"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

viernes, 7 de febrero de 2014

Un vice ambicioso

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Se ve que nunca leyó esa mìnima máxima que dice que “los hombres de grandes ambiciones no deben cometer delitos pequeños”. 

Se ve que nunca pensó que pudiera aprender demasiado de las lecturas, que lecturas pudieran ayudarle a manejar su vida. Ahora lo lamenta: confusamente lo lamenta.
Un muchacho se aprieta la cabeza con las manos, se cruza de brazos, mira el techo, se rasca las pelotas, no encuentra la posición que lo consuele. 
Un muchacho va a recibir la citación del juez y no puede dejar de sentirse un idiota: de pensar que se perdió la gran oportunidad que la vida le ofrecía por una tontería. Que su carrera hacia la cumbre de las cumbres se cayó porque en un momento de debilidad prefirió hacerse unos mangos. Un muchacho, si supiera jugar con las palabras, repararía en éstas: un momento de debilidad. Que perdió todo por ese momento en que se creyó más débil que lo que era, en que se hizo de abajo.
Un muchacho sabe –y no tiene más remedio que decirse, la cabeza en las manos, el techo ya tan cerca– que si hubiera creído en él, si hubiera imaginado que podría alguna vez pensar en alcanzar la presidencia de la empresa, si hubiera siquiera supuesto que podía tener la vicepresidencia, no se habría arriesgado a ponerlo todo en juego por unos millones. Que por supuesto no creyó: que creyó que no podría ser más que lo que era, que se imaginó que ya estaba en el tope de sus posibilidades y que tenía que aprovecharlas, que tenía que hacer caja de una porque aquello se iba a terminar, que no creyó en sí mismo. Nada le duele más que esta comprobación, repetida, hiriente, de que no cayó por ambicioso: que cayó porque no tuvo la ambición suficiente. Que cayó por chiquito, por mezquino.
Entonces un muchacho piensa, en un rapto de humor que casi lo consuela diez segundos, que es un viceambicioso: que si hubiera sido un ambicioso de verdad no habría caído en esto. Que se achicó y, en lugar de quedarse con el gallinero, se afanó unas gallinas. Un muchacho entonces trata de encontrar una explicación, de consolarse: que, después de todo, era lógico pensar que un tipo como él no podía llegar a más que lo que había llegado, piensa, pero que no tomó en cuenta el efecto Argentina. Que una vez más subestimó el delirio del país y no pensó que era uno donde podían pasar cosas tan raras como que él, él mismo, tuviera chances de ser el mandamás, de quedarse con todo. Y que las perdió porque no lo pensó, se dice, se equivocó otra vez, se dice, y se aprieta de nuevo la cabeza y resopla y resopla y se dice que es el más nabo de la tierra, y no encuentra el modo de contradecirse.
Un muchacho putea, golpea el escritorio, se mira la mano dolorida. Se extraña de que esa mano sea su mano. Se extraña de dónde puede llegar a terminar.
(Me gusta especular sobre lo que piensan porque nunca lo sabremos. El trabajo de un político consiste en ocultarlo. O, los mejores, en hacernos creer que tienen algo que ocultar.)
N de la R: el señor Vicepresidente de la Nación de la República Argentina, su excelencia Amado Teotocópulos Boudou, recibió ayer la noticia de que sería citado a declarar como imputado por su participación en la apropiación irregular de la única imprenta privada argentina capaz de fabricar billetes. Lo cuento porque me conturba: las líneas anteriores no tienen, por supuesto, ninguna relación con tan desdichado suceso.

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