"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

domingo, 12 de enero de 2014

La República de las pasiones


Cuando la cultura se reduce a la política, la interpretación se concentra totalmente en lo político y, por último, nadie entiende la política, porque el pensamiento puramente político nunca podrá comprender la realidad política.
Milan Kundera

Vista de lejos, de fuera y, a veces, aun desde dentro, la literatura produce a menudo la impresión de no ser más que literatura.
Pero no se trata, en efecto, más que de una ilusión, debida en gran parte a una costumbre: creer que la literatura no es, en sentido estricto, más que el campo de lo imaginario: un mundo ficticio totalmente desligado de lo que, por otro lado, se llama realidad, racionalidad, lógica.
Es evidente que la literatura no pertenece, para nada, al dominio de la realidad y de la racionalidad donde se cocinan la física, la química, la sociología, la economía; pero no carece de su propia realidad.
Contra la costumbre de separar radicalmente la literatura de la realidad, se puede mirar a la literatura de otra manera: como una realidad que cuenta con su propio territorio y, además, con la posibilidad de relacionarse con otros territorios. La literatura es, así, una entre otras realidades. Es un.espacio simplemente diferente de otros espacios. Y es, al mismo tiempo, un lugar abierto, desde donde se puede incursionar en las profundidades de otros lugares, tal vez más herméticos, pero no inaccesibles para los recursos literarios donde anida el misterio de la poesía.

Vista de esta manera, la literatura no es sólo el dominio de lo imaginario y posee, por lo tanto, múltiples recursos para situarse más allá, o más acá, de su propio territorio.
Esto explica el hecho de que la literatura sea capaz de adentrarse, con relativa facilidad, en otros territorios: sueños, deseos, intercambios, energías, razones, locuras. Explica también el hecho de que, con frecuencia, sea capaz de observar a la sociedad con mayor detenimiento y perspicacia que las ciencias sociales, al pensamiento con mayor profundidad que algunos sistemas filosóficos, a los intercambios con mayor precisión que la economía, al arte que la estética, a las costumbres que la ética,a los sueños que el psicoanálisis. Artaud, Rabelais, Broch, Proust, Joyce, Musil están ahí para demostrarlo, al menos en lo que se refiere al pensamiento, las sociedades, los intercambios, las costumbres, las digestiones, las energías y los sueños. La empresa de Artaud en relación con el pensamiento sigue siendo un motivo de reflexión para quien se sitúa más allá de la conexión entre significante y significado: "Es esta antinomia entre mi facilidad profunda y mi exterior dificultad la que crea el tormento del que muero".

Broch no construye una estética del kitsch cuando dedica su tiempo a penetrar en las más diversas manifestaciones de esta peculiar forma del gusto. Reflexiona en torno a una atracción, que configura una manera de vivir y de pensar... o de no pensar.

Kafka ríe cuando hace escarnio de la burocracia viva que lo oprime.

Rabelais nos informa más y mejor de las maneras de vivir y de reir en su época que muchos libros de historia francesa del siglo XVI.

Es evidente que el alma rusa está en Gogol y en Dostoievski, y no en los libelos políticos de principios de siglo.

¿Porqué, entonces, la literatura no podría introducirse con la misma facilidad con que lo hace en otros dominios, en el campo del poder que, en teoría, está reservado a la filosofía de la historia y a la ciencia política?

