Para los Kirchner, la única realidad que vale es la que fue registrada por las elecciones presidenciales en las que Cristina derrotó a sus rivales por un margen holgado. En su opinión, todo cuanto sucedió después, incluyendo a las elecciones legislativas de mediados del año pasado, carece de significado. Así, pues, el matrimonio cree tener todo el derecho del mundo a continuar gobernando a su antojo hasta diciembre del año que viene y cualquiera que se anime a discrepar es forzosamente un enemigo de la democracia y por lo tanto del pueblo argentino. Como dicen una y otra vez sus partidarios en el Congreso, incluso proponerse debatir las medidas oficiales es el colmo de la irresponsabilidad, un atentado imperdonable contra el bienestar futuro de los argentinos.
Huelga decir que desde el punto de vista de la oposición y, a juzgar por las encuestas de opinión, de aproximadamente el 70 por ciento de los habitantes del país, es aberrante la actitud asumida por los Kirchner al negarse a respetar los resultados del voto popular porque no les convinieron. Aun más aberrante fue su voluntad de informarles a los integrantes del Poder Legislativo que, a menos que se dedicaran a cohonestar todas sus iniciativas, sus propios legisladores boicotearían las sesiones, de tal forma aprovechando lo difícil que es para las heterogéneas huestes opositoras alcanzar un quórum sin la ayuda de los oficialistas. Es que, lo mismo que Alberto Fujimori cuando era presidente de Perú, Néstor y Cristina toman el Congreso por un nido de conspiradores obstruccionistas de cuya presencia pueden prescindir. Aunque a diferencia de “el chino”, no les es dado ordenar a las Fuerzas Armadas clausurarlo por completo, parece evidente que les encantaría hacerlo.
Hostigados así por una pareja que se resiste a aceptar que por ser la Argentina una democracia le corresponde actuar conforme con ciertas reglas, los legisladores opositores se enfrentan con una serie de dilemas nada agradables. Si no pueden hacer valer sus derechos constitucionales en el Congreso, se verán ante la tentación de recurrir a métodos extraparlamentarios, lo que no les sería nada fácil porque el grueso de la ciudadanía, si bien desaprueba las tácticas a menudo brutales favorecidas por los Kirchner, no parece interesado en participar de protestas callejeras masivas contra los esporádicos intentos oficiales de paralizar al Poder Ejecutivo y, para que no queden dudas sobre quiénes mandan, para intimidar al Judicial, discriminando abiertamente entre los jueces “malos” que se dejan seducir por el canto de sirena opositor y los “buenos” que saben muy bien que les corresponde colaborar con los dueños del país.
Por lo pronto, los referentes opositores se han limitado a ensayar medidas propagandísticas, ya que es poco probable que las que han propuesto tengan las dramáticas consecuencias concretas previstas. Liderados por el vicepresidente Julio Cobos, el que, para la furia del oficialismo, difundió una solicitada en que nombró a los senadores que se habían negado a trabajar, amenazó con multarlos descontando el 20 por ciento de sus dietas y les advirtió que, si insistieran en prolongar la huelga, correrían el riesgo de ser llevados al recinto por la fuerza pública, los senadores opositores procuraron romper el bloqueo ordenado por Néstor Kirchner.
Según el jefe de Gobierno, Aníbal Fernández, al procurar aplicar así un reglamento del Senado Cobos se comportaba como “un nazi” o “fascista” que, luego de terminar con los legisladores, organizaría la persecución de quienes viven juntos sin casarse, musulmanes, judíos y católicos. A juicio de Cobos, el “fascista” es Aníbal Fernández. Si bien el martes pasado la oposición por fin logró reunir a los diputados necesarios para celebrar un debate malhumorado en torno al DNU que usó Cristina para echar mano a las reservas del Banco Central, para entonces rechazarlo, poniendo fin así al paro oficialista en la Cámara baja, pocos creen que en adelante el gobierno procure reconciliarse con sus adversarios. Según la lógica de poder de los Kirchner, ceder significa confesarse derrotados. Por lo demás, no pueden sino entender que, si comenzaran a batirse en retirada, pronto se verían abandonados por legisladores que están dispuestos a escoltarlos hasta las puertas del cementerio pero no tienen ninguna intención de permitirse ser enterrados a su lado.
Boletín Info-RIES nº 1102
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*Ya pueden disponer del último boletín de la **Red Iberoamericana de
Estudio de las Sectas (RIES), Info-RIES**. En este caso les ofrecemos un
monográfico ...
Hace 2 meses
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