Alberto
Benegas Lynch (h)
...
y escribe en una de sus múltiples ficciones (no siempre tan ficciones) que “el
soberbio no tolera ser contrariado, el soberbio se siente ofendido por
cualquier obstáculo y hasta por la reprensión más justificada, el soberbio
siempre quiere vencer y superar a quien considera inferior a él […]
El
soberbio no concibe que cualquier otro hombre pueda tener cualidades o dotes de
las que él carece.
El soberbio no
puede soportar, creyendo estar
por encima de todos, que otros
están en lugares más altos que él”.
Por
mi parte, aplico esta premisa general de Papini al terreno de la relación entre
gobernantes y gobernados.
Ya
de por si ésta terminología resulta un tanto estrafalaria ya que gobernar significa mandar y dirigir,
lo cual, en una sociedad libre, debería estar reservado a cada cual.
En
este sentido recuerdo una vez más que Leonard E. Read nos enseña que, para ser
preciso, se debería haber recurrido a otra expresión porque la utilizada es tan
inapropiada como sería el denominar al guardián de una empresa “gerente
general” ya que la función del monopolio
de la fuerza es limitarse a velar por los derechos de las personas siendo
funcionarios de la población que los contratan y pagan para que le sirvan.
Pero
resulta que los primeros mandatarios han mutado en primeros mandantes y el
mandamás, en lugar de proceder como efectivo guardián de los derechos los
conculca con lo que se cumple la profecía de Aldous Huxley en su terrorífica
anti utopía, en la que muchos piden ser sometidos para desgracia de quienes
mantienen su integridad y autoestima (lo cual es infinitamente peor que el Gran
Hermano orwelliano).
En todo caso,
sea con Orwell o con Huxley estamos frente a una situación en donde peligra la
libertad y las autonomías individuales frente a los crecientes zarpazos del Leviatán.
Etienne
de La Boétie ha escrito que en realidad “son, pues, los propios pueblos
los que se dejan o, mejor dicho, se hacen encadenar, ya que con solo dejar de
servir, romperían sus cadenas”.
Si
observamos cada una de las intervenciones estatales que en esta instancia del
proceso evolutivo tienen lugar fuera de la estricta protección a los derechos a
la vida, a la libertad y a la propiedad,
concluimos que
la ridícula y contraproducente soberbia del gobernante desconoce la armonía del
orden natural y los consecuentes procesos espontáneos con lo que la
descoordinación y los fenomenales desajustes arruinan la concordia y conducen a
la miseria moral y material.
Son
espectáculos dantescos que para los observadores colocan a los megalómanos en
situaciones tragicómicas, mientras las cacareadas “juntas de planificación”,
“consejos sociales”, “expertos en desarrollo comunitario” y demás dislates,
dictaminan sus estropicios con seriedad digna de un pelafustán y sin sonrojarse
mientras declaman absurdos justificativos con la idea de mitigar los resultados
alarmantes de su gestión en todos los ámbitos donde meten la nariz de la manera más torpe y grotesca
que pueda uno imaginar.
Desconocen el
orden natural y pretenden sobreimprimir un desorden que ellos conciben en sus
calenturientos desvaríos.
De
este enjambre nacen las expresiones rimbombantes y cacofónicas con la intención
de cubrir sus despropósitos como las citadas “programación funcional
equilibrada”, “planificación logística paralela”, “ dirección global
balanceada”, expresiones que solo pueden surgir de mentes ofuscadas y de un
calado muy menor.
Resulta
en un teatro de muy mala calidad prestar atención a los discursos de ministros
y presidentes frente a las cámaras, habitualmente en cadena nacional y con
tonos elevados recurriendo a lenguaje de guerra, supuestamente para vencer a
enemigos que ellos mismos crean y que todo quedaría tranquilo en la paz de los
arreglos contractuales libres y voluntarios si
desaparecen simplemente de la escena y dejan de provocar embrollos de
diversa naturaleza.
Ah!
se suele exclamar, esto quiere decir que hay que dejar las cosas liberadas a su
suerte sin que nadie administre la asignación de recursos.
Craso error…
Hay
que dejar que cada uno administre lo suyo y no meterse compulsivamente con el
fruto del trabajo ajeno.
De
eso precisamente se trata.
Este
comentario va especial aunque no únicamente dirigido a muchos colegas
economistas que en gran medida de un tiempo a esta parte han sido entrenados
para manipular las haciendas del prójimo.
De
ahí el chiste -en verdad no tan chiste- de una persona que presenciaba un
desfile militar y constató que luego de la marcha de soldados, tanques y
misiles apareció una agrupación de hombres vestidos de traje gris por lo cual
le preguntó a su vecino de que se trataba.
Recibió
como respuesta:
-
“Son economistas, no sabe el daño de que son capaces”.
En
realidad el espectáculo que ofrecen los burócratas que se auto consideran
omniscientes es digno de una producción de Woody Allen:
Se
dirigen a la audiencia como se estuviera compuesta por infradotados en el
contexto de impartir órdenes irracionales a diestra y siniestra, por ejemplo, sobre cómo deben ser los precios de bienes y servicios sin percatarse
que las leyes de mercado operan por cuerda separada y que cada intromisión
inexorablemente provoca daños de consideración.
Antes
he ilustrado el tema con lo que en su momento ha dicho el periodista John
Stossel respecto a lo que sucede con un trozo de carne envuelto en celofán en
una góndola en un supermercado.
Stossel
nos invita a cerrar los ojos e imaginar en regresión el motivo por el cual se
encuentra ese bien disponible. Los agrimensores, los fabricantes de postes
junto a las largas faenas de plantaciones, talas, transportes y cartas de
crédito y a las muchas empresas que horizontal y verticalmente participan como
proveedores de equipos, las tareas de alambrado, los plaguicidas, los
fertilizantes, la siembra, las cosechadores, los caballos, monturas y riendas,
todo el proceso de la ganadería y el personal.
Nadie
- salvo en la última etapa - estaba pensando en el trozo de carne en la góndola.
Cada
uno estaba considerando su labor específica aplicando el conocimiento del caso
que no es compartido por otros que cuentan con informaciones distintas para sus
diversos trabajos.
Todo
esto es coordinado a través de los precios que actúan como si fuera un tablero
de señales que indican a los operadores las siempre cambiantes circunstancias
para saber cuando y donde invertir o desinvertir.
Pero
luego irrumpen los megalómanos gubernamentales en base a que “no puede dejarse
que las cosas se desarrollen por la anarquía del mercado”,
situación
en la que desaparece la carne, el celofán y frecuentemente el propio
supermercado.
Idéntico
fenómeno ocurre en el mercado cambiario, financiero o industrial.
Mucha
razón tenía el premio Nobel en economía Friedrich Hayek al titular su célebre
libro La arrogancia fatal que
precisamente se refiere a los efectos sumamente perjudiciales de los supuestos
controles que imponen los aparatos estatales.
Volviendo
a Woody Allen, éste escribe sobre quienes habitualmente se desenvuelven en esos
ámbitos:
“Nuestros
políticos son ineptos y corruptos y, a veces, las dos cosas en el mismo día”.
Esta
decadencia solo puede revertirse instalando nuevos y efectivos límites al poder
para mantenerlo en brete, y de ningún modo esperar que los problemas se
resuelvan con “gente buena” en el gobierno puesto que el tema no es de personas
sino de incentivos que marcan las instituciones.
Como
bien ha explicado Thomas Sowell, no se trata tampoco de contar con ordenadores
con gran capacidad de memoria para que los políticos en funciones coordinen las
operaciones mercantiles, puesto que, como queda dicho, no solo des-coordinan
sino que sencillamente la información no se encuentra disponible antes de la
realización de las operaciones correspondientes.
No es para nada
procedente la ilegítima extrapolación del denominado gobierno a una empresa.
La
administración empresaria apunta a alinear incentivos para lograr objetivos
comunes atentos al cuadro de resultados al efecto de conocer si se da en la
tecla con las preferencias de la gente,
lo
cual se traduce en ganancias o si se yerra lo que se refleja en los
consecuentes quebrantos.
Esto
no ocurre en un país donde sus habitantes naturalmente tienen muy diversos
proyectos y metas que los gobernantes están supuestos de proteger…
Siempre y cuando
no se lesiones derechos de otros.
Si
un gobernante afirma que merced a su gestión se incrementó la producción de,
por ejemplo, pollo habrá que indagar acerca de las políticas dirigidas a ese
objetivo que significa que favoreció esa producción, lo cual va en detrimento
de la producción de otro bien o servicio que, a su vez, genera un efecto
negativo ya que el proceso contradice lo que hubiera preferido la gente de
no haber mediado la mencionada
intervención. Este es el desbarajuste central de las llamadas empresas
estatales:
En
el momento de su constitución significan derroche de capital puesto que se
desvían los siempre escasos recursos hacía áreas distintas de las prioridades
que hubiera establecido el consumidor (de hacer lo mismo que hubiera hecho,
tampoco tiene sentido la empresa estatal).
De
todo este enjambre que provoca la soberbia, se desprenden las declaraciones
sorprendentes de gobernantes como “el derecho a la felicidad suprema” en
Venezuela o la afortunadamente frustrada propuesta de la Asamblea Constituyente
en Ecuador de establecer “el derecho al orgasmo de la mujer”.
Es que se ha
perdido por completo la noción del derecho que significa que como contrapartida
hay la obligación de respetarlo.
Entonces,
si alguien reclama el derecho a percibir algo que no obtiene en el mercado (es
decir, que los congéneres no se lo reconocen) y esto es otorgado por el gobierno quiere decir que el prójimo coactivamente lo debe entregar lo cual
significa que se ha lesionado su derecho por lo cual significa un pseudo derecho.
Es
que incluso hay un correlato inverso entre los nombres de los ministerios y lo
que ocurre (recordemos el Ministerio de la Verdad en plena mentira oficial),
por ejemplo, el tragicómico Ministerio de Bienestar Social donde es seguro en
malestar y así sucesivamente.
El
propio Ministerio de Economía constituye un despropósito porque es para manejar
la economía que es precisamente lo que generan los desajustes señalados, es
mejor recurrir más modestamente a la Secretaría de Finanzas Estatales.
En resumen, la soberbia de los funcionarios es la causa de
tanto entuerto.
La
gente no debería tolerar tanta arrogancia en el manejo prepotente de sus vidas
y propiedades y tener presente
que cada vez que se recurre a los ingresos del aparato estatal, son
los vecinos los que pagan
ya
que los burócratas nunca recurren a sus patrimonios (en todo caso, muchas
veces, se llevan recursos para alimentar sus cuentas personales).
©
Libertad y Progreso
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