"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

viernes, 23 de marzo de 2012

La censura tantea el terreno


Ayer y hoy


Por Pablo Sirvén | LA NACION

"Esta es una sociedad aparencial que tiende hacia la uniformidad. El razonamiento es que tratemos de ser todos iguales así estamos tranquilos."

Quien así se expresa es el más prestigioso periodista cultural y de espectáculos de la Argentina, Ernesto Schoo. La frase podría aplicarse perfectamente al momento actual, pero fue pronunciada ante quien firma esta nota para un dossier titulado "La censura en la Argentina", que publicó la revista Redacción en mayo de 1981.

Semanas antes, la dictadura militar había hecho su primer recambio "institucional" y consensuado (a Jorge Videla lo sucedía Roberto Viola por apenas nueve meses, desplazado más precipitadamente por "el general majestuoso" Leopoldo Fortunato Galtieri, según el generoso calificativo de la administración Reagan antes de desatarse la aventura malvinera).

La etapa de la represión más dura del Proceso de Reorganización Nacional apenas comenzaba a ceder. Pero ese mínimo ablandamiento ya resultaba de gran alivio como para que ciertas plumas y lenguas empezaran a soltarse y se animaran a un poco más. Por cierto, Hugo Gambini, director de Redacción, una publicación político-económica que imitaba en su diseño y en algunos de sus contenidos a Primera Plana (publicación a la que había pertenecido) se arriesgaba a dedicar la tapa de su número 99 a la temible y extendida censura, por medio de una separata de 16 páginas que me confiaron para entrevistar al respecto a calificadísimos referentes de la cultura argentina, como los escritores Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato, el director de cine Fernando Ayala, el autor teatral Roberto Cossa y el actor Alfredo Alcón y el mencionado Schoo.

Releer aquellas páginas 31 años después produce algunos escozores inquietantes. "Lo mejor -me dijo en esa ocasión Borges con exquisita ironía- sería que cada hombre fuera su propio censor, pero por el momento tenemos que resignarnos?"

Para no ser tildado de colaboracionista con aquel régimen -deporte intensamente ejercitado por los actuales amanuenses del poder- se hace necesario repetir una obviedad: la más imperfecta de las democracias es mejor que la más blanda de las dictaduras. Tampoco hace falta aclarar que la censura más desembozada ya no existe afortunadamente desde hace muchos años en la Argentina.

Desde que volvió la democracia se constatan avances permanentes para expandir la libertad de expresión: así, durante el gobierno de Raúl Alfonsín (1983-89), hubo gran difusión de los excesos de la dictadura y de los juicios a los represores, mientras que en paralelo finalizó la censura en el cine y la TV comenzó a sacarse de encima un montón de tabúes.

Ya en el turno siguiente, durante la presidencia de Carlos Menem (1989-99), emergieron poderosos multimedios, fue derogada la antediluviana figura del desacato y el periodismo de investigación tuvo su época dorada (aunque, paradójicamente, con escasos resultados en la Justicia en virtud de la "mayoría automática" de la Corte Suprema).

Entre 1999 y 2003, la honda crisis político-social propició una natural expansión del campo temático hacia nuevos fenómenos sociales, en formatos menos pasteurizados y concesivos y más urgentes y crudos.

El kirchnerismo, desde 2003 hasta el presente, contribuyó a la ampliación de esa libertad al fomentar el intenso debate público de los temas de derechos humanos, minorías sexuales y pueblos originarios, que no estaban incorporados a la agenda habitual. La no represión de la protesta social implicó al mismo tiempo elevar la tolerancia política y gremial en las expresiones callejeras, pero a un precio altísimo: perder para siempre la normalidad en la circulación del tránsito. No menos valiosa resultó la derogación como delitos de las figuras de calumnias e injurias y, según se mire, algunos aspectos puntuales de la ley de medios, la aparición de nuevas señales públicas y la TV digital terrestre.

Pero en los últimos nueve años, en paralelo, se vienen registrando importantes retrocesos en la materia que no cesan: manejo discrecional de la pauta oficial en relación directamente proporcional a la cercanía con el Gobierno; presiones sobre empresarios para que controlen sus críticas si no quieren tener problemas en sus negocios y restricciones a los funcionarios para que hablen lo menos posible con los medios que no son afines al oficialismo (y son contados los que se atreven a abrir el juego en las conferencias de prensa).

A eso se suman los constantes linchamientos virtuales de la intensa bloguera y twittosfera K sobre los medios, sus dueños y trabajadores; las campañas sistemáticas y diarias desde programas radiales públicos y privados, y el panfleto hiperkirchnerista 6,7,8 . Las diatribas y mordacidades continuas desde el estrado presidencial y desde otros altos cargos pretenden limar, difamar y hostilizar a medios y periodistas no dispuestos a repetir a coro el catecismo gubernamental.

La censura, pues, no ha vuelto como la conocimos en los peores tiempos de la Argentina, sino de manera indirecta y un tanto solapada: se "sugiere" que no se diga tal cosa, que no se escriba tal otra, y se descarga artillería pesada de desprestigio sobre los que no entienden esas razones.

