Por
Martín Caparrós
La
primera credencial de prensa de Martín Caparrós a los 16 años, en 1974, en el
diario Noticias, donde trabajaban Rodolfo Walsh, Juan Gelman y Miguel Bonasso,
entre otros.
MADRID
— Mañana, 29 de mayo, voy a cumplir 60 años.
Me
insisten en que no es grave, que los 60 son los nuevos 40 o 25 o 37 y medio,
pero lo cierto es que a menudo se sienten —y se viven— como los viejos 60.
Mañana
voy a cumplir 60 años y me llena de sorpresa, esa perplejidad que te causa
saber que ya lo has hecho: que todavía podrás introducir algún detalle pero lo
grueso es lo que hiciste.
Envejecer es
descubrir que ya no serás otro.
Hay
algo raro, perentorio en la palabra cumplir, que también me incomoda.
No
me parece que haya cumplido mucho.
Pero
no se trata, aquí y ahora, de mí y yo mismo y mi persona…
Lo
que me molesta es que no me parece que nosotros hayamos cumplido casi nada.
Digo
nosotros porque digo yo:
Digo
yo porque digo nosotros: argentinos, sesentones argentinos, mis coetáneos, mis
compañeros de generación, los míos.
Quizá
ya sea la hora de preguntarnos cómo, cuándo, quizá, incluso qué y por qué:
Es
hora, en síntesis, de ir haciéndonos cargo.
Es
difícil definir una generación, caprichoso, impreciso.
Digamos,
entonces, por decir: los que nacieron un poco antes y después que yo, los que
tuvimos 20 años en la Argentina de los años sesenta y setenta.
El
general Perón hablaba, entonces, de “esta juventud maravillosa” y, ahora, es
fácil pensar que todos éramos jóvenes inquietos, preocupados por los destinos
de la patria, dispuestos a vivir —y a morir— para ella.
Se
instaló un mito: si digo mi generación muchos piensan en militancia y muertos y
desapariciones y torturas.
Los
hubo, pero hubo tantos más que no hicieron nada de eso.
Los
que gobiernan ahora, sin ir más lejos, son parte de mi generación y no hicieron
nada de eso.
En
esos días estaban —Mauricio Macri, Daniel Scioli, Cristina Fernández, Elisa
Carrió y demás pro mujeres y pro hombres— preparándose para ganar más plata.
Y
millones miraban sin saber qué decir o gritaban goles de Kempes o tarareaban
canciones de Spinetta.
Los
que sí decidimos hacer esas cosas tuvimos —tenemos— un lugar excesivo cuando se
habla de mi generación. Es cierto que la historia no se escribe con los miles y
miles que el 25 de mayo de 1810 se quedaron en sus casas sino con los
doscientos o trescientos que se reunieron en la Plaza.
¿Los
que definen una generación son los pocos que actúan, no los muchos que no?
Es
probable, y es fácil para todos los demás.
En
cualquier caso, el mito sirve para cosas.
Por
ejemplo, un truco fácil:
Hablar
de lo que algunos hicimos en los años setenta es un modo de no hablar de lo que
hicimos todos en los cuarenta años siguientes.
Y,
sin embargo, empiezo por hablar de aquello:
Fueron
años —como todos— raros.
Empezamos
nuestras vidas en un mundo convulsionado, esperanzado:
todo debía
cambiar, todo estaba cambiando.
Cualquier
muchacho más o menos decente sabía que aquel orden social era injusto y que
había otros que debían remplazarlo.
La
discusión no era si la sociedad debía cambiar: era cómo, por qué medios, hacia dónde.
Se
supone que, de formas varias, muchos lo intentamos.
Perdimos.
Brutalmente
perdimos, pero lo intentamos.
Aquella
Argentina estaba llena de infamias.
La
manejaban generales que golpeaban en cuanto detectaban cualquier amenaza al
poder de una burguesía rica que poseía sus enormes campos y sus medianas
industrias, que explotaba a obreros y peones, que se alineaba con los imperios
contra sus colonias, que controlaba la nación y su Estado para su beneficio.
Decidimos,
con razones, luchar contra eso.
Pero en 1970 uno
de cada treinta argentinos estaba “bajo la línea de pobreza”
Y
ahora es uno de cada tres: diez veces
más.
