Editorial I / LA NACION
En nombre de un pragmatismo grosero, los principios desaparecen y las ideologías parecen convertirse en meras etiquetas para seducir a incautos
No hace muchos años, la Academia Argentina de Letras recibió una protesta por haber receptado la voz borocotizar.
La respuesta de la institución fue de manual:
Las academias no pergeñan las palabras, las legitiman a condición de que se cumplan dos condiciones de espacio y de tiempo, esto es, que se hayan usado en un territorio de razonables proporciones y durante un lapso de igual modo mensurable.
El habla popular, vino a decir una vez más la Academia, es una gestación popular.
El infortunio del médico Eduardo Lorenzo Borocotó, de larga actuación como cronista deportivo, rubro en el que su padre figura en el panteón de las figuras más destacadas de esa especificidad periodística, provino del hecho de que, a tres semanas de su elección como diputado nacional por el macrismo de la ciudad de Buenos Aires, allá por octubre de 2005, había pasado a revistar como legislador afín al oficialismo kirchnerista.
Con más modestia que años atrás, el vocablo borocotizar ha seguido en uso, al menos por parte de los sectores ciudadanos disconformes con el gobierno nacional.
Recobró cierta lozanía a raíz de las numerosas deserciones que la fuerza política encabezada por Sergio Massa sufrió en las últimas semanas, protagonizadas por intendentes disidentes con el oficialismo que, como si nada, volvieron al redil del partido gobernante en medio de supuestas discrepancias con la conducción del ex jefe comunal de Tigre y, fundamentalmente, del temor que les provocaban las encuestas que mostraban al candidato presidencial del Frente Renovador en caída.
En esta suerte de travestismo político, en nombre de un pragmatismo grosero, los principios desaparecen y las ideologías parecen convertirse en meras etiquetas para seducir a incautos.
Se habló, una vez más en la política argentina, de traición.
Son palabras mayores:
Dante consideró a la traición el peor de los crímenes y confinó en la Divina Comedia a quienes la encarnaron en el rincón más remoto del infierno.
Judas, por violación de la lealtad a Jesús, es, desde tiempo inmemorial, el paradigma exacto de la traición.
El tema no es nuevo.
Pertenece, en la mayoría de los casos, a la debilidad humana en lo que tiene de más viciosa por su codicia.
Codicia de poder, de dinero o de figuración.
No es justo, sin duda, que se haya personalizado de la manera que queda expuesto al comienzo de este editorial un tipo de conducta del que hay ejemplos memorables en la historia universal y, sobre todo, en la política argentina de un tiempo a esta parte.
Lo que asombra ahora no es tanto el crimen, sino la frecuencia con la cual se lo comete.
Está también el tema de la traición a uno mismo.
En Galileo Galilei, de Bertold Brecht, el sabio debe responder a un joven a propósito del significado de su retractación sobre el anuncio de que es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no es, por lo tanto, el centro del universo.
Galileo ha sido sometido a tormentos por la Inquisición al violentar un principio defendido por la Iglesia.
El caso plantea una cuestión de piedad con quien no resiste la sola imaginación de padecer el dolor por nuevas torturas.
Y se opone al de quienes hasta se humillan sólo por no perder posiciones confortables en la burocracia pública.
No es lo mismo una cosa que la otra.
Eso explica que no pasaran más de unas horas después de la negativa del ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo, a convertirse en otro más que se agacha ante la enésima imposición presidencial sobre dirigentes de un partido exitoso, pero con discutible moral, para que su respuesta encontrara un amplio eco público y no pocos elogios hasta en voces de la oposición.
Nos sumamos a esa reacción general, aunque preservemos nuestras reservas, en todos los otros órdenes de su gestión, con el ministro Randazzo.
Constituye una prueba del estado de desazón general por el desenvolvimiento de las instituciones públicas y los partidos políticos que un mínimo gesto del ministro del Interior haya abierto una cierta expectativa favorable sobre su porvenir en la esfera pública del país.
Si se recuperara en la política argentina algo de la dignidad tan mermada, acaso la confianza de la sociedad en sus dirigentes fuera más firme de lo que es en esta hora...
