El papa Paco transfigurado en el papá Che
Fuente:
El Manifiesto.com
No,
el papa Francisco no cree en la verdad.
Por
eso juega tan alegremente el juego del engaño y la incoherencia calculada y disimulada.
Entrevista
con Francisco Soler
Francisco
José Soler Gil es un filósofo al que encontraremos con frecuencia recorriendo
la comarca fronteriza entre las ciencias naturales y la filosofía.
El
escarpado y neblinoso paraje donde confluyen la ciencia, la filosofía y la
teología resulta especialmente de su agrado, como muestra la obra que publicara
junto con Martín López Corredoira en Ediciones Áltera (¿Dios o la materia?).
La
redacción de El Manifiesto se adentra ahora en ese terreno agreste, para
recabar su opinión acerca del pontificado del papa Francisco I.
P.―
Usted fue de los primeros en alzar la voz de alarma, a los pocos meses del
inicio del pontificado de Francisco I, y lo hizo precisamente desde las páginas
de El Manifiesto («Quo vadis
Franciscus?»). Lo acusaba entonces de relativismo, y de dilapidar el legado
de sabiduría de sus predecesores. ¿Mantendría hoy esas palabras?
R.― No sólo las
mantendría, sino que tendría que subrayarlas. Pues en 2013 aún era posible
concederle el beneficio de la duda: podía ocurrir que aquellas primeras
declaraciones intelectualmente disolventes del pontífice fueran efecto de
deslices involuntarios de un personaje frívolo y poco experto en temas de
pensamiento.
Que el personaje
es frívolo, ha quedado entretanto sobradamente demostrado.
Como
también sus carencias filosófico-teológicas (entre otras).
Pero
no creo que ya a estas alturas haya nadie que siga pensando que lo suyo son
deslices involuntarios.
Ni
tampoco malentendidos por parte de los medios.
Es
evidente que no lo son: nos encontramos
ante un sofista de tomo y lomo.
P.
― ¿Por qué un sofista?
R. ― Me explicaré.
El
amor apasionado a la verdad es un presupuesto básico de la filosofía.
Un
amor apasionado hasta el punto de que, desde Sócrates en adelante, en Occidente
muchos han estado dispuestos a morir por ideas que consideraban verdaderas.
Y
ese sacrificio ha sido un impulso decisivo de nuestra cultura: uno de los
principales motores del despliegue de nuestra civilización occidental.
Pues bien, lo
más opuesto al amor apasionado a la verdad es la actitud sofística.
El
sofista emplea las palabras y los argumentos para dirigir al auditorio en la
dirección que desea, pero sin jugar limpio:
No
lo hace con conceptos claros que respeten el significado común de los términos;
ni con argumentos consistentes que respeten las reglas de la lógica.
Esforzarse
por los conceptos claros y los argumentos bien construidos es propio del amor
filosófico a la verdad.
Pero el sofista
no se interesa por estas cosas, porque no cree en la verdad.
Lo
suyo es usar cualquier arma retórica que el lenguaje pueda proporcionarle
–legítima o no– para mover al interlocutor hacia determinados pensamientos o
acciones en los que está interesado.
P.
― ¿El papa Francisco no cree en la verdad?
R. ― No.
P.
― Ésta es una afirmación rotunda. ¿Podría justificarla de algún modo?
R. ― Para
justificarla bien hay que descender a considerar los múltiples casos concretos
en los que el papa ha actuado como un sofista.
Hay
algunos sitios de Internet (como el benemérito blog Wanderer, en nuestro ámbito
hispanohablante) donde están quedando documentados esos casos, uno por uno, con
un detalle analítico y una paciencia que muestran no sólo la miseria
intelectual de este pontificado, sino también la pasión filosófica de los que
participan en el esfuerzo desenmascarador.
También
hay filósofos de primera fila, como Robert Spaemann y Josef Seifert, que han
puesto el dedo en varias de las llagas más sangrantes.
Pero, si usted
quiere, le puedo mencionar a modo de ejemplo uno de los trucos favoritos del
papa Francisco:
Realizar
declaraciones buscada mente ambiguas y redactar en documentos oficiales frases
no menos ambiguas que puedan ser empleadas como punto de apoyo por aquellos que
quieren cambiar la doctrina de la Iglesia en temas esenciales, al tiempo que
puedan ser empleadas para consolar a los que quieren creer que nada está
cambiando.