Y
aquella pobreza, solía suponerse, era un estado transitorio hacia una situación
mejor, un puesto en una fábrica que permitiera hacerse una casita, mandar a los
chicos a la escuela, ganar un poco más, ser mejor explotado, “progresar”.
El
mito de la movilidad social seguía imperando.
Era
un país con una clase media amplia y más o menos educada, que nos desesperaba:
Un obstáculo
para cualquier intento de cambio revolucionario.
Una
clase media que se forjaba en la escuela pública pensada como una herramienta
para homogeneizar, para implantar ciertas bases comunes; donde aprendíamos
todos los que no éramos ni exageradamente ricos ni exageradamente chupacirios
ni exageradamente tontos.
La
diferencia argentina podía sintetizarse en sus escuelas del Estado:
Si
lo privado siempre fue una característica de las sociedades latinoamericanas,
Argentina era el país de lo público. Ya no.
Hace
50 años solo uno de cada diez chicos iba a la escuela privada; ahora, tres de
cada diez.
Es
otro dato decisivo.
Algunos
quisimos cambiar aquel país, otros no…
Entre todos lo
cambiamos para mal.
Somos
la generación de la caída.
Ahora,
50 años después, ese tercio pobre de la población se ha congelado:
Vive
en algún margen, en viviendas precarias, con empleos ilegales o sin ningún
empleo, dependiente del Estado y sus limosnas, completamente afuera y sin
expectativas de volver: a la intemperie.
No
tienen futuro.
Y
los demás, en general, tampoco creen en eso.
Hace
50 años el producto bruto per cápita argentino era la mitad del de Estados
Unidos:
Ahora es menos
de un cuarto.
Hace
50 años un 10 por ciento de inflación era un peligro;
ahora
sería un logro extraordinario.
Que
nunca conseguimos.
Hace
50 años la Argentina tenía 40.000 kilómetros de vías férreas que armaban un
país;
ahora
no tiene 4000 y la mayoría no funciona.
Hace
50 años la Argentina se autoabastecía en petróleo, gas y electricidad;
ahora
se endeuda para importarlos.
Hace
50 años la Argentina fabricaba aviones y coches de diseño propio;
ahora
desequilibra su balanza de pagos para comprar autopartes y juntarlas.
Hace
50 años los hospitales públicos atendían a la mayoría de la población;
ahora
solo atienden a los que no tienen más remedio.
Hace
50 años se jugaban partidos de fútbol y las hinchadas se gritaban cosas;
ahora,
en cambio, poner dos hinchadas en la misma cancha es peligroso.
Hace
50 años no hablábamos de inseguridad;
ahora
hablamos poco de otras cosas.
Hace
50 años los crímenes eran tan escasos que salían en los diarios;
ahora
son tantos que salen en los diarios.
Hace
50 años los políticos argentinos eran personajes incapaces de alinear un cuarto
de idea detrás de otro cuarto; ahora también.
Hace
50 años creíamos que la Argentina era el país del futuro;
ahora
nos preguntamos por qué decíamos esas tonterías.
No
son solo los datos…
Lo
brutal es que la vida de cada día se nos ha vuelto cada día más incómoda, más
hecha de encontronazos que de encuentros, más disgustos que gustos, más impaciencia
e impotencia que alegrías y satisfacciones.
Y
conseguimos un raro grado de violencia cotidiana.
No
en los asaltos, no en las palizas:
En las relaciones entre las personas, llenas de malos tratos, de insultos, de odios, de rencores.
En las relaciones entre las personas, llenas de malos tratos, de insultos, de odios, de rencores.
Parece
tonto dicho así, pero en el mundo hay lugares donde las personas en la calle se
sonríen, se tratan como si no se detestaran.
A
nosotros vivir nos parece muy a menudo una batalla.
Porque
lo convertimos en batalla.
(Hace
seis meses una familia de refugiados de Alepo, la ciudad siria destruida por la
guerra, llegó a Córdoba, la segunda ciudad argentina.
Eran
cuatro: un padre lisiado, la esposa, sus dos hijas.
Les
habían prometido alojamiento, ayudas, algún trabajo, y no.
Todo
les resultaba caro, tan difícil; después los asaltaron.
Hace
unos días se volvieron a Alepo:
“Allí
tiran bombas y esas cosas, pero no hay tanta inseguridad y la vida es mucho más
barata”,
dijo
el pater familias sirio).
