Reeditando
notas (24/05/2007)
Por
Abel Posse
Para
LA NACION
Si
uno se atiene a las últimas semanas de vida argentina (es una forma de decir)
parecería que nos desmoronáramos, no "de un grito, sino de un largo gemido",
como dice el verso de T. S. Eliot.
No
es un tsunami:
Es
una incontenible inundación de aguas servidas.
Después
de lo de 2001, no pensábamos en una tan rápida recaída en el olor acre del nihilismo
y de la anarquía.
El
hartazgo de Santa Cruz -en tránsito letal, como de avispas enfurecidas-,
la
idiotez futbolera transformada en catarsis de odios y resentimientos de masas
angustiadas,
la
delincuencia y el crimen multiplicándose por causa de la inoperancia de un
gobierno que prefiere
amarrar
al policía y dejar actuar al delincuente.
Caída
educativa y cultural, los rectores escondiéndose en el campo entre vacas y
sembradíos para votarse.
Para
colmo, por las noches, el cardumen de bufones rientes con sus gritos y
zafadurías interminables
o
el grupo de jóvenes gandules de uno y otro sexo tirados por los rincones de una
casa lujosa,
tan
vacía como las mentes de sus habitantes, alquilados para el voyeurismo
televisivo.
El
voyeurismo de la nada.
En
Constitución, todo un pueblo de regresantes se encontró otra vez con esas huelgas
salvajes inventadas contra los más necesitados.
La
furia cundió.
La indignación
es contagiosa…
El
aullido se hizo coro.
La
fiesta destructiva es una satisfacción breve y una especie de suicidio que
empieza por las cosas.
Se
destruyó, se apedreó a la autoridad, que debió refugiarse.
Si
la policía es una especie de símbolo del mal, como el Ejército,
¿a quién se van
a arrojar las piedras y los insultos?
Los
que se ejercitan en insurrección alcanzaron a destruir boleterías, máquinas
automáticas y probar sus molotov-coca
cola con algún éxito incendiario.
El
desahogo fue breve como un orgasmo de odio.
Retornó
un silencio resignado.
Un
manchón triste, de miles de personas, se derramó por la noche fría con fondo de
fuegos fatuos.
Dejaban
inusable el indispensable instrumento de tortura cotidiana, el andén y los
vagones como para el
holocausto.
Los
policías se recomponían de la golpiza, pero no de la impotencia de no poder
mantener el orden ni defender la propiedad pública, ni impedir la humillación.
Y
esos miles en las colas de los colectivos, con paquetes, con hijos callados que
presentían la desesperación, la indignación.
Eran
como un ejército derrotado en una misteriosa guerra civil.
Se
llegaría a la casa dos o tres horas después, se besaría al niño ya dormido en
su cuna, se comería la cena recalentada.
Se
vive mal en la Argentina.
Somos
como extranjeros entre nosotros…
Hasta
parecemos de galaxias distintas.
Nuestra
fatalidad no encuentra su diagnóstico.
Reiteramos
desastres inimaginables.
Una
indiferencia acristiana nos corroe.
Vivimos una indiferencia de Estado, una
indiferencia estructural.
Buenos
Aires es una colmena enloquecida, como si las abejas hubieran perdido los códigos
genéticos que llevan del caos al orden.
Nos
sub desarrollamos tal vez con más rapidez que la que empleamos para salir del
desierto y ser el país más avanzado y posibilitador de vida de América Latina.
De
1880 a 1910 nos consagramos como nación moderna:
Fueron los 30 años
fundacionales.
A
partir de 1986, en 15 años logramos tener más de un 50 por ciento de pobres e
indigentes
y provocamos la mayor quiebra del siglo XX.
Del
país más vital -recordemos nuestra infancia, el colegio, el progreso educativo-
a un curioso crecimiento con subdesarrollo y sin paz social.
Nos
parece una leyenda que hasta hace pocos años los trenes a La Plata sirvieran desayuno
y comidas.
Que
los vagones tuvieran cristales biselados y el inspector, con gorra de coronel
húngaro, recorriera "la formación" (como dice la cursilería actual) y multara al que fumaba en el vagón de no fumadores.
Un
poco más y extrañaremos el tiempo en que los aviones no se caían...
Un
enconado e indetectable enemigo del alma nos impide instalarnos en la normalidad
que alcanzaron tantos otros pueblos con igual o menos capacidad.
Nuestra
involución es velocísima.
Por suerte para
el Gobierno, la gente perdió el reflejo democrático.
No
asocian el poder del voto…
Su
voto, con sus sufrimientos, sus postergaciones y sus esperanzas de progreso y
cambio.
Hasta el punto
de que el Gobierno se cree venerado y adorado por un porcentual estalinista.
Ojalá
el pueblo crea en la única herramienta, el voto consciente, que es la esencia
de la democracia.
El
misterioso enemigo interior nos hace perder el sentido común.
Nos estamos volviendo
un país disparatado.
Así
como surgimos del desierto en treinta años de voluntad y talento coordinado, ahora nos sub desarrollamos con parecida
celeridad.
Ante
el mundo ya somos más el prestigio por lo que fuimos que por lo que somos.
Y,
ante nosotros mismos, debemos de ser el único pueblo que siente el futuro a sus
espaldas.
Estamos
como paralizados y enmudecidos ante el futuro.
Es
como si hubiéramos perdido el libreto del tercer acto.
La
energía, aquella energía de sociedad organizada ahora se derrama en violencia,
desde la cancha hasta la universidad.
El
virus indetectable nos corroe, nos frena.
Nos
transforma en baldados políticos.
Somos incapaces
de coordinar los dones y las fuerzas.
Entramos
en este siglo como pollos mojados.
Sin
entusiasmo renovador, perplejos, auto
descalificados.
En
el umbral del 1900 fue todo lo contrario.
Se nos había
ocurrido nacer y ser.
Ser
grandes.
El
país cobró el impulso que lo lanzaría hacia adelante.
Un
afirmativo sentido de patria terminó unificando en el éxito a figuras tan
disímiles como Mitre, Sarmiento, Roca, Pellegrini, Yrigoyen, Alvear, Justo,
Perón, Frondizi.
Hoy
andamos perdidos.
Perdimos
hasta esa insolencia creadora que nos hizo ser sin pedir permiso al mundo.
¿Se
termina esa Argentina?
¿Se
nos cayó el alma a los pies?
¿Fuimos
una llamarada que duró un siglo y que ya se extingue?
Sabemos
que los pueblos no desaparecen, pero muchas veces caen de su altura y
sobreviven tristemente.
Urge
reconquistar aquel viento creador, dejar de ser este pueblo sin pasión, sin
horizontes grandes,
sin
coraje, que concede el gatillo fácil al delincuente e inhibe al policía.
Debemos
convocarnos y convocar a los jóvenes a habitar esta maravillosa máquina de vida
que se llama Argentina y que tenemos arrumbada en el gallinero.
En
octubre podremos votar por esencias democráticas:
Por
la república, por el orden, por la vida, por reconquistar la alegría de vivir
sin paranoia e histeria,
contra la
patanería y la corrupción.
Es
probable que el demonio interior pueda insistir.
Pero
no hay otra posibilidad que restablecer el principio de autoridad, desde la
familia y el colegio hasta la burocracia y la actividad privada.
La
calle no puede ser tierra de nadie donde se imponen el delincuente
el piquetero que
prefiere creer que "la protesta" da derecho a
todo…
Hasta a la
intimidación, el escrache y la suspensión del derecho constitucional de
transitar libremente.
Ya
termina el mandato presidencial.
El
Presidente se empachó de autoridad y la sociedad hoy está anarquizada,
porque ni
siquiera puede corregir a los chicos para que no negocien droga a la puerta de
los colegios.
Los
argentinos hemos perdido el sentido del orden.
Descendimos
a un conglomerado marginal que debe reconquistar el orden moral, jurídico y creativo
que fue la clave de la pasada grandeza de este país.
Es
una batalla profunda, difícil, que se
debe librar con todas las fuerzas espirituales que nos quedan.
Apoyemos
en esta instancia política electoral a ese puñado de dirigentes que pretenden
reconstruir la república burlada que vivimos.
Diez
o doce dirigentes que aportan eficiencia, una dimensión moral en un espacio político
de tahúres, experiencia probada de gobierno ante una incapacidad de gestión
insólita y, por sobre todo, reconstruir
y respetar un Estado de Derecho.
El
viento económico mundial todavía nos lleva.
¿Qué
mayor convocatoria para una generación caída en la melancolía y la negatividad
que lanzarse a rescatar este país que cayó por debajo de sus realizaciones, de
su alegría vital y de su confianza imprescindible?
Citémonos
los argentinos para una patriada renacentista.
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