De
la revuelta a la revolución
La vida de
Ernesto Guevara es una supuesta "evolución" del rebelde al
revolucionario.
Todos
sus múltiples biógrafos narran la lucha permanente por superar los obstáculos
físicos —como el asma—,
los
prejuicios sociales y la insatisfacción intelectual, siguiendo el muy manido
arquetipo de los años de formación del héroe.
Algo
se agitaba siempre dentro de él, una insatisfacción íntima que hizo que, en muy
poco tiempo, el áspero señorito universitario se desclasara tras dos viajes
iniciáticos por América, muy parecidos a los de Kerouac en On the Road:
¿Cabe
algo más atractivo para millones de adolescentes sedentarios y frustrados?
Sus
experiencias en Bolivia, Guatemala y México le alejan del marxista europeo
típico:
No es una flor
de estufa, ni un ratón de biblioteca, ni un panoli de oenegé…
Su
base teórica es elemental, pero la conversión al comunismo en México no viene
de los libros, sino de la vida, de un proceso interior y de unas experiencias
sentimentales y morales.
Indudablemente,
Guevara fue un hombre de gran inteligencia que llega al marxismo por
indignación y no por razonamientos doctrinales, y siempre será, para la ortodoxia marxista, un inmaduro, un peligroso
aventurero.
Su
conversión a la nueva fe se vio fortalecida, además, por un ascetismo innato
que le permitirá superar las durísimas pruebas que le esperaban; también por
una sed de sangre que nunca ocultó.
Para
él, la revolución era una diosa que exigía muchos sacrificios sobre el altar.
Los
biógrafos guevaristas (Anderson, Taibo, Castañeda, etcétera) relatan
minuciosamente su leyenda dorada, que es la lectura hagiográfica indispensable
para que todo progre que se precie reviva desde el sofá la pasión y muerte del
mártir al que no tiene la menor intención de imitar.
En
realidad, sus andanzas americanas cobrarán sentido cuando aparezca Fidel.
Sin
el líder cubano, la vida de Ernesto Guevara nunca hubiera sido el ejemplo
—afortunadamente inalcanzable— de tantos revolucionarios de nuestra sacrificada
y espartana gauche caviar.
El
Fidel de 1956 no era comunista, sino
un nacionalista revolucionario que se había fraguado en la lucha
política de la Cuba de los 40.
Es
la fuerza vital de Fidel, un caudillo nato, un jefe de hombres, la que arrastra
a Guevara a la loca aventura del Granma,
quijotada que
ningún marxista ortodoxo habría aprobado.
Es
Fidel quien convierte a Guevara en el guerrillero y revolucionario que
conocemos.
Es
Fidel el que galvaniza y transforma a todos los que le siguen a la Sierra
Maestra.
Fidel,
como Bolívar, como Cortés, como Cabrera, es uno de esos caudillos hispanos que
tanto despreciaba Marx, pero sin los que los hombres de sangre española no
sabemos hacer nada importante, para bien o para mal.
El
propio Che lo reconoce de manera nada leninista en 1959:
"Me
ligaba, desde el principio, un lazo de romántica simpatía aventurera y la
consideración de que valía la pena morir en una playa extranjera por un ideal
tan puro".
En
1958, poco diferenciaba a los rebeldes del M26 de sus antepasados carlistas y
mambises. A Marx sólo Guevara lo leía allá, entre los guajiros del Oriente.
Las
campañas de la guerrilla en Sierra Maestra, el Escambray y en el frente urbano
hubieran sido inconcebibles en cualquier otro país que no fuera la Cuba
gangsteril, corrupta y semicolonial de Batista.
Ni
en la República Dominicana de Trujillo ni en la Nicaragua de los Somoza se les
hubiesen facilitado tanto las cosas a los rebeldes.
En
España, el M26 no le habría aguantado un fin de semana a la Guardia Civil de
don Camilo Alonso Vega.
¿Por
qué, pues, vencieron los barbudos?
No
por la fuerza militar, sino porque Cuba no era un Estado real, sino un
sindicato de hampones…
El
absoluto desprestigio de la dictadura batistiana originó la negativa de
soldados y oficiales no sólo a morir, sino incluso a poner en peligro su
pellejo por defender a un comisionista de las mafias del juego yanquis.
Pero
tan importante como la debilidad del adversario fue la enorme campaña de imagen
de los rebeldes, fomentada por los propios Estados Unidos (poca gente
contribuyó tanto al crecimiento del imperio soviético como los liberales
anglosajones, de Roosevelt en adelante).
En
1958, la administración Eisenhower abandonó a Batista y éste, que nunca fue un héroe,
preparó con tiempo su equipaje.
No
es ningún secreto que la infiltración de la guerrilla del Che desde Sierra
Maestra hasta Santa Clara se realizó con la vista gorda de buena parte del
ejército del tirano.
Y
en ningún sitio se enfrentaron los rebeldes a una resistencia obstinada al
estilo de la de los nacionales españoles en 1936 o de los blancos rusos de
1918.
Esta
falta de oposición fue el resultado del sentimiento nacionalista de la inmensa
mayoría de los cubanos, que odiaban de forma unánime el régimen imperante y no
se esperaban una dictadura comunista, sino un régimen vagamente social.
También
les facilitó mucho las cosas el que la burguesía cubana no era nacional y, en
caso de apuro, como sucedió entre 1959 y 1960, podía hacer las maletas, transferir
sus cuentas a EE. UU. y volar a Miami en cuestión de un día.
La
clase dominante no se encontraba, ni mucho menos, entre la espada y la pared.
En
1959, Fidel les dio a los cubanos algo de lo que hasta entonces carecían: un Estado.
No
tardarían en pagar su precio.
Para
fortalecerlo, los guerrilleros de Sierra Maestra tenían que borrar de la isla
el poder yanqui.
Los rebeldes se
transformaron, casi sin querer, en revolucionarios.
Ni
el imperio anglo iba a tolerar que se alborotara su patio trasero ni los
nacionalistas cubanos iban a permitir que se mantuvieran las viejas (aunque
prósperas) estructuras de dominación.
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