"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

jueves, 9 de abril de 2015

Breve fragmento de mi flamante libro “Perón, el fetiche de las masas”

Primera Parte
San Perón hasta en la sopa.
Por Nicolás Márquez

A la par que se iban cerrando uno a uno los medios opositores, la dictadura de Perón iba edificando en su favor un aparato gráfico de propaganda estatal gigantesco llamado ALEA SA., cuya propietaria insólitamente era Eva Perón (que nunca había tenido un centavo), dato que confirmaba la ilegalidad y el desmanejo de los polémicos fondos de su Fundación (para la cual supuestamente su mentora trabajaba ad honorem).
El diario peronista por antonomasia del multimedios de Eva era Democracia, al que se sumaron no sólo las publicaciones del citado grupo ALEA SA. sino que a la vez se compraron los diarios Crítica, La Razón, Noticias Gráficas y La Época.
El antiguo Diputado Peronista Eduardo Colom cuenta que “ALEA es el pulpo que se apodera de todos los diarios de la Capital Federal, con excepción de La Prensa, que, como se resistía a someterse al gobierno, hubo que expropiarla. 
La Nación no se expropia ni se la compra, porque La Nación se entrega:
Solícitamente hace lo que el Gobierno ordena.
Clarín no lo tomó Perón, porque Roberto Noble jugaba a las cartas con Perón.
Pero todos los demás diarios: La Razón, Noticias Gráficas, Democracia, La Época, El Mundo, a la larga y a la corta pasaron a poder de ALEA”[1].

La dictadura compró también por medio de testaferros la Editorial Haynes (que editaba el diario El Mundo, El Hogar, Selecta y Mundo Argentino) de la cual comenzaron a editarse revistas oficialistas con fondos públicos tales como Mundo Infantil, Mundo Radial y Mundo Agrario.
Al final de su régimen, Perón había montado con plata ajena y para su propia gloria y alabanza un imperio periodístico conformado (además de por la totalidad de las emisoras radiales) por 13 editoriales, 17 diarios nacionales, 10 revistas y 4 agencias informativas que gozaban de ingente pauta oficial:
“Hemos purificado nuestra prensa.
Ella ha sido, en este sentido, el objeto de un extraordinario perfeccionamiento”[2] declaró un orgulloso Juan Perón el 13 de octubre de 1949.

Se vivía en un clima de monotonía intelectual y bajo vuelo cultural, chatura destinada a gente con poca o ninguna inquietud que no fuera más allá del entretenimiento trivial al que siempre el régimen anexaba la reglamentaria lisonja al matrimonio detentador del poder central.
Para dirigir o actuar en las películas cinematográficas había que ser peronista, o por lo menos fingir que se lo era.
Las figuras protagonistas de entonces estaban vinculadas a organizaciones del régimen[3] y como bien señala Félix Luna, las películas no eran más que “tilinguerías para un público acostumbrado por el cine norteamericano a comedias ñoñas, o penosas reelaboraciones de novelas y cuentos de escritores universales, al uso nostro”[4].
Y si la película a proyectar no tenía ninguna connotación oficialista, se procuraba que en los intervalos del cine la propaganda del régimen se transmitiera rigurosamente a través del caricaturesco noticiario “Sucesos Argentinos”.

En la Argentina peronista sólo tenían trabajo o figuración periodística, teatral o académica los obsecuentes, generalmente mediocres cuyo mérito mayor era el servilismo y la sumisión.
Este mecanismo mantenido en el tiempo fue envileciendo las ciencias, los libros, el cine, las novelas, los programas de radio y las crónicas.
Ninguna actividad escapaba a la “doctrina nacional” y se llegó a extremos tales como el caso del ingeniero Ramón Asís, vicegobernador de Córdoba y profesor universitario, autor del desopilante libro “Hacia una arquitectura simbólica justicialista”.
La ciencia tampoco se vio librada de la politización oficial y el sucesor de la cátedra de Fisiología de la Facultad de Medicina del exonerado Premio Nobel Bernardo Houssay, cambió el nombre de la materia por el de “Fisiología Peronista”[5].

La vulgarización de las costumbres, el embrutecimiento generalizado y el desincentivo de la excelencia fueron otras de las tristes notas distintivas del largo régimen de Perón.
En las calles se embestía con un hostigamiento visual conformado a base de bustos, estatuas, carteles, nombres de plazas, ciudades y calles que pasaron a llamarse Juan Perón o Eva Perón y se empapeló el país con afiches que a modo de pseudo religión rezaban el versículo “Perón Cumple, Evita Dignifica”.
Llegó un momento en el cual no había dependencia u oficina pública que no tuviese una imagen de alguno de los integrantes de la pareja presidencial en exhibición.
Los comercios, cualquiera fuere su rubro, debían tener una foto de Eva o del dictador de manera virtualmente obligatoria, caso contrario, eran pasibles de recurrentes inspecciones impositivas o administrativas que acababan clausurando el local: “el culto a la personalidad es realmente indispensable en las etapas revolucionarias”[6] se justificaba Perón.

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