Cualquier crítica es considerada "destituyente" y hasta un cercano al kirchnerismo, como lo es Gabriel Schultz, uno de los conductores de TVR, llegó a la conclusión de que "el que critica es tomado como un traidor".

Los adjetivos que no son ditirámbicos son decididamente declarados sospechosos y está mal visto tratar o investigar temas incómodos para el Gobierno (inflación, la sequía, el caso Ciccone, las importaciones, la inseguridad, el dólar, etcétera).

Los comisarios políticos de la palabra (periodistas e intelectuales afines, prestos a desollar a los que se expresan desde una vereda no declaradamente K) analizan línea por línea artículos e intervenciones públicas en busca de segundas intenciones y aviesas conspiraciones. Cualquier cuestionamiento resulta irrespetuoso y lesivo hacia la investidura presidencial.

Por cierto, Cristina Kirchner en persona ha hecho su propia contribución últimamente al frivolizar las palabras "nazi" y "antisemita" al solo efecto de contrarrestar notas de Clarín y LA NACION que no fueron de su agrado, episodio amplificado hasta el paroxismo por la ostensible usina oficialista, que se nutre sin cesar de nuevos medios y exaltados voceros. Ese corsé procura constreñir a aquellos que objetan cualquier obra o dicho gubernamental, para que la próxima vez se cuiden más si no quieren ser objeto de nuevos escarnios verbales o escritos. Se busca y se alienta el discurso único, como si el 54% de los votos justificara maltratar al 46% restante por sus disidencias.

Asusta, por eso, releer ahora lo que dijo Ernesto Schoo hace 31 años en un contexto muchísimo peor y que, aun así, la frase no haya perdido la menor vigencia. En aquel momento persistían todavía las nefastas listas negras, muchos todavía no habían encontrado las condiciones ideales para volver del exilio y la censura cinematográfica seguía siendo sistemática.

Las consecuencias eran devastadoras: la producción de libros se había reducido a la mitad en menos de un quinquenio y muchos títulos estaban prohibidos. La cantidad de público en los teatros, durante 1980, se había contraído en un 26,3% respecto de 1977. A la TV ni siquiera la salvó el color, que había llegado un año antes, y su rating se deprimía. Por su parte, el Instituto del Cine suspendía sus créditos y varias filmaciones se paralizaban o se dejaban de lado.

Afortunadamente, nada de eso ocurre ya, como no podría ser de otra manera, después de tantos años de vivir en democracia. Sería un insulto para el sistema si las mejoras en ese y otros campos no fueran abismales.

Sin embargo, se multiplican ahora las acechanzas que buscan condicionar la libertad de expresión. Lo que podría haber sido una bienvenida ampliación del espectro comunicacional -que haya varios relatos paralelos a los que brinda la prensa profesional-, en realidad no cuenta casi con discurso propio sino que su exclusiva razón de ser radica en contrarrestar lo que se diga o escriba desde la vereda no adicta al oficialismo, tergiversando o enfatizando sentidos y sugiriendo siempre que hay un complot escondido para hacer saltar la República por los aires.

En aquel dossier de 1981, Alfredo Alcón, que por entonces representaba Hamlet en el San Martín, me dijo que creía que "la lucha de los censores es contra el hombre que intenta pensar". Optimista, agregaba que "siempre, a la larga, el pensamiento surge con más fuerza y el censor queda en el recuerdo como un idiota".

El idiota de ahora es el que esconde debajo de la alfombra lo que anda mal, el que "descubre", de buenas a primeras, que las cosas siempre se dicen desde un lugar determinado y que clama por la "objetividad" absoluta. No lo es tanto, pero pretende tomar por idiotas a los demás, cuando consiente sus propios excesos de prensa militante, al tiempo que clama por un relato aséptico y soso que hunda a la prensa profesional en la indiferencia social, algo que está muy lejos de ocurrir.

La palabra "censura" -que en aquel dossier publicado aún en tiempos oscuros Schoo catalogaba como el nombre de la "enfermedad del alma argentina"- ha vuelto a ser meneada en estos días a propósito de las graves vituperaciones presidenciales a periodistas de los dos diarios de mayor circulación y por el extraño episodio Longobardi/Asís/Alberto Fernández.

Para poder pronunciar la palabra "censura" en la pantalla de C5N el martes último, antes Marcelo Longobardi debió decir todo esto: "Lo que ocurrió fue un accidente inesperado, una razón técnica, que en el contexto de la Argentina de hoy fue considerado censura". Es así: la censura obliga a más palabras, con menos sentido y más tufo a justificación.

Vuelve la censura por los laterales, en puntas de pie, como tanteando el terreno, pero a los manotazos (no sabría hacerlo de otra forma). Vienen tiempos difíciles en que lo intentará empecinadamente de una y mil maneras, tirando la piedra y escondiendo la mano.

Estar alerta para detectar y desnudar esas operaciones se torna indispensable. Por nuestro propio bien y el futuro de todos.

©La Nacion

No hay comentarios: