Para
construir la democracia se hace necesario romper el enfrentamiento entre el
deber de “memoria” y el de la “verdad”.
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Por
Luis Alberto Romero
Historiador.
Especial
para Los Andes
“Treinta
mil desaparecidos”.
Se
nos dice que se trata de una cifra simbólica; de un adjetivo que indica la
desmesura del horror.
No
busquemos precisiones, pues en la redondez inalterable de la cifra está la
clave que sostiene todo el arco de los derechos humanos.
En
suma, se nos dice que se trata de un mito.
Los
mitos ocupan un lugar fundamental en cualquier cultura, pasada y presente.
Explican
lo inexplicable para la razón y sostienen las creencias y los valores.
No
se trata solo de los viejos mitos, de Osiris o de Edipo.
En
el secularizado y desencantado mundo moderno los mitos cívicos o políticos
ocupan el lugar dejado vacante por la religión.
Nuestra
nacionalidad, por ejemplo, reposa sobre el mito fundador del 25 de mayo de 1810.
La
clásica narración del nacimiento de la patria viene acompañada por otros mitos
menores, como el sargento Cabral, el tambor de Tacuarí o las niñas de Ayohúma,
y algunos mayores, como el de los héroes fundadores.
Es tarea de los
historiadores examinar y desarmar estos mitos y presentar verdades menos
cómodas.
Por
ejemplo, explicar que la nación no surgió un día sino que fue el resultado de
una lenta construcción, solo madurada a fines del siglo XIX.
Para
el historiador preocupado por cuestiones públicas, como la educación escolar,
las cosas son más complicadas. Es difícil conmover a un niño con algo tan
abstracto como la patria sin la ayuda de un relato mítico.
Solo
cabe discutir a qué edad el niño madura como para saber que la nación es una
creación histórica, o que los héroes fueron personas notables, pero con todas
las características de los restantes humanos.
¿Qué
hace un historiador con la cifra de los 30.000 desaparecidos?
Comienza
constatando que, después de más de treinta años, solo se han reunido
referencias positivas sobre unos 9.000.
Nadie reclamó ni
dio precisiones sobre los 21.000 restantes.
Ni
padres ni amigos ni familiares.
Y
ya no vale el argumento del miedo y el silencio.
Luego
conjetura sobre el origen de esa cifra y sobre la escasa posibilidad que
tuvieron en ese momento -plena dictadura- las organizaciones de derechos
humanos para reunir una información precisa.
Finalmente
recuerda las excelentes razones que las mismas tuvieron entonces para lanzar
una hipérbole contundente y útil sobre la que, en definitiva, se fundaría la
democracia.
Habría
razones para mantener ese mito.
Si
estamos convencidos de que la democracia sigue amenazada por las oscuras
fuerzas de la dictadura.
Si
tenemos poca confianza sobre las capacidades de intelección o la solidez de las
convicciones de nuestros ciudadanos.
Si,
en suma, los seguimos considerando como niños.
Pero no es este
el caso.
Además,
aceptarla sin más supone otro conflicto para quienes nos sentimos comprometidos
con la defensa de la democracia y los derechos humanos.
El
mito de los 30.000 desaparecidos, importante
para el deber de “memoria”, entra en colisión con otro deber:
La “verdad”.
No
se puede construir la democracia sobre la falsedad.
Nadie
podría decidir que la búsqueda de la verdad deba detenerse ante un mito.
No
es admisible descalificar la búsqueda esgrimiendo la sacralidad del mito.
Esto se le puede
pedir a una comunidad religiosa pero no a la ciudadanía madura.
Quienes
la buscan no deberían conformarse con murmurar, como Galileo después de su
obligada retractación,
“y
sin embargo se mueve”.
¿Por
qué debemos seguir adelante, indagando sobre el número real de desaparecidos?
La
pregunta sobre el funcionamiento preciso del Estado represor no es banal.
Debemos
saber a quiénes se mató desde el Estado, y cómo se los eligió.
¿Hubo
un criterio unificado o bastó con figurar en una libreta de direcciones o estar
en el lugar y el momento inapropiados?
Eso
creímos, por ejemplo, con las víctimas de “la noche de los lápices”, antes de
saber que fueron seleccionados según objetivos precisos.
Necesitamos
un recto conocimiento de lo ocurrido en esos años para entender la anatomía y
la fisiología del mal.
La aspiración a
la verdad debe llevarnos más allá de ajustar las cifras.
Tenemos
que discutir y cuestionar los criterios con los que hemos confeccionado, entre
tantos muertos, la lista de las víctimas que deben ser conmemoradas.
Es
una cuestión que atañe a la democracia en su conjunto y que, por eso, debe ser
hecha con una perspectiva más amplia que la de los familiares,
comprensiblemente subjetiva.
¿Por
qué se computan solo los muertos a partir de marzo de 1976 y no los de años
anteriores, ya fueran víctimas de la Triple A o de las organizaciones armadas?
¿Por
qué están en la lista los que asaltaron el Regimiento de Monte, en Formosa, y
no los soldados conscriptos que murieron defendiéndolo?
¿Por
qué se reconoce oficialmente solo a quienes estaban vinculados de algún modo
con las organizaciones armadas, y no a las víctimas de esas organizaciones,
muchas de ellas casuales?
No
se trata aquí de una cuestión judicial sino de comprensión del pasado, de
memoria y de historia.
Dejemos
para otra ocasión las urticantes cuestiones de la manipulación del mito con
fines espurios o las oscuras derivas de algunos de sus custodios.
Aun
así, la democracia requiere que -sin desvalorar lo hecho por las organizaciones
de derechos humanos- superemos una
mirada sectorial y examinemos lo ocurrido como una tragedia que le sucedió al
país, que nos sucedió a todos.
Requiere
que, además de deslindar responsabilidades, examinemos el pasado desde una
perspectiva humanista a la que las organizaciones de derechos humanos parecen
renunciar cuando se embarcan en el camino sectario.
Quizás
lo mejor sea que la ciudadanía recuerde a todos los muertos en la tragedia, reunidos sin distinciones en un memorial
común, como lo propuso el recordado Héctor Leis.
Superar
el trauma requiere conocerlo, iluminarlo con la verdad.
La
búsqueda de la verdad no puede clausurarse ni con el epíteto de “negacionista”
ni con la condena social o política de quienes, con espíritu libre, plantean el
debate.
La
cifra de 30.000 desaparecidos tuvo su razón de ser, y es probable que aún la
tenga para un grupo sensible. Admitamos que quizá no sea este el momento de
abordar la cuestión, aunque la exigencia de la verdad nos acucie.
Pero
sepamos que en algún momento deberemos haber crecido lo suficiente como para
mirar el pasado de frente.
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