Es
obvio que la Argentina no cumplió con su promesa y se arruinó hasta un grado
que nadie supo imaginar.
Lo
sabemos.
Lo
que no queremos saber es que fuimos nosotros.
Cristina
Fernández, ex presidenta, dijo, hace unos días, en Bruselas, que su partido perdió
las elecciones porque “ahora la sociedad
no está capacitada para leer lo que pasa detrás de las noticias”
A los de nuestra
generación nos decían algo y sabíamos distinguir lo que había detrás de lo que
nos decían y lo que estaba pasando, porque estábamos instruidos
intelectualmente”.
Nuestra
generación —la suya, la mía, la tan instruida— hizo esta Argentina.
Y
todavía algunos de sus miembros tienen la desvergüenza de suponer culpas
ajenas.
Siempre
es fácil echar culpas a los otros;
siempre
es difícil encontrar las propias.
Pero
si algo puede servir para algo es buscarlas:
Tratar de pensar
cómo y por qué la Argentina actual es nuestra culpa.
Saber
qué hicimos para llegar a esto es el primer movimiento —ineludible— para tratar
de llegar a otra cosa.
Yo
no lo sé, pero sospecho algunas pistas.
Está,
para empezar, la excusa heroica: aquellas muertes.
Nos
asesinaron a varios miles y nos hemos consolado pensando que el problema es que
“mataron a los mejores”. Que quedamos los peores pero la culpa no es nuestra,
sino de aquellos asesinos.
Ni
los mejores ni los peores: murieron los que tuvieron más insistencia, menos
suerte, más coherencia, menos imaginación, más valor, menos cuidado;
los
que estaban en el lugar preciso en el momento justo, los que no estaban en el
lugar preciso en el momento justo. Nos mataron a muchos y fue una tragedia.
Pero
el problema central no fue la falta de los que mataron:
Fue, más que nada, el efecto que produjeron esas muertes en los vivos.
Fue, más que nada, el efecto que produjeron esas muertes en los vivos.
Fueron
pedagógicas: nos demostraron que “ser realistas y buscar lo imposible” podía
ser tan costoso que después preferimos no arriesgar y aceptar lo posible.
Que
siempre era un desastre.
Tratamos
de acomodarnos: nos gustó cada
imbécil que nos dijo un versito, los fuimos eligiendo.
Dos
o tres frases apropiadas, una sonrisa turbia, y caíamos en las fauces de bobos
que, pocos años después, odiábamos con saña.
Los
odiábamos, supongo, porque nos odiábamos por haberlos amado, con perdón.
Y
nunca quisimos o supimos, en estos 40 años, armar las condiciones para proponerle al país que discuta qué quiere
ser, cómo quiere ser, qué se imagina para conseguirlo.
Así
que la Argentina volvió a ser ese granero que había intentado dejar atrás un
siglo, cuando algunos pensaron que no alcanzaba con exportar carne y trigo y
decidieron impulsar industrias.
Ahora,
soja mediante, somos de nuevo un campo grande y festejamos que sí podremos
vender unos limones.
Esa
reconversión —esta vuelta atrás— es la decisión más importante que se tomó en
todos estos años, y no la discutimos nunca, nunca la decidimos.
Total,
teníamos democracia.
Sin
ideas, sin debate, sin futuros, la Argentina, en nuestros años, se volvió un
país reaccionario:
Un país donde
cada gobierno hace tantos desastres que el siguiente asume para deshacerlos.
El
gobierno de Alfonsín llegó para deshacer el entramado asesino de la dictadura;
el
gobierno de Menem, para deshacer el caos económico de la hiperinflación
alfonsinista;
el
gobierno de de la Rúa, para deshacer la corruptela menemista;
el
gobierno de Kirchner, para deshacer el desastre neoliberal anti estatista
menemista-delarruísta;
el
gobierno de Macri, para deshacer el tinglado corrupto-clientelar del
kirchnerismo.
Y
seguirán las firmas: el gobierno actual ya está haciendo sus méritos.
Porque
el problema empieza cuando se les acaba la reacción: cuando empiezan a aplicar
sus propias recetas preparan, con sus desastres, la reacción siguiente.
Un
país reaccionario es un país sin proyecto, hecho a manotazos, deshecho a
manotazos, un país calesita…
“El
nuestro.”