En nombre de un pragmatismo grosero, los principios desaparecen y las ideologías parecen convertirse en meras etiquetas para seducir a incautos
No hace muchos años, la Academia Argentina de Letras recibió una protesta por haber receptado la voz borocotizar.
La respuesta de la institución fue de manual:
Las academias no pergeñan las palabras, las legitiman a condición de que se cumplan dos condiciones de espacio y de tiempo, esto es, que se hayan usado en un territorio de razonables proporciones y durante un lapso de igual modo mensurable.
El habla popular, vino a decir una vez más la Academia, es una gestación popular.
El infortunio del médico Eduardo Lorenzo Borocotó, de larga actuación como cronista deportivo, rubro en el que su padre figura en el panteón de las figuras más destacadas de esa especificidad periodística, provino del hecho de que, a tres semanas de su elección como diputado nacional por el macrismo de la ciudad de Buenos Aires, allá por octubre de 2005, había pasado a revistar como legislador afín al oficialismo kirchnerista.
Con más modestia que años atrás, el vocablo borocotizar ha seguido en uso, al menos por parte de los sectores ciudadanos disconformes con el gobierno nacional.
Recobró cierta lozanía a raíz de las numerosas deserciones que la fuerza política encabezada por Sergio Massa sufrió en las últimas semanas, protagonizadas por intendentes disidentes con el oficialismo que, como si nada, volvieron al redil del partido gobernante en medio de supuestas discrepancias con la conducción del ex jefe comunal de Tigre y, fundamentalmente, del temor que les provocaban las encuestas que mostraban al candidato presidencial del Frente Renovador en caída.
En esta suerte de travestismo político, en nombre de un pragmatismo grosero, los principios desaparecen y las ideologías parecen convertirse en meras etiquetas para seducir a incautos.
Se habló, una vez más en la política argentina, de traición.
Son palabras mayores:
Dante consideró a la traición el peor de los crímenes y confinó en la Divina Comedia a quienes la encarnaron en el rincón más remoto del infierno.
Judas, por violación de la lealtad a Jesús, es, desde tiempo inmemorial, el paradigma exacto de la traición.
El tema no es nuevo.
Pertenece, en la mayoría de los casos, a la debilidad humana en lo que tiene de más viciosa por su codicia.
Codicia de poder, de dinero o de figuración.
No es justo, sin duda, que se haya personalizado de la manera que queda expuesto al comienzo de este editorial un tipo de conducta del que hay ejemplos memorables en la historia universal y, sobre todo, en la política argentina de un tiempo a esta parte.
Lo que asombra ahora no es tanto el crimen, sino la frecuencia con la cual se lo comete.
Está también el tema de la traición a uno mismo.
En Galileo Galilei, de Bertold Brecht, el sabio debe responder a un joven a propósito del significado de su retractación sobre el anuncio de que es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no es, por lo tanto, el centro del universo.
Galileo ha sido sometido a tormentos por la Inquisición al violentar un principio defendido por la Iglesia.
El caso plantea una cuestión de piedad con quien no resiste la sola imaginación de padecer el dolor por nuevas torturas.
Y se opone al de quienes hasta se humillan sólo por no perder posiciones confortables en la burocracia pública.
No es lo mismo una cosa que la otra.
Eso explica que no pasaran más de unas horas después de la negativa del ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo, a convertirse en otro más que se agacha ante la enésima imposición presidencial sobre dirigentes de un partido exitoso, pero con discutible moral, para que su respuesta encontrara un amplio eco público y no pocos elogios hasta en voces de la oposición.
Nos sumamos a esa reacción general, aunque preservemos nuestras reservas, en todos los otros órdenes de su gestión, con el ministro Randazzo.
Constituye una prueba del estado de desazón general por el desenvolvimiento de las instituciones públicas y los partidos políticos que un mínimo gesto del ministro del Interior haya abierto una cierta expectativa favorable sobre su porvenir en la esfera pública del país.
Si se recuperara en la política argentina algo de la dignidad tan mermada, acaso la confianza de la sociedad en sus dirigentes fuera más firme de lo que es en esta hora...
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