"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

sábado, 30 de julio de 2011

ARGENTINISMOS - Martín Caparrós

Kirchnerismo

sus. mas. sing., argentinismo: peronismo actual.
Reducido grupo de políticos de origen peronista que gobernó el país en los últimos ocho años. Su núcleo duro está formado por un difunto, el doctor Néstor Carlos Kirchner, una presidenta, la doctora Cristina Elisabet Fernández viuda de Kirchner, y cinco o seis personas más.
2. fig.: Movimiento efímero organizado alrededor de los antecitados, integrado por sectores y personajes de pelajes claramente diversos.

(...)

La Argentina sigue hundida en lo que alguna vez llamamos la paradoja neoliberal. Hemos hablado tanto de la quiebra del Estado, de la destrucción del Estado; hemos hablado tanto del rechazo a la política, de la desaparición de la política. Pero -de un modo perverso-, gracias a esa destrucción, el Estado y la política nunca tuvieron tanta influencia en la vida de tantos argentinos.

La paradoja es que ese Estado deshecho consiguió que dependieran de él más personas que nunca. La estructura clientelista es una consecuencia de los dos cambios más decisivos de la Argentina de fin del siglo: la destrucción de la industria nacional que produjo un aumento exponencial de la pobreza -de la cantidad de pobres- y el deterioro de los servicios del Estado -la educación y la salud pública. Entre ambos, dejaron a millones de personas sin empleos genuinos ni garantías de atención. El efecto más importante de los cambios sociales y económicos introducidos por los neoliberales antiestatistas fue que, para muchos millones de argentinos, el Estado y la política es su única fuente de ingresos: millones que viven de subsidios, planes y empleos estatales.

Están, para empezar, las familias de los cuatro millones de chicos que reciben la Asistencia Universal por Hijo (ver Modelo), y el millón, aproximadamente, que recibe otros subsidios. Pero, además, el Estado argentino en sus distintos niveles es el primer empleador del país con mucha diferencia. En la Argentina hay 11 millones de asalariados; alrededor de un 30%, más de tres millones, son empleados por la Nación, provincias, municipios y empresas estatales. En muchos casos -es muy difícil calcular cuántos- no son puestos de trabajo genuino sino subsidios encubiertos que refuerzan la dependencia de quien los recibe -y de sus familias- hacia quien se los da.

En general, esos empleos y subsidios son discrecionales: para conseguirlos hay que tener algún contacto con el amigo del puntero que es amigo de ese amigo del secretario del subsecretario de Planeamiento Agrícola. O sea: hay que relacionarse con la política y, cuando esos políticos son desplazados, el mapa se conmueve; muchos, entonces, votan a los que están en el poder justamente para que eso no suceda: lo que solemos llamar clientelismo. Por lo cual la política está más presente que nunca antes. Hubo tiempos en que relacionarse con la política era, si acaso, una elección: alguien tenía un trabajo y elegía dedicar cierto tiempo más o menos libre a mejorar el mundo derredor; ahora es, para tantos, la única forma de seguir comiendo.

Menem lo hizo. O, dicho de otra forma: el que lo hizo fue el Estado “liberal”. Que el efecto más visible de quince años de hiperliberalismo -“achicar el Estado es agrandar el país”- haya consistido en aumentar hasta niveles inéditos la dependencia de millones y millones de argentinos de los estados nacionales y provinciales y sus patrones políticos parece, a primera vista, una paradoja extraordinaria. Yo desconfío de las primeras vistas.

Una vez más, el problema de los juicios de intenciones: cómo saber si hubo dirigentes que pensaron que, si conseguían que la Argentina se quedara sin aparato productivo, mucha gente dependería del Estado y, por lo tanto, les resultaría más manejable. Digo: si alguien pensó en crear las condiciones para que el clientelismo asistencialista -directo o disfrazado- fuese la forma central de subsistencia de un buen tercio de los argentinos. Si creyera que nuestros dirigentes -no sólo los políticos, también los empresarios y otros dueños- son más inteligentes que lo que son, pensaría que hicieron todo lo posible por destruir el país, por inventar esta pobreza: es lo que les garantizó, durante todos estos años, la supervivencia en el poder. Quizás lo hayan hecho, quizás no. A veces creo que no; no porque sean más morales que eso -la mayoría no lo es-, sino porque son notoriamente más estúpidos. Pero, voluntario o no, éste fue el resultado de la famosa democracia, gloria y loor.

Ese clientelismo del empleo público, en cualquier caso, es la forma en que se aplica eso que solemos llamar “feudalismo” de las provincias argentinas. Que también fue favorecido por el neoliberalismo peronista de otra forma: hubo tiempos en que la autonomía -la “feudalización”- de las provincias estaba recortada por el peso de un Estado central fuerte, con mandos efectivos, con palancas. La educación, por ejemplo, venía en buena parte de la Nación, la salud algo menos, los transportes -ferrocarriles, aviones, carreteras- eran nacionales, los combustibles, la energía, las comunicaciones. El peronismo de los noventas desarmó ese Estado central: queriendo o sin querer, abrió el camino para esta autonomía de los caciques provinciales -esto que, ahora, muchos llaman feudalismo, en vez de federalismo.

Y abrió al mismo tiempo las puertas para una estructura curiosamente unitaria, donde el Estado central -sus gobernantes- sólo puede imponer su voluntad política con el control discrecional de la transferencia de recursos de la Nación a las provincias. Así se ve cómo provincias claramente cercanas al gobierno -con Santa Cruz a la cabeza- reciben infinitamente más que las que no lo son: que en 2010 el gobierno nacional gastó 21.800 pesos en obras y subsidios por cada santacruceño, y menos de 6.000 por cada mendocino, santafesino, jujeño, correntino o misionero. Tanto que, últimamente, los candidatos oficialistas en provincias y municipios lo blanquean: basan sus campañas electorales en que su cercanía con el gobierno central va a conseguir obras y dineros para sus territorios. Es una de las numerosas maneras en que el peronismo del dos mil aprovecha las bases sentadas por el peronismo de los noventas: en que el kircherismo usa las bases menemistas. Y es, en última instancia, una reproducción a gran escala del modelo clientelar: igual que cualquiera de sus empleados innecesarios, los gobernadores deben portarse bien -militar en la línea síseñor, síseñora- si quieren que el patrón presidencial de turno se digne tirarles un hueso. Son las pequeñas delicias del Estado peronista.

Son las bases. A partir de allí, ya asentado su poder, ya recuperada cierta confianza en la delegación, ya emprendida la reconstrucción del Estado, el peronismo actual pudo empezar a construir su “país normal”. Sobre esa construcción tratan muchas de las páginas siguientes.

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