"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

martes, 27 de diciembre de 2011

Esa inmensa pequeñez



Convencidos de que todo gira a nuestro alrededor, nos inventamos dioses que nos tutelan los miedos

PILAR RAHOLA

Soy una ávida lectora de las noticias sobre el cosmos, cuya inmensidad me maravilla a pesar del agujero negro de mi ignorancia.
No hay mejor antídoto contra la prepotencia humana que saber los millones de años de una estrella o los trillones que tardaríamos en llegar a los confines conocidos.
En la magnífica entrevista que hace unos días le hizo Josep Fita a la astrofísica Pilar Ruiz-Lapuente, miembro del equipo que ha ganado el Nobel de Física por el descubrimiento de la aceleración en la expansión del universo, decía:
 "Nunca podremos llegar a ver la totalidad del universo. Existe un horizonte de sucesos. El límite son 13.700 millones de años multiplicado por la velocidad de la luz", y añadía que cuanto más lejos miramos, más antiguo miramos, porque las emisiones de una galaxia tardan miles de millones de años en llegar a nuestro planeta.
Millones de años, trillones de estrellas, confines infinitos, las incógnitas del principio del universo y los interrogantes del futuro, todo a unas dimensiones que el cerebro de los terrenales nunca podría alcanzar, a excepción de esas mentes privilegiadas como las de Pilar Ruiz-Lapuente, que están fuera de la dimensión humana.
Más que superdotados son cerebros en estado puro.

Sin embargo, aunque no alcancemos la comprensión de la inmensidad cósmica, sí deberíamos asumir el baño de humildad que tal inmensidad produce.
Vista con la lupa pequeña, la Tierra es una descomunal olla de grillos, regida por una especie animal dominante, cuyo instinto depredador arrasa con miles de otras especies, se reproduce como si fuera una plaga, pone al límite la sostenibilidad del cuerpo que le permite la vida y trabaja para llegar al colapso con la irresponsabilidad propia de la inconsciencia.

Ciertamente los humanos somos capaces de los hitos más extraordinarios, y ahí están las obras de arte, el pensamiento profundo, los descubrimientos científicos, los avances médicos.
Pero también es evidente que nuestro instinto destructivo no tiene parangón en la naturaleza.
Convencidos de que todo gira a nuestro alrededor, nos inventamos dioses que nos tutelan los miedos, incapaces de entender que sólo somos una mota del gran polvo del universo. 
Sin embargo, cuando esa lupa pequeña se cambia por el ojo de un telescopio, y la Tierra pasa a ser un planeta perdido entre miles de millones, adosado a una estrella entre otros miles de millones, nuestro etnocentrismo resulta patético.
Es entonces cuando deberíamos rebajar la arrogancia con la que contemplamos la vida, y entender que no somos los protagonistas del universo, sino uno más de sus experimentos.
Sin embargo, no seremos capaces de hacer tal ejercicio de humildad, demasiado soberbios para asumir nuestra brutal irrelevancia.

Lo dijo Einstein y es palabra de sabio:
"Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro"

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