Somos,
más allá de las máscaras políticas, venales.
Ávidos
somos, afanosos.
Nos
gustan demasiado ciertos placeres chicos, la tele más grande, el coche más brilloso,
el viaje de envidiar.
Y
nos subimos a cualquier carro que nos ofrezca esos caramelitos.
Ya
no nos gusta imaginar a largo plazo, fijarnos metas, buscar.
Quizá
porque vimos que cuando buscamos no encontramos, entonces no buscamos, entonces
no encontramos, entonces no buscamos.
La
cuestión es que nos hemos vuelto un país de protestones sin consecuencia:
Parece
como si nos comiéramos a los niños crudos, como si estuviéramos llenos de
sacrosanto honor y orgullo que nos impulsan a rechazar todo lo que no condice
con vaya a saber qué.
Y
nos pasamos la vida aceptando cualquier cosa.
Cada
vez más conductas anormales nos parecen normales:
Nos
parece normal que tantos coman poco, que tantos vivan mal, que tantos mueran
antes, que la violencia —verbal o física— sea nuestra manera; nos parece normal que nos engañen.
Hace
un mes, en una tribuna de fútbol, un muchacho reconoció al señor que, al
volante de un coche a toda máquina, había matado a su hermano.
Lo
interpeló; el homicida, para sacárselo de encima, gritó que el muchacho era
hincha del equipo contrario y se lanzó a pegarle.
Se
le unieron muchos.
Emanuel
Balbo trató de escaparse pero no lo consiguió: se cayó, se mató.
Ya
muerto, derramado en el suelo, hinchas seguían insultándolo por ser, decían,
del equipo contrario.
Y
alguno le robó las zapatillas.
Y
entonces dos o tres dijeron que era intolerable, y todos toleramos.
Avanzamos
por el camino de la rana: nos metieron en el agua tibia y nos la fueron
calentando poco a poco y, con el tiempo, nos acostumbramos a vivir en un país
que hierve; o casi hierve, porque
tampoco es que haya suficiente gas.
Somos
la rana acostumbrada; somos, al fin y al cabo, gente que resopla.
(Resoplar,
decía el otro, solo sirve si después se sopla.
Si
no, se queda en el berrinche; y el berrinche es la costumbre más argenta).
Resoplamos
y nos armamos un país a imagen del resoplo:
Un país que se
grita cosas para sacarse el malhumor pero que está tan pagado de sí mismo, tan
engañado de sí mismo que le pudo creer a aquella presidenta que dijo que
tenía menos pobreza que Alemania.
Un
país que sigue imaginando que tiene un lugar en el mundo.
Un
país que trata de no ver lo que es.
Nos
ayuda, si acaso, ese mérito que no nos abandona: seguimos poniendo caras en la
camiseta universal.
Si
antes fueron Ernesto Guevara o Eva Perón, después Borges o Maradona, ahora es
Jorge Bergoglio:
La
proporción de personajes globales que produce la Argentina no tiene relación
con su papel en la cultura y la economía del mundo.
Aunque
ahí hay algo que quizá nos defina: ser
grandes de la máscara.
O
mejor llamarlo por su nombre: la careta.
Es
difícil, por ejemplo, negar que los más exitosos de nuestra generación son esos
dos cincuentones que el 90 por ciento de los argentinos votó, hace año y medio,
para que nos mandaran.
Es
difícil soportar que nuestros jefes sean un señor que no habla cuando habla y
otro que miente incluso cuando calla: dos señores de tan pocas luces.
Y
que otros estandartes sean un ex futbolista que fue extraordinario y se
convirtió en un jubilado triste, y un músico que fue extraordinario y se
convirtió en un jubilado triste.
Mauri,
Daniel, Diegote, Charly.
Máscaras,
lo nuestro son las máscaras.
Y,
cada vez más, los jubilados tristes.
Somos
muy mediocres.
O,
por lo menos: nuestras acciones públicas son tan mediocres, producen resultados
tan mediocres.
En
algunos años, algunos libros contarán —si es que hay libros todavía, si es que
hay una Argentina todavía— que la
nuestra fue la generación más fracasada de la historia del país.
Que
fuimos nosotros —no harán diferencias, hablarán de todos nosotros— los que lo
llevamos a este punto.
Por
supuesto, la generación siguiente puede disputarnos la corona, pero creo que
nos reconocerán la importancia de haber hecho camino.
