Nunca
tanto se sacó de tan poco. Ernesto Guevara sólo ganó una gran guerra: la de los
fotógrafos. Pero esa victoria ha valido por mil batallas.
Sertorio
Nunca
tanto se sacó de tan poco.
Ernesto
Guevara sólo ganó una gran guerra: la de
los fotógrafos.
Pero
esa victoria ha valido por mil batallas.
Si
algo hay que admirar en la estrategia comunista es su capacidad de elevar a los
altares a sus dirigentes y de fabricar mitos con muy poquita cosa, verbigracia: La Pasionaria.
Uno
podrá discutir la dimensión moral y política de Lenin, Stalin o Mao, pero es
innegable su grandeza histórica, aunque sea maligna; hasta ahí podemos
coincidir con el agit-prop.
Lo
mismo nos pasa con alguna épica bolchevique que es inevitable admirar:
Las
cabalgadas de la caballería roja de Budionni, la defensa de Leningrado o la
resistencia de Vietnam ante la apisonadora norteamericana.
Bien
es cierto que, más que un propósito ideológico, lo que animaba al Ejército Rojo
y al Vietcong era el amor a la patria, esa fuerza que el marxismo rechaza.
Por
eso, Richard Sorge, Wilhelm Pieck, Kim Philby, Janos Kádar o el matrimonio
Rosenberg son unos perfectos héroes del comunismo, pues traicionaron a sus
naciones para defender a la URSS.
Eran
marxistas-leninistas antes que alemanes, ingleses o húngaros, cosa más acorde
con esa ideología que siempre renegó de las patrias.
Sin
embargo, el auge rojo del siglo XX no se puede desvincular del sentimiento
nacional.
Allí
donde triunfó, el marxismo-leninismo utilizó dos bazas:
La
invasión soviética o la alianza con el nacionalismo revolucionario para más
tarde suplantarlo.
En
Europa del Este y Afganistán se optó por la primera opción, y el resultado fue
el rechazo popular hacia la nomenklatura impuesta por el ocupante.
La
segunda alternativa es la de China, Vietnam, Yugoslavia o la misma URSS desde
1941, cuando tira a la basura el internacionalismo proletario y vuelve a ser la
Madre Rusia, cada vez menos roja.
Los
regímenes surgidos de un movimiento campesino, nacionalista y revolucionario
han sido más sólidos que los que nacieron de la mera imposición de una potencia
imperial.
La revolución
cubana pertenece a la segunda categoría, pero se diferencia de las otras en que
el precio a pagar fue muchísimo menor.
Frente
a los cataclismos sociales de China y Rusia o a la feroz lucha por la
independencia de Vietnam y Yugoslavia, Cuba fue un escenario más suave.
Cuando
Fidel entró en La Habana, muchos de los barbudos del Ejército Rebelde ni
siquiera eran comunistas.
Más
aún, la mayor parte de ellos albergaba la imagen negativa que la propaganda
yanqui difundía de las hordas bolcheviques.
En
realidad, el partido comunista de Cuba fue un aliado de Fulgencio Batista y
condenó repetidas veces el aventurerismo de Castro.
Una
de las paradojas de la revolución cubana es que se impuso a pesar del partido.
No
fue la primera vez.
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