Convencidos de que todo gira a nuestro alrededor,
nos inventamos dioses que nos tutelan los miedos
PILAR RAHOLA
Soy una ávida lectora de las noticias sobre el
cosmos, cuya inmensidad me maravilla a pesar del agujero negro de mi
ignorancia.
No hay mejor antídoto contra la prepotencia humana
que saber los millones de años de una estrella o los trillones que tardaríamos
en llegar a los confines conocidos.
En la magnífica entrevista que hace unos días le
hizo Josep Fita a la astrofísica Pilar Ruiz-Lapuente, miembro del equipo que ha
ganado el Nobel de Física por el descubrimiento de la aceleración en la
expansión del universo, decía:
"Nunca
podremos llegar a ver la totalidad del universo. Existe un horizonte de
sucesos. El límite son 13.700 millones de años multiplicado por la velocidad de
la luz", y añadía que cuanto más lejos miramos, más antiguo miramos,
porque las emisiones de una galaxia tardan miles de millones de años en llegar
a nuestro planeta.
Millones de años, trillones de estrellas, confines
infinitos, las incógnitas del principio del universo y los interrogantes del
futuro, todo a unas dimensiones que el cerebro de los terrenales nunca podría
alcanzar, a excepción de esas mentes privilegiadas como las de Pilar
Ruiz-Lapuente, que están fuera de la dimensión humana.
Más que superdotados son cerebros en estado puro.
Sin embargo, aunque no alcancemos la comprensión de
la inmensidad cósmica, sí deberíamos asumir el baño de humildad que tal
inmensidad produce.
Vista con la lupa pequeña, la Tierra es una
descomunal olla de grillos, regida por una especie animal dominante, cuyo
instinto depredador arrasa con miles de otras especies, se reproduce como si
fuera una plaga, pone al límite la sostenibilidad del cuerpo que le permite la
vida y trabaja para llegar al colapso con la irresponsabilidad propia de la
inconsciencia.
Ciertamente los humanos somos capaces de los hitos
más extraordinarios, y ahí están las obras de arte, el pensamiento profundo,
los descubrimientos científicos, los avances médicos.
Pero también es evidente que nuestro instinto
destructivo no tiene parangón en la naturaleza.
Convencidos de que todo gira a nuestro alrededor,
nos inventamos dioses que nos tutelan los miedos, incapaces de entender que
sólo somos una mota del gran polvo del universo.
Sin embargo, cuando esa lupa
pequeña se cambia por el ojo de un telescopio, y la Tierra pasa a ser un
planeta perdido entre miles de millones, adosado a una estrella entre otros
miles de millones, nuestro etnocentrismo resulta patético.
Es entonces cuando deberíamos rebajar la arrogancia
con la que contemplamos la vida, y entender que no somos los protagonistas del
universo, sino uno más de sus experimentos.
Sin embargo, no seremos capaces de hacer tal
ejercicio de humildad, demasiado soberbios para asumir nuestra brutal
irrelevancia.
Lo dijo Einstein y es palabra de sabio:
"Hay
dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy
seguro"
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