Por
Federico Andahazi
El
escritor, columnista de Le doy mi palabra, buceó en el sentido del insulto que
trascendió hoy junto a la escucha de una conversación entre Cristina Fernández
y Oscar Parrilli
“La palabra que representa a Cristina Kirchner
y a esa entidad polimorfa que dio en llamarse kirchnerismo es, no casualmente, un insulto.
Un
término denigrante que iguala el poder con el abuso;
el
trato con los subalternos con el maltrato;
el
uso de la función pública con la humillación.
Una
palabra.
Una
sola palabra a veces define y representa a las personas.
“Imagine” es la
advocación de John Lennon y de la utopía de una generación.
“Zorzal” es Gardel, es
Buenos Aires en la distancia cuando se la añora.
“Aleph”, es la primera
letra del alfabeto persa y la primera consonante del hebreo, pero desde que se
la apropió Borges, le pertenece, con justicia, a la literatura.
Una
sola palabra puede representar, también, a un grupo.
Palabras
simples como “paz”, “amor”, de aquella generación del ‘60, vinieron a oponerse
a otras:
“muerte”,
“guerra”.
“Holocausto”: una única
palabra que contiene millones de muertos, de historias trágicas, de recuerdos
que deben imponerse sobre el olvido.
“Hiroshima”,
“Führer”, “Desaparecido”:
Palabras
únicas que guardan nombres propios, capítulos enteros de la historia en unas
pocas sílabas.
La
ex presidente de los argentinos dejó para la historia la palabra que mejor la
representa no sólo en su calidad humana, sino en su carácter de estadista.
Porque nos dice,
de manera explícita, de qué forma concibió el ejercicio de la primera
magistratura de la Nación y cómo trataba a sus asistentes más estrechos.
Si
ese es el concepto que tiene de sus colaboradores más cercanos, no es difícil
imaginar qué piensa de aquellos que la idolatran de manera irracional, sin
siquiera conocerla personalmente, sin haberse beneficiado con un sólo centavo
del saqueo sistemático que padeció este país durante doce años.
No
es una palabra grandilocuente ni tiene la simple belleza de la brevedad...
No
tiene resonancias místicas o religiosas, está despojada de toda poesía o
pretensión literaria.
No
tiene, siquiera, la lírica rea del lunfardo.
Una
palabra que no aparece en los jeroglíficos de la pirámides ni era utilizada por
los arquitectos egipcios.
No se lee,
tampoco, en los tratados más importantes del derecho ni en los textos
pretenciosos de los profesores de Carta Abierta.
Aunque
expresa de manera cabal, me consta, el concepto que sobre ellos tenía la Sra.
Fernández de Kirchner.
Yo
mismo la escuché con mis propios oídos…
La
vi con mis propios ojos mientras maltrataba “intelectuales” que bajaban la
cabeza ante las humillaciones.
La
palabra que representa a Cristina Kirchner y a esa entidad polimorfa que dio en
llamarse kirchnerismo es, no casualmente, un insulto.
Un
término denigrante que iguala el poder con el abuso;
el
trato con los subalternos con el maltrato;
el
uso de la función pública con la humillación.
Un
vocablo que sustituye el diálogo por un sistemas de órdenes muy semejante a la
obediencia debida,
la
prepotencia laboral más brutal y la violencia psicológica ejercida por un
superior jerárquico.
Bajo la sórdida
luz de esa palabra se entienden muchos de los actos más execrables del gobierno
anterior.
Porque
no es sólo la palabra, sino el contexto en la que se la emplea:
El
armado de causas; la persecución a opositores, el intento de silenciar a la
prensa,
la
ofensiva para colonizar la justicia, la demostración de que no hay diferencias
entre la forma
y
el fondo, de que el hábito sí hace al
monje.
A
la media luz subterránea de esta palabra se entiende el armado de las causas al
fiscal Campagnoli,
las
falsas denuncias a periodistas y políticos de otro signo,
las
persecuciones impositivas amañadas contra artistas como Eliseo Subiela,
el
escarnio público a ciudadanos comunes sin acceso a la cadena nacional para
defenderse de las humillaciones.
Esa simple
palabra de cuatro sílabas proferida a espaldas del público, explica mucho.
Porque
en el caso de las escuchas judiciales, están dirigidas al más propio de los
propios,
a
su mano derecha, a sus ojos y sus oídos, al jefe, nada menos, de los espías.
Esa palabra es
la cara y la voz oculta de la mujer que fingía llorar en las cadenas nacionales y en los actos
públicos, la que nos permite conocer las operaciones sucias, el armado de
causas fraguadas y nos deja escuchar el tono de voz con el que pudo haber
ordenado, tal como se investiga, llevar adelante operaciones de inteligencia
aberrantes mientras era la cabeza que administraba el Estado.
Esa
palabra, dicha en ese contexto y a semejante interlocutor, ilumina esa escena
insultante en la que sus funcionarios, encabezados por Berni, entraron en la
casa del fiscal Nisman, pisaron su sangre,
alteraron
la escena, contaminaron pruebas,
robaron
información y archivos de su computadora y su teléfono.
Esa palabra,
proferida al jefe de los espías, nos deja entrever quién y cómo inició la campaña
de profanación de la memoria del fiscal Nisman…
Quién
y en qué tono pudo haber ordenado que empapelaran las calles con imágenes
privadas del fiscal robadas de su álbum personal esa misma madrugada que una
banda de criminales pisoteó la casa del fiscal.
La
hemos escuchado decir:
“Hay que
matarlo”.
Quién
fuera presidente de la Nación y en quien recae la sospecha de ser la
responsable de que el fiscal Nisman nunca haya llegado a denunciarla
públicamente en el Congreso de la Nación, le dice al ex jefe de la SIDE:
“Hay
que matarlo”.
Y
se refiere a un hombre que denunció en la justicia, precisamente, que la ex
presidente ordenó matarlo.
¿Cuántas
veces habrá dicho “Hay que matarlo, pelotudo”?
Y
la pregunta que produce escozor:
¿Cuántas
veces un “pelotudo” le habrá hecho caso?
Ese
insulto tal vez deje caer la última mascarada de ese relato que se sintetiza en
una sola palabra pronunciada por la jefa a sus fanáticos el día que, en la
persona de su más fiel sirviente, trató a todos sus seguidores incondicionales
de “pelotudos”.
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