Por
Ignacio Fidanza
Fuente: La Política on line
La
diputada ensaya con el Presidente un minué de silencios y denuncias que va
modelando el poder.
Es
acaso la dirigente más interesante y compleja de este momento histórico.
Mientras
la cúpula del Gobierno se zambulle en la polarización con el kirchnerismo,
Carrió elude la tentación fácil de pegarle a Cristina cuando está en el suelo -faena menor que le regala a Stolbizer- y
va por el poder real:
El
presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti.
Nunca
menos...
Carrió,
la loca, la mujer con los patitos desalineados, la eterna víctima de la cama solar,
la platinada furiosa de túnicas y crucifijos -hoy moderados-, pelea en la
franja alta del poder, donde el aire apenas llega:
Transita
entre Macri, el Papa Franciso y Lorenzetti.
Se
distrae un poco para recibir a Vidal, Larreta o Monzó y jugar a las escondidas
con la ansiedad de sus interlocutores y vuelve a las alturas.
Sale
y entra de la Justicia, del Congreso, de lo electoral.
Con
casi nada de poder en términos de acumulación primitiva de cargos y
territorios, tiene en un puño a toda la coalición oficialista, que contiene el
aliento esperando que anuncie en qué distrito va a jugar:
Si
es provincia de Buenos Aires explota todo, exageran.
Pero
no hay nadie en el Gobierno desplegando una estrategia para evitar ese final no
deseado.
Miedo
y deseo.
Nada
más.
Elle le fija los
límites al Presidente, no al revés.
Ella
decide qué es negociable y qué no.
Pero
no hay jefes en esa relación dialéctica que hasta ahora ha sido constructiva,
en términos de poder.
Reconocen
límites, pero los fuerzan.
Ella
le fija límites al Presidente.
No
al revés.
Ella
decide qué se negocia y qué no.
Lorenzetti no es
negociable.
Angelici
tampoco.
Los
conflictos de interés de Macri, sí.
Los
chanchullos de Quintana, depende.
Su
desprecio hacia Durán Barba, no.
Y
así va tejiendo un cerco.
Con
el Presidente adentro.
No
está claro cuándo le hace más daño, si cuando lo defiende o cuando lo
cuestiona.
En
rigor, son hebras de distinto color, de la misma madeja que va rodeando la Casa
Rosada.
Con
mucho coraje, algo de intuición y sobre todo, inteligencia, esta Carrió supera su mejor versión.
Logró
lo imposible, es oficialista sin cargos pero con algo mucho más importante:
Poder de decisión.
Poder de decisión.
Y
esa es la belleza de la historia:
Carrió
va desplegando una clase pública de alta política, para los CEOs enamorados del
organigrama.
Foucault
lo vio décadas atrás, el poder ya no se encuentra en una ubicación -el trono,
el Sillón de Rivadavia-, sino en el cruce exacto, en
permanente mutación, de una red relaciones, posicionamientos y tensiones.
Es
una situación estratégica que no se posee, que hay que reinventar cada mañana.
Vigilar y
castigar es ejercer el poder.
Lilita
vigila y castiga.
Elije
los tiempos y las víctimas.
Y
la lógica que signa ese devenir no es la búsqueda de la Justicia -eso es lo
atractivo del proceso-, sino la
construcción de un poder, que ahora, da la impresión, utiliza para
construir un modelo de país más que para demoler.
Es
su manera de entender el oficialismo.
Como
un bisturí que corta aquí y allá para modelar un cuerpo más hermoso, no para
matar.
¿Y
dónde deja esto a Macri?
Hay
que reconocer que el Presidente viene bailando con una sutileza inesperada el
minué que le propone la diputada.
Se deja flotar
con un pragmatismo implacable, aún a costa de permitir que la marea
arrastre a socios confiables y leales de años, como Angelici.
"Mauricio
llegó a la conclusión que le sale más barato entregar al Tano que pelearse con
Lilita", analizan resignados, en términos de sociología del poder, cerca
del presidente de Boca.
La
pelea con Lorenzetti escala esa puja menor al primer nivel del conflicto
institucional.
Silencio.
Un
eventual desembarco en la provincia de Buenos Aires, añadiría el peso del
territorio, de millones de votos, a la inteligencia que ya despliega en su
capacidad de condicionar.
De
vetar.
Una
pesadilla.
Sin
embargo, lo que ocurre es aún más interesante…
Carrió y Macri
mantienen desde aún antes de la creación de Cambiemos una dialéctica que hasta
ahora ha sido constructiva.
Se
usan, como todos en política, pulsean y de esas tensiones surge algo nuevo.
No
se obedecen, pero reconocen límites, que fuerzan.
Detenerse
en el organigrama es perderse lo importante, no es importante quien debería
mandar, sino quien lo hace. En el fondo es simple:
El
poder lo tiene el que lo ejerce.
Es
respecto a ellos, una pregunta abierta.
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