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Caricatura de Alfredo Sabat

sábado, 17 de septiembre de 2011

El país de los sonámbulos

SCHOKLENDER
Las graves revelaciones del ex apoderado de Madres de Plaza de Mayo tendrán nulo efecto electoral.

Por James Neilson *

Ilustración: Pablo Temes.
Revista NOTICIAS

En algunas partes del mundo, se da por descontado que el mérito principal del sistema democrático consiste en que sirve para repartir el poder de tal manera que ni siquiera un gobierno apoyado por una mayoría aplastante sería capaz de monopolizarlo, pero en la Argentina, las instituciones son tan débiles que hasta la primera minoría de turno suele caer en la tentación de creerse hegemónica.

Parecería, pues, que, para extrañeza del resto del género humano, por un rato el país quedará atrapado en el excéntrico relato oficialista si, como se prevé, en octubre Cristina consigue derrotar a sus rivales desconcertados por un margen insultante.
Aunque últimamente la Presidenta ha dado a entender que es consciente de que, en el caso de que la economía mundial se precipitara en una nueva recesión, el país se vería perjudicado por los problemas comerciales resultantes, razón por la que está procurando obligar a los sindicatos a conformarse con aumentos salariales que serían decididamente módicos según las pautas recientes, la rodean personajes, los llamados “jacobinos” de La Cámpora, que no se caracterizan por su cautela. Para ellos, la hegemonía ya es un hecho.

Así las cosas, nos convendría prepararnos para enfrentar una etapa turbulenta. Aquí, los triunfos electorales consagratorios, los que sirven para brindar la impresión de que, por fin, el país ha optado por cerrar filas detrás de un caudillo iluminado o, si se prefiere, un “proyecto nacional” consensuado, casi siempre se han visto seguidos por desastres descomunales atribuibles a la fe excesiva de los ganadores en su propia capacidad para modificar la realidad.

Es lo que sucedió luego de que, en septiembre de 1973, más del 60 por ciento votó por la extravagante fórmula Perón-Perón con la esperanza ingenua de que su respaldo entusiasta la ayudara a salvar al país de sí mismo, y después de los comicios de 1928 en que Hipólito Yrigoyen aventajó a su contrincante más cercano por casi 40 puntos, una hazaña electoral que Cristina espera superar.
En ambas ocasiones –y también en 1995 cuando Carlos Menem fue reelegido–, se trataba de premiar a dirigentes por los servicios ya prestados, no de manifestar aprobación de sus respectivos programas de gobierno.
Como sonámbulos, los votantes marchaban hacia el futuro con los ojos firmemente cerrados.

La resistencia a pensar en el mediano plazo, y ni hablar del largo, parece ser inherente a la cultura política nacional.
Por cierto, no hay motivos para suponer que la adhesión multitudinaria a Cristina que se vio reflejada en los resultados de aquella “megaencuesta” del mes pasado haya tenido que ver con lo que se habrá propuesto hacer en lo que sería su segundo período en la Casa Rosada, ya que nadie sabe muy bien lo que tiene en mente...
Por razones comprensibles, Cristina misma es reacia a entrar en detalles.
Antes bien, fue una forma de expresar el deseo voluntarista de que el presente consumista, producto ya del viento de cola que sopla desde China, ya de las bondades del “modelo” que se ha improvisado, se prolongara por algunos años más y que a nadie se le ocurra reducir los subsidios de los que tantos dependen para mantenerse a flote.

En el clima conservador, contrario a cambios que podrían resultar ingratos, que se ha difundido por el país, no sirven para nada los esfuerzos de los candidatos opositores o de los agoreros mediáticos por llamar la atención a las deficiencias patentes del “modelo” coyunturalmente vigente.
Es que la mera idea de que acaso haya llegado la hora de pensar en alternativas al statu quo asusta al electorado, razón por la que la mayoría no quiere oír críticas que, de tomarse en serio, la privarían de la ilusión de que al país le aguarda un futuro, sin crisis tremendas como las que tantas veces han arruinado la fiesta luego de una época de bonanza incipiente, que sea por lo menos soportable.

Una consecuencia del estado de ánimo actual es que temas que en otras circunstancias tendrían un impacto muy fuerte en la opinión pública son tratados como si fueran meramente relatos.
Es como si la inflación, la manipulación impúdica de las estadísticas económicas y sociales por parte del INDEC intervenido, el delito violento ya rutinario, la irrupción de los carteles narcotraficantes, el enriquecimiento sorprendente de tantos personajes próximos al poder o la corrupción ya ubicua fueran en buena medida patrañas inventadas por opositores resentidos y por lo tanto carecieran de importancia en el mundo real que, insisten los militantes oficialistas, tiene poco en común con la versión ficticia construida por los medios periodísticos.