De hecho, y aun contra la voluntad de los diktat metodológicos, así ha sido y no podía haber sido de otra manera, al menos en el caso de cuatro grandes escritores: Franz Kafka, Leonardo Sciascia, Milan Kundera y William Shakespeare.
Desde la particular perspectiva de cada uno de ellos, el poder jamás ha sido dibujado, ciertamente, como racionalidad o como lógica...
Esta visión del poder queda reservada a los historiadores, filósofos y juristas que lo presentan como hecho consumado (Maquiavelo), necesidad jurídica (Jean Bodin) o razón de estado (sobre todo en los siglos XIX y XX).
Literariamente, el poder es visto desde perspectivas que no son la del derecho, la ciencia política o la filosofía de la historia...
Es decir, como algo ajeno a la razón jurídica, política o histórico-filosófica, como algo que forma parte de una realidad que no es económica, ni política, ni social, como algo inaprehensible que no puede ser dicho o hablado, que no puede ser visto como causa o consecuencia de un proyecto, una descripción, un programa, una lista de principios inviolables o una certidumbre racional.
Desde sus diversos puntos de vista, estos autores han sabido mirar el poder sin querer mostrarlo como pueden ambicionar hacerlo un politólogo o un sociólogo.
Sin pretender minimizar en absoluto la manera como observan al poder Kafka, Sciascia o Kundera, resulta particularmente atractiva la manera como Shakespeare lo mira.
Resulta atractiva su mirada porque, cronológicamente, fue el primero en verlo al margen de ciertos códigos y convencionalismos jurídico-políticos. También es atractivo el hecho de que no siempre lo mire de la misma manera.
Pero la atracción se incrementa sobre todo a partir de la forma como mira Shakespeare el poder en Macbeth.

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Muchas veces se ha dicho que Shakespeare es el autor que mejor ha penetrado en las profundidades del alma humana.
Sin embargo, esta observación no ha dejado de ser, en muchos casos, mera alegoría, pues a fin de cuentas Shakespeare no fue --como induce a hacerlo creer la observación-- un filósofo de oficio, sino un dramaturgo.
Además, se ha dicho esto en relación con el amor, los celos, la avaricia...
Rara vez en relación con la amistad y el poder, no obstante que se trata de dos temas sobre los cuales vuelve Shakespeare a menudo, a lo largo de casi toda su obra.
Muchos de sus llamados dramas históricos lo demuestran claramente; pero hay uno de ellos que, al respecto, reviste un particular interés: Macbeth

Al igual que los llamados dramas históricos de Shakespeare, Macbeth está construido sobre la base de múltiples paradojas, en las que la conjunción y desempeña un papel fundamental y, en gran medida, nos sitúa mejor que la racionalidad jurídica o política frente al drama del poder y, por oposición, al tema de la amistad.

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"Fair is foul, and foul is fair" no es un simple juego de palabras, sino una toma de posición contra la corriente, o el sentido común de su época (que en cierta forma sigue siendo la nuestra), porque desde esta perspectiva las oposiciones convencionales: negro o blanco, bello o feo, bueno o malo, no tienen lugar en la mirada de Shakespeare.
Así, Macbeth, señor de Glamis, señor de Cawdor y usurpador de un trono, nunca puede ser visto, de manera simplista, como figura o representación del mal, y menos aún del Mal Absoluto.
Correlativamente, jamás hallaremos en Shakespeare el Bien Absoluto.
Quien hace pagar al criminal su crimen, como Macduff o, en otro contexto, Hamlet, no representa el Bien Absoluto.
De una u otra manera, el representante del bien es, en estos dos casos, alguien que, paradójicamente, al hacer el bien instaura a la vez, la posibilidad del mal: un crimen será siempre un crimen, aun cuando se trate del crimen de un asesino, pues el origen del mal no es siempre el mal, al igual que el origen del bien no es siempre el bien.
A menudo, nos dice Shakespeare, en el origen del mal está el bien, y viceversa.
La nobleza de una acción no siempre engendra bienestar y la maldad puede, eventualmente, engendrar bienestar.
He aquí una idea que, definitivamente, no cabe dentro de los códigos jurídicos, penitenciarios y políticos; una idea que no cabe dentro de ninguna concepción maniquea de la moral.

Hamlet y Macduff hacen pagar a los criminales sus crímenes matándolos; pero no por el hecho de que den muerte a criminales dejan de ser responsables de matar.

En el último acto de cada una de estas dos obras se descubre que el asesinato del criminal no lava el crimen, aun cuando se trate de restañar un honor maculado.
Sin embargo, no hay en esto unjuicio moral de Shakespeare.
Shakespeare no castiga las malas acciones de los buenos personajes, de la misma manera que no castiga la maldad con la acción vengadora del bueno.
Hasta cierto punto, se trata de algo inexplicable que cae o se revierte sobre la cabeza de los vengadores.
Al menos, este es el caso de Hamlet.
Pero también puede recaer un premio, inexplicable e inesperado, sobre alguien que da muerte a un criminal. Este es el caso de Macduff (cuyo destino ignoramos, pero podemos presuponer que la nobleza de su acción vengadora no excluye efectos contrarios) y el de Macbeth al principio de la obra, cuando su triunfo sobre el señor de Cawdor se convierte en premio, tal vez no imaginado o, al menos, antes de haberlo deseado.
A su vez, ese premio se convierte, inesperadamente, en el punto de partida del proceso en el que el bien le abre la puerta al mal, o en el que la noble y valiente acción recompensada por el rey no constituye sino el principio de una insaciable voluntad de poder a la que sólo el arma vengadora de Macduff pone punto final. Aunque, tal vez, sólo para dar pie a una nueva voluntad de poder que, en cierta forma, ya se esboza en el diálogo que sostiene con Malcolm en la escena tercera del acto cuarto.

En ausencia de un juicio de valor, lo inexplicable y lo Inesperado constituyen un dominio propio de la literatura y, más allá de ésta, de dominios como el del poder (político o amoroso) o el de la voluntad de poder. Macbeth no es más que un ejemplo (sueño o revelación) de lo que puede ocurrir, o de lo que bien podría no ocurrir: en la vida de las sociedades hay tiranos que dominan desde el momento en que usurpan el poder hasta su muerte; pero hay otros que no llegan realmente a dominar: mueren pronto, porque son asesinados, o porque, como lo sabía Maquiavelo, son incapaces de conservar el poder.

Macbeth es una obra donde lo imaginario es tan real como cualquier otra realidad, tan verdadero como cualquier otra verdad, tan material como cualquier cosa tangible, tan falible como toda posibilidad de error; y por esto mismo es tan imaginaria como lo real, tan verdadera como la mentira, tan intangible como lo material, tan infalible como lo falible. Y es precisamente esta no correspondencia y, a la vez, ausencia de real oposición conceptual la que torna particularmente difícil, para no decir irreal, la percepción maniquea del mundo en la que el bien está todo de un lado y el mal exactamente del lado contrario; donde hay hombres absolutamente buenos y seres terribles completamente malos.

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Un hombre como Macbeth imagina (cree o piensa) que aquello que quiere y va a obtener será tangiblemente real en los hechos, en su pensamiento y en sus sentimientos. Y aunque con cierta frecuencia se produce esta peculiar capacidad para imaginar, salvo excepciones se trata de un error, a menudo lamentable, como nos lo indica Shakespeare. Los sentimientos tienen razones que el pensamiento y los hechos desconocen. El pensamiento se equivoca cuando se toma por los hechos y cree dominar los sentimientos. Los hechos no se explican; se producen. Otro tanto ocurre con los sentimientos. Y es que,a menudo, no se puede hacer todo aquello que se quiere y, si se hace, con frecuencia, no se hace como se quiere.

Lo imaginario, pues, es real en Macbeth, cuando éste oye a las brujas, que no son brujas, sino que, por intermedio de la imagen, nos comunican su propia voluntad de poder. Y aun cuando se tratase de brujas verdaderas --es decir, de aquellas cuyos pactos satánicos, imaginados o reales, las conducían a la hoguera--, la verdad no anularía un principio de realidad: el hecho de que Macbeth haya escuchado a las brujas reales o fabricadas por su conciencia. Lo que importa, a fin de cuentas, es que la imagen o la materialidad de las brujas actúa sobre Macbeth. Y he aquí otra de las paradojas propias de Shakespeare: dueño de una lógica y de una capacidad racional indiscutibles, Macbeth sabe que puede conquistar todo el poder y, en su vigilia, es capaz de construir todos los artificios necesarios para llegar a él. Sin embargo, carece de algo más elemental que la simple lógica y la racionalidad: la sensibilidad y la prudencia de Ulises. Y por esto mismo oyó el canto de las sirenas --o de las brujas-- sin tomar las debidas precauciones: no se amarró al mástil, e hizo el camino que lo condujo hacia el lugar de donde procedía el sutil canto del poder. Tal vez fue más osado que Ulises; pero no más sensato. Podía haber oído el canto de las sirenas-brujas; es decir, caer en la tentación del poder; pero no sucumbir a ella: oír la fatal melodía sin atarse al mástil. Su osadía develó el misterio del canto y éste lo arrojó violentamente en el vacío cuando descubrió, hacia el final, que en el origen del canto no había nada, o peor aún: que al poder le sigue el vacío de poder, pues, en efecto, "la política tiene horror al vacío" que se crea en torno al usurpador y los cortesanos se convierten, así, en un universo poblado de sombras que torna la amistad imposible y en su lugar sólo queda espacio para la complicidad. Después de todo, el usufructo del poder puede ser también vacío de poder y, con cierta frecuencia, un tormento y una soledad a los que, desde el poder, no se puede escapar. Y no se necesita ser un asesino alamanerade Macbeth para descubrir esta evidencia: el poder que Hamlet ejerce sobre Ofelia también es sufrimiento y soledad.

Verdaderas o falsas, reales o imaginarias, las brujas-sirenas empujan a Macbeth a su caída. En cierto sentido, las brujas serían también los demonios que todos llevamos dentro, las pulsiones de muerte, la capacidad destructiva y autodestructiva, ese fondo misterioso de donde emergen las pasiones que catapultan a los hombres hacia la experiencia de lo desconocido y dan lugar a una tensión en la que la voluntad que se yergue como racionalidad se vuelve contra ésta. Pero, independientemente de cómo se le llame a estos deminios, el hecho es que Macbeth cayó en su propia trampa, e inmerso en el remolino del poder sólo pudo emerger transformado en cadáver. Voluntariamente, presa de sus demonios, Macbeth se arrojó al remolino. Después, cuando quiso mantenerse a flote, se hundió todavía más, pues hay un punto sin retorno en su caída que lo condena, hasta el fin, al hundimiento: el crimen que se constituye en el primer eslabón de una cadena de crímenes que, de no ser por la acción exterior a Macbeth (Malcolm y Macduff), parecería interminable. El crimen de Macbeth no es, como a veces ocurre en otros dominios de la realidad, un crimen perfecto y, por lo mismo, llama a otros crímenes que buscan la perfección de la incompleta obra de arte macabra. Así, cuando la cadena de crímenes llega a su término, la imperfección es notable.

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Con Macbeth asistimos ala edificación de un universo en donde la razón y el delirio se entrecruzan, se dan la mano y se repelen alternativa mente. Primero, el delirio parece sucumbir a manos de la razón, pero, al hacerlo perecer, lo reinstaura. Después, el delirio ahoga a la razón y, por esta misma vía, de nueva cuenta la llama a escena. El crimen perfecto se urde en los meandros de la razón que, mediante el asesinato, instaura el delirío en competencia con la razón. Así, tan importante es el papel que desempeña el delirio como el que desempeña la razón en la realización de una voluntad de poder que ordena, a veces al delirio, a veces a la razón, la búsqueda de un poder tan real como imaginario.

Después de haber prestado oído a su deseo, Macbeth se ve empujado por el delirio a la lógica que lo acerca al poder: comunica a lady Macbeth proyectos ya en vías de realización y, contra lo que a menudo se piensa, la convierte, primero, en simple cómplice de sus designios y, posteriormente, en la mala conciencia o en la conciencia de culpa del crimen.

