Por Martín Caparrós
http://blogs.elpais.com/pamplinas/2013/04/cumplea%C3%B1os.html
Hoy mi padre cumpliría ochenta y cinco años; ya lleva muerto más de veintisiete.
Me falta poco para tener su última edad: ahora sé lo joven que era.
O como quiera que eso se llame: lo poco viejo, la tanta vida que podía esperar –pero no.
Hoy lo recuerdo porque es su cumpleaños, tantos otros días porque sí.
Y más ahora, de vuelta en el país que él dejó hace sesenta y cinco años, y al que volvió, sin querer, casi treinta después.
Lo pienso, me pregunto.
Lo imagino en Madrid, 1936.
Me pregunto cómo habrá sido ser un chico de ocho años en medio de los bombardeos, un chico de diez en la derrota más sangrienta, uno de doce con el padre preso; cómo habrá sido vivir del lado de los vencidos, tener que sufrir los ritos de los triunfadores: las misas, el colegio de curas, la prohibición de decir ciertas cosas, la amenaza constante del poder o el pecado.
Me pregunto qué habrá imaginado que iba a encontrar en la Argentina cuando sus padres, mis abuelos, entendieron que la guerra de Franco contra ellos y los suyos no se iba a terminar porque se hubiera terminado y buscaron la forma de escaparse.
Me pregunto cómo habrá sido para ese muchacho guapo, despierto, un poco frágil, tan víctima de su tiempo, pasar del silencio franquista a la ebullición de Buenos Aires 1948.
Me pregunto qué vio en aquel país de controversias, e imagino que un paraíso en construcción: contra la sombra de su España debía serlo.
Podía leer lo que quisiera, decir lo que quisiera, pensar lo que quisiera; podía incluso pelear contra el gobierno peronista que a veces intentaba impedírselo.
Podía, también, hacer amigos nuevos, cortejar chicas con sus ojos verdes y su historia romántica; podía tener la sensación de una vida por delante.
En esos años se hizo comunista, se recibió de médico, se casó con mi madre, se volvió psicoanalista y profesor, nos tuvo.
Era claramente un producto de su tiempo, intelectual de los sesentas: como tal, creyó que podría cambiar el mundo y que valía la pena.
En La Voluntad se cuenta cómo Ernesto Guevara lo invitó a ir a Cuba en 1964, cómo llegó recién en febrero de 1966 cuando Guevara ya no estaba, cómo Fidel Castro lo fue a visitar al cuarto de hotel donde paraba con mi madre:
“Esa noche, en el hotel Habana Libre, hacia la medianoche, Castro se presentó sin avisar.
La conversación duró hasta la madrugada.
Antonio Caparrós, que se había separado años antes del partido Comunista argentino, junto con Juan Carlos Portantiero y Juan Gelman, en una fracción que reprochaba a los ortodoxos su condena de la lucha armada, insistía sobre las posibilidades de una guerrilla en la Argentina.
Al principio, Castro estaba dicharachero y chistoso; después empezó a ponerse serio, casi dramático:
Les explicó por qué, si la revolución no se extendía por América Latina, la situación cubana se haría insostenible.
La habitación olía a humedad y la charla se hacía muy intensa.
Al final de la noche, Caparrós recibió el mandato de organizar un grupo que apoyaría, desde Buenos Aires, la guerrilla que Guevara estaba empezando a preparar en Bolivia.
Para eso, los cubanos le dieron algunos papeles, algún dinero y la promesa de unos cursos de instrucción militar, más adelante.
En marzo de 1966, de vuelta en Buenos Aires, Caparrós se contactó con alguna gente…”.
Son historias, no es lo que más me importa de él.
Aunque fue un gusto cuando, hace unos años, Tomás Eloy Martínez –otro que me hace falta– me regaló una grabación donde Perón, con su tono de pícaro de película barata, decía, desde 1970:
“Y sí, tenemos gente en todos lados. En la zurda lo tenemos a Caparrós…”.
Yo creo que algunas veces fue feliz.
Creía en un futuro, lo escuchaban, también sabía reírse...
Tuvo mujeres que lo quisieron, pacientes que lo quisieron, discípulos que lo quisieron, hijos que lo quisieron. Pero se diría que la vida –su vida– le exigió demasiado.
Todos decían que era brillante; para estar a la altura se tomó kilos de pastillas.
Sabía lo que hacía:
Había escrito su tesis doctoral sobre los efectos de ciertas anfetaminas en el cerebro humano.
Era brillante, y brillantemente se destruyó sin dejar una puerta de salida.
Yo le recuerdo otras cosas:
Los domingos en la cancha, sus amores peleados, sus gorras de cuadritos,
mi orgullo cuando lo admiraban, su cultura,
su cariño, sus corbatas pintadas,
su acento español y sus intentos de hablar en argentino,
nuestros ratos en el laboratorio revelando,
su perra, sus amigos, aquella vez que me llevó a conocer a Juan Perón.
Se entusiasmó con él, ganó, perdió.
En 1976 tuvo que escaparse y volvió a España.
Hay casos en que decir volver es un abuso de lenguaje.
Estaba en un país que no entendía, que no terminaba de gustarle –y que, para más mofa, habría debido ser el suyo.
Y las anfetas le pasaron todas las cuentas juntas: sus últimos años fueron difíciles y se murió sin avisar.
Hoy es su cumpleaños.
Yo lo extraño; a veces me pregunto qué me diría sobre esto o lo otro, qué pensaría, qué me aconsejaría, si le gustaría cómo le salí; a veces querría que me cuente qué quiso de su vida, qué esperaba, qué sospechaba, qué falló.
Hay tanto que me habría gustado conversar con él.
No parece que vaya a suceder, así que debo conformarme con soñarlo:
De tanto en tanto nos encontramos en sueños muy serenos, y es tan bueno verlo y escucharlo.
Y hoy, vaya a saber por qué, escribirlo.
Aunque éste no sea, supongo, el lugar indicado.
Por suerte hay cosas que nunca están en su lugar.
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