"De Argentina para el mundo..."



Caricatura de Alfredo Sabat

viernes, 8 de septiembre de 2017

El Che (2)

De la revuelta a la revolución 

La vida de Ernesto Guevara es una supuesta "evolución" del rebelde al revolucionario.
Todos sus múltiples biógrafos narran la lucha permanente por superar los obstáculos físicos —como el asma—,
los prejuicios sociales y la insatisfacción intelectual, siguiendo el muy manido arquetipo de los años de formación del héroe.
Algo se agitaba siempre dentro de él, una insatisfacción íntima que hizo que, en muy poco tiempo, el áspero señorito universitario se desclasara tras dos viajes iniciáticos por América, muy parecidos a los de Kerouac en On the Road:
¿Cabe algo más atractivo para millones de adolescentes sedentarios y frustrados?
Sus experiencias en Bolivia, Guatemala y México le alejan del marxista europeo típico:
No es una flor de estufa, ni un ratón de biblioteca, ni un panoli de oenegé
Su base teórica es elemental, pero la conversión al comunismo en México no viene de los libros, sino de la vida, de un proceso interior y de unas experiencias sentimentales y morales.
Indudablemente, Guevara fue un hombre de gran inteligencia que llega al marxismo por indignación y no por razonamientos doctrinales, y siempre será, para la ortodoxia marxista, un inmaduro, un peligroso aventurero.
Su conversión a la nueva fe se vio fortalecida, además, por un ascetismo innato que le permitirá superar las durísimas pruebas que le esperaban; también por una sed de sangre que nunca ocultó.
Para él, la revolución era una diosa que exigía muchos sacrificios sobre el altar.

Los biógrafos guevaristas (Anderson, Taibo, Castañeda, etcétera) relatan minuciosamente su leyenda dorada, que es la lectura hagiográfica indispensable para que todo progre que se precie reviva desde el sofá la pasión y muerte del mártir al que no tiene la menor intención de imitar.
En realidad, sus andanzas americanas cobrarán sentido cuando aparezca Fidel.
Sin el líder cubano, la vida de Ernesto Guevara nunca hubiera sido el ejemplo —afortunadamente inalcanzable— de tantos revolucionarios de nuestra sacrificada y espartana gauche caviar.
El Fidel de 1956 no era comunista, sino un nacionalista revolucionario que se había fraguado en la lucha política de la Cuba de los 40.
Es la fuerza vital de Fidel, un caudillo nato, un jefe de hombres, la que arrastra a Guevara a la loca aventura del Granma,
quijotada que ningún marxista ortodoxo habría aprobado.
Es Fidel quien convierte a Guevara en el guerrillero y revolucionario que conocemos.
Es Fidel el que galvaniza y transforma a todos los que le siguen a la Sierra Maestra.
Fidel, como Bolívar, como Cortés, como Cabrera, es uno de esos caudillos hispanos que tanto despreciaba Marx, pero sin los que los hombres de sangre española no sabemos hacer nada importante, para bien o para mal.
El propio Che lo reconoce de manera nada leninista en 1959:
"Me ligaba, desde el principio, un lazo de romántica simpatía aventurera y la consideración de que valía la pena morir en una playa extranjera por un ideal tan puro".
En 1958, poco diferenciaba a los rebeldes del M26 de sus antepasados carlistas y mambises. A Marx sólo Guevara lo leía allá, entre los guajiros del Oriente.

Las campañas de la guerrilla en Sierra Maestra, el Escambray y en el frente urbano hubieran sido inconcebibles en cualquier otro país que no fuera la Cuba gangsteril, corrupta y semicolonial de Batista.
Ni en la República Dominicana de Trujillo ni en la Nicaragua de los Somoza se les hubiesen facilitado tanto las cosas a los rebeldes.
En España, el M26 no le habría aguantado un fin de semana a la Guardia Civil de don Camilo Alonso Vega.

¿Por qué, pues, vencieron los barbudos?
No por la fuerza militar, sino porque Cuba no era un Estado real, sino un sindicato de hampones…
El absoluto desprestigio de la dictadura batistiana originó la negativa de soldados y oficiales no sólo a morir, sino incluso a poner en peligro su pellejo por defender a un comisionista de las mafias del juego yanquis.
Pero tan importante como la debilidad del adversario fue la enorme campaña de imagen de los rebeldes, fomentada por los propios Estados Unidos (poca gente contribuyó tanto al crecimiento del imperio soviético como los liberales anglosajones, de Roosevelt en adelante).
En 1958, la administración Eisenhower abandonó a Batista y éste, que nunca fue un héroe, preparó con tiempo su equipaje. 
No es ningún secreto que la infiltración de la guerrilla del Che desde Sierra Maestra hasta Santa Clara se realizó con la vista gorda de buena parte del ejército del tirano.
Y en ningún sitio se enfrentaron los rebeldes a una resistencia obstinada al estilo de la de los nacionales españoles en 1936 o de los blancos rusos de 1918.
Esta falta de oposición fue el resultado del sentimiento nacionalista de la inmensa mayoría de los cubanos, que odiaban de forma unánime el régimen imperante y no se esperaban una dictadura comunista, sino un régimen vagamente social.
También les facilitó mucho las cosas el que la burguesía cubana no era nacional y, en caso de apuro, como sucedió entre 1959 y 1960, podía hacer las maletas, transferir sus cuentas a EE. UU. y volar a Miami en cuestión de un día.
La clase dominante no se encontraba, ni mucho menos, entre la espada y la pared.

En 1959, Fidel les dio a los cubanos algo de lo que hasta entonces carecían: un Estado.
No tardarían en pagar su precio.
Para fortalecerlo, los guerrilleros de Sierra Maestra tenían que borrar de la isla el poder yanqui.
Los rebeldes se transformaron, casi sin querer, en revolucionarios.

Ni el imperio anglo iba a tolerar que se alborotara su patio trasero ni los nacionalistas cubanos iban a permitir que se mantuvieran las viejas (aunque prósperas) estructuras de dominación.

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