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miércoles, 25 de enero de 2017

“Palabras para un triste pelotudo”

Por Federico Andahazi

El escritor, columnista de Le doy mi palabra, buceó en el sentido del insulto que trascendió hoy junto a la escucha de una conversación entre Cristina Fernández y Oscar Parrilli

 “La palabra que representa a Cristina Kirchner y a esa entidad polimorfa que dio en llamarse kirchnerismo es, no casualmente, un insulto.
Un término denigrante que iguala el poder con el abuso;
el trato con los subalternos con el maltrato;
el uso de la función pública con la humillación.
Una palabra.
Una sola palabra a veces define y representa a las personas.
“Imagine” es la advocación de John Lennon y de la utopía de una generación.
“Zorzal” es Gardel, es Buenos Aires en la distancia cuando se la añora.
“Aleph”, es la primera letra del alfabeto persa y la primera consonante del hebreo, pero desde que se la apropió Borges, le pertenece, con justicia, a la literatura.

Una sola palabra puede representar, también, a un grupo.
Palabras simples como “paz”, “amor”, de aquella generación del ‘60, vinieron a oponerse a otras:
“muerte”, “guerra”.
“Holocausto”: una única palabra que contiene millones de muertos, de historias trágicas, de recuerdos que deben imponerse sobre el olvido.
“Hiroshima”, “Führer”, “Desaparecido”:
Palabras únicas que guardan nombres propios, capítulos enteros de la historia en unas pocas sílabas.

La ex presidente de los argentinos dejó para la historia la palabra que mejor la representa no sólo en su calidad humana, sino en su carácter de estadista.
Porque nos dice, de manera explícita, de qué forma concibió el ejercicio de la primera magistratura de la Nación y cómo trataba a sus asistentes más estrechos.
Si ese es el concepto que tiene de sus colaboradores más cercanos, no es difícil imaginar qué piensa de aquellos que la idolatran de manera irracional, sin siquiera conocerla personalmente, sin haberse beneficiado con un sólo centavo del saqueo sistemático que padeció este país durante doce años.
No es una palabra grandilocuente ni tiene la simple belleza de la brevedad...
No tiene resonancias místicas o religiosas, está despojada de toda poesía o pretensión literaria.
No tiene, siquiera, la lírica rea del lunfardo.
Una palabra que no aparece en los jeroglíficos de la pirámides ni era utilizada por los arquitectos egipcios.
No se lee, tampoco, en los tratados más importantes del derecho ni en los textos pretenciosos de los profesores de Carta Abierta.
Aunque expresa de manera cabal, me consta, el concepto que sobre ellos tenía la Sra. Fernández de Kirchner.
Yo mismo la escuché con mis propios oídos
La vi con mis propios ojos mientras maltrataba “intelectuales” que bajaban la cabeza ante las humillaciones.

La palabra que representa a Cristina Kirchner y a esa entidad polimorfa que dio en llamarse kirchnerismo es, no casualmente, un insulto.
Un término denigrante que iguala el poder con el abuso;
el trato con los subalternos con el maltrato;
el uso de la función pública con la humillación.
Un vocablo que sustituye el diálogo por un sistemas de órdenes muy semejante a la obediencia debida,
la prepotencia laboral más brutal y la violencia psicológica ejercida por un superior jerárquico.
Bajo la sórdida luz de esa palabra se entienden muchos de los actos más execrables del gobierno anterior.
Porque no es sólo la palabra, sino el contexto en la que se la emplea:
El armado de causas; la persecución a opositores, el intento de silenciar a la prensa,
la ofensiva para colonizar la justicia, la demostración de que no hay diferencias entre la forma
y el fondo, de que el hábito sí hace al monje.

A la media luz subterránea de esta palabra se entiende el armado de las causas al fiscal Campagnoli,
las falsas denuncias a periodistas y políticos de otro signo,
las persecuciones impositivas amañadas contra artistas como Eliseo Subiela,
el escarnio público a ciudadanos comunes sin acceso a la cadena nacional para defenderse de las humillaciones.
Esa simple palabra de cuatro sílabas proferida a espaldas del público, explica mucho.
Porque en el caso de las escuchas judiciales, están dirigidas al más propio de los propios,
a su mano derecha, a sus ojos y sus oídos, al jefe, nada menos, de los espías.
Esa palabra es la cara y la voz oculta de la mujer que fingía llorar en las cadenas nacionales y en los actos públicos, la que nos permite conocer las operaciones sucias, el armado de causas fraguadas y nos deja escuchar el tono de voz con el que pudo haber ordenado, tal como se investiga, llevar adelante operaciones de inteligencia aberrantes mientras era la cabeza que administraba el Estado.

Esa palabra, dicha en ese contexto y a semejante interlocutor, ilumina esa escena insultante en la que sus funcionarios, encabezados por Berni, entraron en la casa del fiscal Nisman, pisaron su sangre,
alteraron la escena, contaminaron pruebas,
robaron información y archivos de su computadora y su teléfono.
Esa palabra, proferida al jefe de los espías, nos deja entrever quién y cómo inició la campaña de profanación de la memoria del fiscal Nisman
Quién y en qué tono pudo haber ordenado que empapelaran las calles con imágenes privadas del fiscal robadas de su álbum personal esa misma madrugada que una banda de criminales pisoteó la casa del fiscal.
La hemos escuchado decir:
Hay que matarlo”.

Quién fuera presidente de la Nación y en quien recae la sospecha de ser la responsable de que el fiscal Nisman nunca haya llegado a denunciarla públicamente en el Congreso de la Nación, le dice al ex jefe de la SIDE:
“Hay que matarlo”.
Y se refiere a un hombre que denunció en la justicia, precisamente, que la ex presidente ordenó matarlo.

¿Cuántas veces habrá dicho “Hay que matarlo, pelotudo”?
Y la pregunta que produce escozor:
¿Cuántas veces un “pelotudo” le habrá hecho caso?


Ese insulto tal vez deje caer la última mascarada de ese relato que se sintetiza en una sola palabra pronunciada por la jefa a sus fanáticos el día que, en la persona de su más fiel sirviente, trató a todos sus seguidores incondicionales de “pelotudos”.

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