Guillermo Almeyra / Diario La Jornada de Méjico
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner obtuvo
con 54 por ciento de los votos, como es obvio, un importante respaldo político
no sólo frente a sus adversarios –que, además de ser minoría, están
irremediablemente fragmentados– sino también dentro de su propio partido, donde
conviven los que colaboraron con la dictadura y con Menem, los del Opus Dei,
los agentes de los trust soyeros y de otros terratenientes, con sindicalistas e
intelectuales progresistas de centroizquierda.
Por eso, a mes y medio de las elecciones, nadie sabe
quién va a integrar el gabinete ministerial, a pesar de que el ministro de
Hacienda tendrá que renunciar –porque ahora será vicepresidente y presidirá el
Senado– y de que el jefe de gabinete es hoy senador y deberá ser remplazado, al
igual que otro ocupante de un cargo estratégico, el de ministro de Agricultura,
que ahora es diputado.
Todos los nombramientos dependen de la decisión de
una presidenta que se siente por encima de todo y de todos, y por eso se
permite decirle en público a su vice, tras calificarlo de cheto de Puerto
Madero (en porteño, pirruri del barrio más caro de Buenos Aires):
Yo
te nombré vicepresidente, y llamar familiarmente el vasco
Mendiguren a José Ignacio de Mendiguren, el presidente de la poderosa Unión
Industrial Argentina que agrupa a las grandes empresas trasnacionales y
locales.
Los votos parecen haberle dado las características
bonapartistas de un Napoleón IV en versión de país atrasado.
Pero una cosa son los sufragios y otra el poder
real.
Lo que Cristina Fernández llama modelo sólo es el
resultado de una relación particular y frágil con el mercado mundial.
O sea, de la exportación de materias primas
(particularmente soya), que mantienen un alto precio porque son el refugio de
la especulación, al igual que el oro y otros productos de la minería que
Argentina exporta, y del aumento de la competitividad de la industria, todo lo
cual es favorecido por el consumo del Mercosur y el crecimiento de los mercados
chino e indio.
Pero los grandes exportadores de granos son
trasnacionales al igual que las grandes empresas automotrices y de la
alimentación que lideran la exportación de productos industriales, todos los
bancos son extranjeros y extranjera es también la producción de petróleo y la
propiedad de la aplastante mayoría de los servicios.
Ellos son el poder real, porque controlan la
obtención de las divisas que permiten el funcionamiento del Estado y el
asistencialismo clientelista (subsidios a los capitalistas y a los consumos
populares, subsidios familiares y a los desocupados, planes
distributivos-caritativos para los sectores más débiles).
Los votos populares no corresponden, además, a una
organización política cristinista, porque no se canalizan hacia un partido
justicialista que no es tal sino una bolsa para distribuirse puestos entre
tribus dispuestas en su mayoría a venderse al mejor postor.
Y porque los charros de la Confederación General del
Trabajo –conservadores, millonarios, matones en sus respectivos gremios– son
mantenidos por el gobierno, forman parte del aparato estatal pero, para
conservarse en sus puestos, deben lograr algo para sus bases, que presionan y
buscan democratizar los sindicatos y, por consiguiente, no pueden aceptar los
planes gubernamentales de erosión de los salarios reales mediante la inflación
o de su reducción lisa y llana, quitando los subsidios a los servicios
esenciales (luz, gas, transporte), que son salarios indirectos.
La idea gubernamental sobre la Unión Nacional, que
pareció haberse plasmado en la obtención de la mayoría aplastante de los votos
(o sea, en el voto pluriclasista de obreros, campesinos, clase medieros e
incluso industriales deseosos de mantener sus ganancias), se hunde cuando ese
frente electoral momentáneo se agrieta como resultado de la crisis mundial.
Porque los industriales exigen subsidios para
mantener su tasa de ganancia pero, debido a la devaluación de la moneda
brasileña y a los problemas que enfrenta Brasil, así como a la crisis en Europa
y al enfriamiento de la economía china, ya no existen los excedentes
suficientes para sostenerles y, al mismo tiempo, para distribuir a los
trabajadores y a los sectores más pobres.
La economía argentina depende de factores que no
controla, como el precio de los alimentos y del petróleo, la capacidad de
resistencia de Brasil, su principal socio y comprador, los efectos de la crisis
económica y de la posible crisis social en China.
Ni está blindada ni es independiente.
Para quedar bien con el FMI hizo la fanfarronada de
pagarle toda la deuda argentina en contante y de un solo golpe, pero ni
siquiera se independizó de ese organismo porque éste es la expresión financiera
organizada del poder imperialista de Estados Unidos, que subsiste y condiciona.
Si no hay modelo tampoco hay un progresismo estable,
porque éste depende de la lucha contra los planes capitalistas (la minería, la
supresión de derechos sindicales y la reducción salarial) y el gobierno
”progresista” es defensor del capitalismo aunque lo haya debido hacer en las
condiciones que le fueron impuestas en diciembre de 2001 por la protesta
violenta del pueblo de Buenos Aires (cuya capacidad de movilización, en la
actualidad, se manifiesta en continuas pobladas barriales o en manifestaciones
constantes).
Además, para los explotados y oprimidos de todo el
país el voto en favor de Cristina Fernández no fue un cheque en blanco sino una
demostración de unidad y de repudio a la política neoliberal (que Cristina
Fernández se prepara a profundizar, sin tapujos ni paños tibios)
No
fue un voto al neo desarrollismo extractivita de un gobierno bonapartista:
Fue
un voto para conservar lo que está en peligro y contra la llegada a Argentina
de la solución del capital financiero a la crisis del capital.
El gobierno más votado deberá, seguramente,
enfrentar la resistencia popular más amplia.
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