Arrojo
todos estas cuestiones sobre el tapete para luego intentar recogerlas, una vez
que haya extraído otras piezas del puzzle que nos permitan una composición más
global.
Una
de estas piezas es el concepto de "sombra", que Jung considera como
el "otro aspecto" o "el hermano oscuro" de la
individualidad humana, y que nuestra civilización nos ha enseñado a rechazar:
A
las mujeres, por desprecio de nuestra propia naturaleza;
a
los varones, por sublimación de la suya en la figura del héroe.
Sin
embargo, la "sombra" no es realmente nuestro lado oscuro, sino el más
primitivo, el más instintivo e infantil, en el que radicarían los impulsos más
fuertes hacia la Vida y no al contrario.
Es,
si queréis, nuestro lado más divertido, aventurero y arriesgado.
La
arqueóloga norteamericana Marija Gimbutas logró rastrear las huellas de los
primitivos pueblos de Europa antes y después del cataclismo que supusieron las
diversas oleadas de las invasiones "kurgas", un término genérico para
designar a las tribus guerreras y cazadoras que fueron invadiendo el continente
desde las desoladas estepas al norte de los mares Caspio y Negro.
Eran,
ellos sí, los arios puros.
Pues
bien, Gimbutas demuestra que antes de aquellas invasiones indoeuropeas, los
pueblos del continente no utilizaban armas, vivían en ciudades abiertas y se
dedicaban esencialmente a la agricultura, la artesanía y el comercio.
Sus
cultos religiosos estaban dirigidos a la Gran Diosa o Madre Tierra y la paz
solidaria que presidía aquella civilización ha hecho que Riane Eisler5 las haya
calificado de "sociedades solidarias" frente a las "sociedades
de dominación" que se impusieron tras las invasiones.
Si
bien en un primer momento los invasores imponen el poder por la espada en una
locura furiosa de destrucción y reparto inmediato del botín, la mera observación
de los tipos de héroe, que la mitología nos ha transmitido, nos indica la
trayectoria de los pueblos "kurgas" para imponerse como civilización.
Los
inicios de la barbarie están representados por Heracles, que personifica la
fuerza bruta.
Se
trata de un héroe enfrentado con su fuerza física a todos los monstruos que
para los invasores significan las antiguas divinidades femeninas:
Titanes
erinias, gorgonas, esfinges, arpías, etc., que se perpetuarán hasta la Edad
Media en la figura del dragón, vencido por el héroe cristiano San Jorge.
Sin
embargo, la fuerza bruta no es suficiente para cambiar una cosmovisión, y es
entonces cuando surge otro arquetipo de héroe más sutil y astuto: Teseo.
Sin
duda que se trata de introducir otros valores culturales a partir de la nueva
religión y de las nuevas leyes: otro tipo de brutalidad, pero legitimada.
Teseo
ya no es el bruto de Heracles, sino el seductor por excelencia, de este modo el
Patriarcado logra lo más difícil: erotizar
la violencia.
Es
Teseo quien rapta a Antíope, nada menos que una reina amazónica, que se enamora
perdidamente de él hasta morir luchando a su lado contra sus antiguas
compañeras.
Más
tarde también seduce a Ariadna de Creta, quien le confía el secreto del
laberinto y con él la clave de la destrucción del último bastión de la
civilización matrística.
Finalmente,
se consigue la domesticación de las mujeres con la sublimación de la entrega,
el sacrificio y la sumisión total a través del matrimonio y la constitución de
la familia patriarcal.
El
héroe que representa esta última etapa es Cadmo, que termina casándose con
Harmonía, funda la ciudad de Tebas en Egipto y crea un nuevo alfabeto.
Viven
felices y tienen cuatro hijos.
Cadmo
es, pues, el último héroe.
Ya
no hay monstruos que matar, porque el último monstruo, la Mujer, ha sido
vencido.
Así
pues, en el devenir, más o menos turbulento, de un nuevo orden se llega a una
conformación social de sometimiento al poder y a un determinado tipo de razón,
en el supuesto de que ambos revelan dimensiones trascendentes respecto al
antiguo orden cósmico naturalista e inmanente, que queda abolido.
La
experiencia espiritual en el Patriarcado se aleja de la inmanencia humanizada
de la época matriarca lista y cambia las divinidades de la Tierra por los
dioses uránicos que residen en los cielos.
Las Grandes
Madres de la vieja Europa son asimiladas al nuevo orden, y sus arquetipos
primigenios son escindidos según la lógica binaria del 1/0.
La
personalidad sublimada y sometida de las Diosas pasa a formar parte del Olimpo
de los nuevos dioses;
la
"sombra" es relegada al cortejo de monstruos infernales contra los
que el Patriarcado sigue combatiendo en su atormentado inconsciente.
Ya
Platón, incapaz de asumir la voluptuosidad primitiva de Afrodita, escinde a
ésta en dos arquetipos antagónicos: Afrodita Pandemo, la hija de la diosa Dionea,
que encarna así el matronazgo del amor popular y vulgar;
y
Afrodita Urania, la nacida del semen de Urano, diosa del amor puro e
intelectual.
La
"sombra", pues, pasará a ser un elemento denso y pesado en la nueva
civilización, sobre todo para las mujeres, una sombra más negra y espesa cuanto
más se rechaza.
Desde
niñas se nos reprime nuestro lado salvaje:
No
corras, no grites, no des portazos, no te pelees, no digas palabrotas.
Y
ese gran NO castra nuestra libertad más espontánea y primitiva, nuestra simple
alegría de ser y de vivir.
La
cara oscura, que podría ser la más luminosa, se repliega, y se convierte
entonces en trofeo disecado de nuestro ser de mujeres comme il faut.
Nada
más ilustrativo de esta realidad que la primitiva Diosa de las Serpientes,
desgarrada y escindida en Atenea y Medusa.
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