Y
nuestra marca: la Argentina donde empezamos a vivir era tanto mejor que esta
donde vamos terminando.
Alguno
me dirá que es fácil hablar desde lejos, que me calle (en su manera más
argenta:
“Callate, puto,
cerrá el orto”);
ya me lo han dicho muchas veces.
No
sé si es fácil o difícil; sé, sí, que la distancia es condición de muchos.
Y
eso no me consuela.
Pero es cierto
que muchos dejamos la Argentina en estos años: desde los que salimos en el 76
por el terror hasta los que se fueron en 2002 por el desastre.
Muchos
aprovechamos que la Argentina es un país reciente —que nuestros padres o
abuelos nacieron en otros— para poder decirnos que volvíamos a sus lugares
previos.
Yo,
en todo caso, me fui obligado —a Francia— en el 76, volví entusiasta en el 83,
me volví a ir —a España— en 2013.
Esta
vez fue distinto: nadie me forzó.
No
sé bien por qué me fui:
Me dije que el
mundo era demasiado grande e interesante como para rechazar la tentación de
cambiar ángulos, pero sé que también fue porque estaba cansado.
Harto
de esa vida de agresión, de choque;
harto
de un discurso mentiroso que se había apoderado de la discusión, en la que ya
había dicho y escrito todo lo que podía decir y escribir;
harto,
por anticipado, de que la única alternativa a ese discurso falso sería uno en
vías de falsificación.
Harto
de esa conciencia de que no había salida.
Tomé
la mía, me escapé.
Y
también me siento responsable.
Hemos
pasado: vivimos cuarenta, cincuenta años argentinos y no dejamos nada que valga
la pena recordar (más que un país en ruinas, su eterna calesita, sus reacciones pobres).
Debe
haber logros, pero no logro verlos; vale la pena discutirlo.
Es
cierto que en algunos aspectos la vida es más libre que hace 50 años.
Pero
muchas de esas libertades que no existían entonces —sexuales, sobre todo—
llegaron de otras culturas y nos limitamos a adoptarlas, ni siquiera del todo:
el aborto, por ejemplo, sigue siendo ilegal gracias a la sumisión de nuestras
autoridades al autoritarismo sin autoridad de la iglesia católica.
Y el resto de
los cambios viene de técnicas que inventan los estadounidenses y los chinos
fabrican.
Nosotros,
mientras, la cagamos; es tan fácil saber que la cagamos.
¿Y
qué se puede hacer cuando queda tan claro?
¿Mirar
para otro lado, buscar a quién echarle culpas, negar todo, disimular o incluso
convencernos de que la cosa no es tan grave?
Ninguna
de esas reacciones sirve para empezar a arreglar nada.
Aunque,
quizá, la idea de que los que la cagamos podamos arreglarla es otra forma de
escaparnos.
Quizá
sea hora de que nos demos por vencidos —por nosotros mismos— y nos retiremos,
dejemos el espacio a otros que, probablemente, lo puedan hacer aún peor.
Pero
es difícil: nadie se retira a los 60, a los nuevos 40 o 25 o 37 y medio.
¿Entonces?
¿Decidir
que vamos a ser distintos, como se deciden cosas el día de fin de año, el día
del cumpleaños?
¿Decidir
que quizá no podamos ser distintos pero sí actuar distinto, buscar otras
maneras?
¿Decidir
que vale la pena dejar de lado estupideces y fanfarrias y hacerse cargo del
desastre, sabiendo que construimos con barro, sabiendo que no se puede
construir con barro si uno pretende que es cemento?
¿Aceptar
que ya perdimos nuestra oportunidad, que si acaso, en esa construcción, ya
serán otros los que lleven el ritmo, los que manden, pero aun así valdría la
pena colaborar en lo posible?
¿Aceptar
que deberíamos ayudar en una búsqueda cuyos resultados, si los hay, nunca vamos
a ver?
Hay
un país, lo reventamos.
Negarlo
es la manera más segura de seguir haciéndolo.
Un
país, pese a todo.
Quizá
valga la pena discutirlo, resignarse a pensarlo: reinventarlo.
Martín
Caparrós es periodista y novelista argentino.
Vive
en España.
Sus
libros más recientes son "El hambre" y "Echeverría"
No hay comentarios:
Publicar un comentario