Blog El País
Cuando las guerras forman parte del pasado, es muy
difícil saber de ellas.
Conocemos lo que ocurrió por los historiadores, por
los periódicos de la época y las fotografías que quedaron, por las cartas que
se enviaron quienes habitaron aquel infierno, por los datos burocráticos que
confirman que aún se conservaban las actividades propias de cualquier país:
nacimientos y muertes, tamaño de las cosechas, emisión de papel moneda, venta
de billetes de tren, etcétera.
Lo más difícil es recuperar lo que vivieron y
sintieron y pensaron las mujeres y los hombres que padecieron un conflicto,
fuera el que fuera.
Lo ha hecho escribiendo cuentos.
Frente a la novela, que permite un desarrollo más
amplio de los personajes y de los asuntos que los ocupan, se ha hablado de
ambición de totalidad, el relato tiene la capacidad (y la intensidad) de
atrapar un momento, una situación, un problema, un gesto: son como fragmentos
que irrumpen e iluminan lo que ocurrió en unas circunstancias concretas.
La trilogía de la guerra civil (Galaxia Gutenberg /
Círculo de Lectores) es, así, una colección de esquirlas que contienen todo el
dolor, la esperanza, el miedo, la soledad y la minúscula colección de infamias
que se desencadenaron en España tras el golpe de un grupo de militares rebeldes
contra la República.
Y que incorporan también los temblores de la carne y
la fuerza del erotismo y del amor, que aparecen como ángeles custodios de la
condición humana en determinados momentos para transmitirles a las criaturas
que ven que su mundo se hunde que la vida sigue siendo posible.
"Nada se olvida, todo queda y pervive igual que
a mi lado aún bisbisea una conversación que solo se hace perceptible si me
hundo por el subterráneo del recuerdo", ha escrito Zuñiga en el relato que
abre Largo noviembre de Madrid.
"Todo pervivirá: solo la muerte borrará la
persistencia de aquella cabalgata ennegrecida que fueron los años que duró la
contienda"
Lo que Juan Eduardo Zuñiga ha sabido recoger es cuanto queda fuera de la marcha incansable de la historia.
Lo que nunca se refiere, lo que se olvida.
Lo que Juan Eduardo Zuñiga ha sabido recoger es cuanto queda fuera de la marcha incansable de la historia.
Lo que nunca se refiere, lo que se olvida.
Las cosas que les pasan a los hombres y mujeres que
padecen una guerra, los detalles de su cuitas, cómo se escapan del dolor, cómo
abordan el sacrificio, cómo superan el miedo. ¿Qué pasó con cada uno de
aquellos jóvenes que, de un día para otro, se vieron empujados al frente a
disparara contra sus hermanos?
Zuñiga atrapa en Nubes de polvo y humo, uno de los relatos
de Largo noviembre de Madrid, lo que le está diciendo un muchacho a una
muchacha, "que él no gozaba matando, pero que si era soldado tenía el
deber de ir al frente, porque se lo habían pedido y no iba a matar
expresamente, sino a disparar apuntando lejos, a montones de tierra o
parapetos: yo no mato, solo disparo, y si mi bala destroza una cabeza, será el
destino de aquel hombre que yo, ciegamente y sin culpa, estoy cumpliendo".
Michel Foucault decía en El orden del discurso que
lo que buscaba a la hora de ponerse a escribir era una voz que viniera de lejos
a la que pudiera engancharse para seguir contando así las cosas de la condición
humana.
También Zuñiga parece escribir enganchado a aquellos
grandes escritores que han tratado la guerra, pero que han sabido sobre todo
explorar las múltiples capas del ser humano, sus recovecos, sus misterios, sus
extravagancias.
Como si fuera uno de los autores rusos que tanto
ama, también él es transparente (por elaborados que estén muchos de sus relatos
y su propia escritura) y tiene esa rara capacidad de acercarse a sus personajes
con una inmensa ternura y respeto.
Con una obsesiva manía por ser veraz.
Y quizá por eso, por contar la verdad de la guerra,
muchos de sus relatos están recorridos por el sexo y el amor.
Pienso en la pareja que se encuentra en secreto en
la panadería del cuartel del Conde Duque o en ese hombre que, en Puertas
abiertas, puertas cerradas, ve como la falda de un mujer se le sube al hacer un
movimiento y desea entonces "tener valor de empujarla hasta tenderla en la
alfombra, y buscar los botones, los broches, que, ya sueltos, permitirían
desembarazarla de ásperas telas…".
Está aquella Rosa que no siempre obtiene, en sus
locas correrías, "el espasmo que le aportase serenidad".
Y tanto otros y tantas otras.
Como esa pareja de El último día del mundo que un
día hace amistad con un extraño y se dedican a hacer "nada más que aquello
que les agradaba" y poco después el nuevo amigo ya no va a su habitación
"sino que amplió el lecho de la pareja y los tres, en la penumbra que
daba una vela rodeada de libélulas, se entregaron a
las sabias posibilidades del amor".
Vaya,
que los cuentos de Zuñiga siguen vivos, siguen siendo imprescindibles
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