El asesinato del rey será, a continuación, la realización de esos designios, pero una vez consumados éstos, se hace perceptible una desarticulación considerable entre el deseo y la razón. En cierta forma, se teje ante nuestros ojos una intrincada red en donde los deseos alternan con los pensamientos en un tironeo que desdibuja toda dirección. Hasta cierto punto, el deseo no sigue ya a la razón; pero esta resistencia es tardía: el crimen se ha consumado y este hecho es irreversible tanto desde la perspectiva de la razón como de la del deseo. Es el mismo Macbeth el que advierte lo irremediable de su acción cuando se pregunta: ¿por qué asesinó al soberano? ¿De qué le sirvió el asesinato? Y, evidentemente, no halla respuesta... porque no hay respuesta, ni desde el punto de vista de la razón, ni desde el punto de vista del deseo. Quiso el poder, mató para tenerlo y tiene el poder; pero no sabe por qué, ni lo sabrá jamás: nadie puede responder a la pregunta ¿por qué se quiere el poder? Una posible respuesta a esta pregunta se intenta, en cierta forma, con la obra misma; pero ésta no responde directamente a la interrogante que formula Macbeth. Más aún: la respuesta está tan fuera del alcance de Macbeth como del de Shakespeare.

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Desde el exterior de la obra, se puede interrogar a Macbeth acerca de por qué quiso el poder. La obra responde, de manera evidente, que no lo quiso para poseer riquezas, pues ya las poseía. Tampoco quiso el poder para tener derecho a los honores que ya tenía. No quería el poder para dominar a los hombres que ya dominaba. Simplistamente se puede replicar que quería más riquezas, más honores y más hombres bajo su dominio. Esta lógica de un ser insaciable que mata porque, en todo y por todo, quiere más, no responde a la pregunta formulada. Más bien nos aleja de la posibilidad de otras respuestas. Pasa por alto que el drama del poder es anterior y posterior al asesinato del rey. También pasa por alto que el drama sólo es posible a partir de los elementos que lo informan y que finalmente, cuando por boca de Macbeth se formula la pregunta, no hay respuesta, o por lo menos no hay una respuesta, sino posibilidades de respuesta que no agotan la pregunta, sobre todo cuando se intentan cuantitativamente: más, más, más. Frente a esa pregunta, las cuantificaciones no aclaran y, por el contrario, enturbian, oscurecen, sepultan bajo un montón de números posibles respuestas.

¿Hay algún lugar en donde, de cierta manera, Shakespeare sitúe la voluntad de poder?
¿Hay aquí algo sobre lo que repose esta voluntad?

El lugar en donde, confusamente, y no podía ser de otra manera, se sitúa la voluntad de poder se halla, quizá, en otro momento de la obra: ahí donde todo, mezclado, tiene su lugar: el caldero de las brujas que, por analogía, podemos compararlo con la zoología fantástica de Borges, o con lo que algunos autores llaman el alma humana, donde todo, lo negro y lo blanco, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo merodean, aparecen, desaparecen, se unen, se separan, se atropellan, se eslabonan alternativamente, y todo esto sin arreglo a una lógica,a un principiode realidad,a una razón soberana.
He aquí una explicación que es ausencia de explicación.
Pero sería un error creer que Shakespeare no logra poner al descubierto la genealogía de una cierta voluntad de poder porque, finalmente, se equivoca al buscarla por vías que no conducen a su descubrimiento.

Shakespeare no quiso explicar lo que no tiene explicación.
Como la literatura, el poder es un misterio que no se saciara mediante explicaciones.
Se puede opinar sobre el poder, al igual que se opina sobre la literatura; pero no hay, en ambos casos, una opinión que torne a las otras estériles o gratuitas.
Quizá no sea muy aventurado afirmar que, frente al poder, en Macbeth se dan cita la República de las letras y la República de las pasiones, y que el encuentro no es conocimiento, sino permanencia del misterio.

Julián Meza

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