Antonio Martínez
El Manifiesto.com
En el pueblo alemán de Zentendorf (Sajonia) existe un hotel edificado íntegramente sobre un conjunto de árboles. Hace unos años, era el único hotel arborícola del mundo; hoy seguramente cuenta ya con imitadores.
El atípico hotel de Zentendorf recupera un perdurable sueño de la niñez: los niños se sienten instintivamente atraídos por la vida sobre los árboles -la mítica cabaña levantada sobre las gruesas ramas de un árbol centenario-, como un símbolo de la existencia primigenia del hombre, aún inmersa en la esfera lúdica que emana del carácter sagrado del mundo. El árbol, elevado sobre el nivel del suelo, es el espacio del espíritu, del juego, de la libertad, de la luz, de la ingravidez, de la imaginación. De pequeños, envidiábamos la casa de Tarzán, construida sobre un frondoso árbol, entre una maraña de lianas; hoy, admiramos las viviendas-árbol del austríaco Hundertwasser, apóstol de una revolucionaria ciudad arbórea, de un fascinante entrelazamiento entre el bosque y la ciudad.
Entendámoslo bien: no estamos hablando sólo de urbanismo -aunque también-, sino del tono fundamental de toda una civilización, de su gran matriz formativa. La idea consiste en abandonar una sociedad sin alma y retornar a la esfera del juego y la aventura. Vivir la vida como habitar una casa de Gaudí. Vivir en el árbol que es el eje del mundo, el centro del universo, como nos recordaba en su día Mircea Eliade. Por supuesto, no se trata de defender un neoprimitivismo ingenuo, sino de convertir la casa-árbol en el arquetipo de la sociedad futura con la que muchos soñamos. Vivir en el mundo como en una casa-árbol significa crear un universo de historias y aventuras, un mundo frondoso de ritos, libros, secretos, ceremonias y empresas sugestivas de todo tipo -el reciente salto de Felix Baumgartner constituye aquí un posible ejemplo a seguir-. Un mundo en el que ir a la escuela sea para los alumnos entrar en un espacio maravilloso. Un mundo construido en torno a la idea de orden -la alegre anarquía de Rabelais, paradójica fuente de orden-, bien diferente del que hoy padecemos, organizado -desorganizado- en torno al principio de la dispersión y del caos.
Vivir en los árboles: retornar al universo primigenio de los símbolos, volver a contarnos historias los unos a los otros, constituir cofradías esotéricas de lectores, recuperar el sentido religioso de los Juegos Olímpicos, experimentar la gravedad cero en un vuelo suborbital, tejer un rico tapiz narrativo en torno a las campañas antárticas del Hespérides. La existencia arbórea es lúdica, libre, aérea. En ella se vuelve a jugar con el mundo: el auténtico superhombre nietzscheano no es el león de la voluntad de poder, sino el niño que juega y baila con el mundo. A mi modo de ver, la sociedad del futuro debería adoptar como piedra angular la seriedad ingrávida del niño que juega y que sabe que no hay nada más importante que jugar.
Juguemos, pues.
Subámonos de nuevo a los árboles.
El laberinto de su fronda es -no lo dudemos- el mejor sitio para vivir.
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