Puede preverse, pues, que sea bien escasa la repercusión política de las revelaciones escandalosas que está formulando Sergio Schoklender acerca de lo que ocurrió, y con toda seguridad sigue ocurriendo, en la relación del kirchnerismo con sus socios “estratégicos”.
No es que la gente lo crea un mentiroso, sino que no le parece del todo preocupante que una agrupación estrechamente vinculada con el Gobierno como la Asociación de las Madres de Plaza de Mayo aporte dinero a sus campañas proselitistas o que tenga cuentas bancarias en el exterior.
Al fin y al cabo, nadie ignora que, como subrayaba Néstor Kirchner, para hacer política se necesita mucha plata y que, si bien los métodos utilizados para recaudarla pueden considerarse heterodoxos, para no decir ilegales, se supone que los emplean todos los partidos habidos y por haber y que por lo tanto sería muy injusto ensañarse con Cristina por respetar las costumbres locales en esta materia tan aburrida.

Es verdad que de vez en cuando sectores influyentes reclaman medidas contundentes destinadas a reducir el nivel de corrupción que, de acuerdo con organizaciones como Transparencia Internacional, está entre los más altos de América Latina, lo que es mucho decir, pero el gobierno kirchnerista se ha blindado contra el peligro así supuesto aliándose con quienes de otro modo estarían encabezando una feroz campaña moralizadora como la que tanto contribuyó a desprestigiar al gobierno de Menem a ojos de la clase media urbana.
Por lo demás, como nos recuerdan tanto los voceros gubernamentales más vehementes como la “Madre” por antonomasia, Hebe de Bonafini, escuchar a lo que dice Schoklender y, peor aun, pedirle explicaciones al Gobierno por lo presuntamente sucedido, equivale a atentar contra los derechos humanos.

Por ahora, Cristina, sus colaboradores y los intelectuales orgánicos que se han encolumnado detrás de sus banderas pueden mofarse de quienes acusan a los integrantes del Gobierno de ser una banda de corruptos codiciosos que se las han arreglado para acumular fortunas envidiables a costa de sus compatriotas, que hablan pestes de un “modelo” proteccionista basado en el capitalismo de los amigos que, según ellos, ya se ha agotado, y que para rematar vaticinan que su eventual profundización o radicalización significaría una fase de saqueo que depauperaría a buena parte del país.
¿Por qué dejarse conmover por tales alegatos?
A partir del 14 de agosto, el oficialismo cuenta con el respaldo fervoroso del grueso de los sindicatos y de los lobbies empresariales más locuaces, además del apoyo de la mitad –que tal vez alcance en octubre el 60 por ciento–, del electorado.
El poder, y la impunidad que, según afirmaba el difunto Alfredo Yabrán, siempre lo acompaña, son suyos.

A juicio de muchos “jacobinos” kirchneristas, les corresponde aprovechar la oportunidad que se ha presentado para “cambiar la historia” del país, pero puede que Cristina entienda que no sería de su interés creer que el período de gracia que disfruta desde las primarias durará para siempre.
Aunque algunos sospechan que su supuesta moderación es solo un truco y que, una vez contabilizados los votos, iniciará una ofensiva furibunda contra los últimos reductos opositores, comenzando con el defendido por el Gran Satanás Clarín, es por lo menos posible que haya aprendido del destino de otros gobernantes plebiscitados que pronto descubrieron que en esta vida los cheques en blanco suelen resultar falsos y que las mayorías imponentes pueden derretirse en un lapso muy breve si uno se entrega al triunfalismo que suelen estimular.

De todas formas, el que a esta altura nadie, con la hipotética excepción de Cristina misma, parece saber lo que le gustaría hacer en los años próximos, es de por sí suficiente como para justificar el nerviosismo que tantos sienten en vísperas de elecciones cuyo resultado no está en duda.
Para muchos, votar por Cristina será una forma de mantener a raya un futuro que saben amenazador.

Tomar la voluntad mayoritaria así expresada por una invitación a poner en marcha la felizmente demorada revolución setentista sería cuando menos un error peligroso.
Si Cristina está por anotarse una victoria electoral de dimensiones históricas, es porque una proporción nada desdeñable de los habitantes del país apuesta al continuismo y desconfía de las promesas de opositores que –es de suponer– procurarían llevar a cabo cambios profundos, no porque se haya puesto a reclamar una ruptura espectacular de la clase que quisieran quienes fantasean con un país radicalmente distinto del que efectivamente existe.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald

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