Muchas veces he dicho que apenas quedan mujeres como las de antes.
Ni en el cine, ni fuera de él.
Y me refiero a mujeres de esas que pisaban fuerte y sentías temblar el suelo a su paso.
Mujeres de bandera.
Arturo Pérez-Reverte
Muchas veces he dicho que apenas quedan mujeres como las de antes.
Ni en el cine, ni fuera de él.
Y me refiero a mujeres de esas que pisaban fuerte y sentías temblar el suelo a su paso.
Mujeres de bandera.
Lo comento con Javier Marías saliendo del hotel Palace, donde en el vestíbulo vemos a una torda espectacular.
- «Aunque ordinaria», opina Javier.
- «Creo que no lo sabe», apunto yo.
Seguimos conversando carrera de San Jerónimo arriba, en dirección a la puerta del Sol.
Es una noche madrileña animada, cálida y agradable, que nos suministra abundante material para observación y glosa.
Yo me muevo, fiel a mis mitos, en un registro que va de Ava Gardner y Debra Paget a Kim Novak, pasando por la Silvana Mangano de Arroz amargo; y Javier añade los nombres de Donna Reed, Rhonda Fleming, Jane Rusell y Angie Dickinson, que apruebo con entusiasmo.
Coincidimos además en dos señoras de belleza abrumadora, aunque opuesta:
Sophia Loren y Grace Kelly.
Al referirnos a la primera, Javier y yo emitimos aullidos a lo Mastroianni propios de nuestro sexo –no de nuestro género, imbéciles– que vuelven superfluo cualquier comentario adicional.
Haciendo, por cierto, darse por aludidas, sin fundamento, a unas focas desechos de tienta que pasan junto a nosotros vestidas con pantalón pirata, lorzas al aire y camiseta sudada; creyendo, las infelices, que nuestro «por allí resopla» va con ellas.
Respecto a Grace Kelly, dicho sea de paso, me anoto un punto con el rey de Redonda -me encanta madrugarle en materia cinéfila, pues no ocurre casi nunca-, porque él no recuerda la secuencia del pasillo del hotel en Atrapa a un ladrón, cuando doña Grace se vuelve y besa a Cary Grant ante la puerta, de un modo que haría a cualquier varón normalmente constituido dar la vida por ser el señor Grant.
Pero no sólo era el cine, concluimos, sino la vida real.
Los dos somos veteranos del año 51 y tenemos, cine aparte, recuerdos personales que aplicar al asunto: madres, tías, primas mayores, vecinas.
Esas medias con costura sobre zapatos de aguja, comenta Javier con sonrisa nostálgica.
Esas siluetas, añado yo, gloriosas e inconfundibles: cintura ceñida, curva de caderas y falda de tubo ajustada hasta las rodillas. Etcétera.
No era casual, concluimos, que en las fotos familiares nuestras madres parezcan estrellas de cine;
o que tal vez fuesen las estrellas de cine las que se parecían muchísimo a ellas.
Hasta las niñas, en el recreo, se recogían con una mano la falda del babi y procuraban caminar como las mujeres mayores, con suave contoneo condicionado por la sabia combinación de tacones, falda que obligaba a moverse de un modo determinado, caderas en las que nunca se ponía el sol y garbo propio de hembras de gloriosa casta.
En aquel tiempo, las mujeres se movían como en el cine y como señoras porque iban al cine y porque,
además,
eran señoras.
Con esa charla hemos llegado a la calle Mayor, donde se divisa por la proa un ejemplo rotundo de cuanto hemos dicho.
Entre una cita de Shakespeare y otra de Henry James, o de uno de ésos, Javier mira al frente con el radar de adquisición de objetivos haciendo bip-bip-bip, yo sigo la dirección de sus ojos que me dicen no he querido saber pero he sabido, y se nos cruza una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente -¿acaso no se mata a los caballos?-, abatirla de un escopetazo.
Nos paramos a mirarla mientras se aleja, moviendo desolados la cabeza.
Quod erat demostrandum, le digo al de Redonda para probarle que yo también tengo mis clásicos. Mírala, chaval: belleza, cuerpo perfecto, pero cuando decide ponerse elegante parece una marmota dominguera.
Y es que han perdido la costumbre, colega.
Vestirse como una señora, con tacón alto y el garbo adecuado, no se improvisa, ni se consigue entrando en una zapatería buena y en una tienda de ropa cara.
No se pasa así como así de sentarse despatarrada, el tatuaje en la teta y el piercing en el ombligo a unos zapatos de Manolo Blahnik y un vestido de Chanel o de Versace.
Puede ocurrir como con ese chiste del caballero que ve a una señora bellísima y muy bien puesta, sentada en una cafetería.
- «Es usted -le dice- la mujer más hermosa y elegante que he visto en mi vida.
Me fascinan esos ojos, esa boca, esa forma de vestir.
La amo, se lo juro.
Pero respóndame, por favor.
Dígame algo...»
Y la otra contesta:
- «¿Pa qué?... ¿Pa cagarla?»
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