Que
nada importante está siendo demolido en el edificio.
Ambigüedad,
equivocidad, turbiedad.
Una
niebla generada a propósito para sustituir el pensamiento tradicional de la
Iglesia, no a la manera franca y honrada en que lo harían los filósofos
–reconociendo abiertamente que han dejado de creer en ciertas tesis, y que a
partir de ahora van a defender otras posiciones–, sino con la voluntad de
engaño que caracteriza al sofista.
No, el papa
Francisco no cree en la verdad.
Por
eso juega tan alegremente el juego del engaño, la infra determinación del
discurso, y la incoherencia calculada y disimulada.
P.
― ¿Pero no fue el propio Cristo el que dijo «Yo soy la Verdad»?
R. ― Saque usted
mismo las conclusiones oportunas...
P.
― ¿En qué cree entonces el papa Francisco?
R. ― Bien. Lo que no se puede negar es que se trata de
un hombre de su tiempo.
Concretamente,
en lo teórico se mueve en ese marco ideológico escurridizo –sin forma, ni
contorno, ni sustancia asible–, del cristianismo posmoderno al estilo de
Vattimo.
Y
en lo ético-práctico su discurso es el del buenismo zapateril más pedestre.
(¿Recuerda,
por mencionar una sola anécdota, sus «diez consejos para la felicidad»?
También
en aquella ocasión estuve comentando algo al respecto en El Manifiesto...
Aunque
tal vez sea mejor no descender a detalles; toda
esta historia es tan penosa...)
En
definitiva, Bergoglio es un hombre de su tiempo, ¡qué duda cabe!
Un
hombre cien por cien mundano, situado a la cabeza de la institución que menos
mundana debería ser...
P.
― ¿Y no es mejor así? ¿No es tiempo ya de que la Iglesia vaya abandonando su
guerra de siglos contra el mundo?
R. ― Es que la
historia de la humanidad no conoce una tensión más creativa que la que ha
tenido lugar durante siglos en Occidente entre las instituciones y los
pensadores seculares, por un lado, y las instituciones y los pensadores de la
Iglesia, por el otro. Considere, por ejemplo, la universidad medieval,
polarizada entre la facultad de teología y la de artes.
De
la tensión entre ambas habría de terminar naciendo tanto la ciencia moderna
como las teorías modernas del Estado, del derecho, del poder político, de los
intercambios económicos…
Sí,
en el fondo, la tensión creativa entre la facultad de filosofía y la de
teología constituye el alma de la universidad occidental. Y la raíz de lo mejor
del pensamiento occidental en su totalidad…
La
guerra de la Iglesia contra el mundo es, en realidad, el gran secreto de
nuestra civilización: el factor que ha impedido que el pensamiento occidental
quedara en alguna fase cristalizado y ritual izado, como ha ocurrido, en
cambio, en otras grandes civilizaciones.
Por
eso, la rendición del clero a la ideología del mundo posmoderno («pos-fáctico»,
«pos-dogmático», «trans-ético»..., una ideología muy «pos-» y muy «trans-» en
todo...), a la que estamos asistiendo en estos momentos, y de la que el papa Francisco es promotor y símbolo, ha de ser
entendida como un indicador de hasta qué extremo ha llegado la debilidad y la
decadencia intelectual de Occidente.
P.
― El clero, ¿se ha cansado entonces de sostener su parte en esa lucha creativa?
R. ― Eso parece.
Tal vez no en su conjunto, pero al menos una parte muy significativa del mismo.
Y
así multiplican los gestos para hacerse perdonar la vida por parte del mundo,
apuntándose a cualquier causa y reivindicación que crean que les dará crédito
en los ambientes dominados por las modas ideológicas del momento.
Obviamente,
terminarán cosechando lo que se merecen: un
infinito desprecio, por parte de todos.
Pues
en el fondo, con su deserción, con su entreguismo, están traicionando a todos: A los amigos y a los enemigos.
Y
es que, si la sal se vuelve sosa…
P.
― ¿Se siente personalmente traicionado por el papa y por el clero en general?
R. ― Sí, sin duda.
P.
― A lo largo de su carrera ha publicado usted varios libros sobre las
relaciones entre ciencia, filosofía y teología, defendiendo una posición
teísta.
Estoy
pensando en obras como ¿Dios o la materia?, Mitología materialista de la
ciencia, Dios y las cosmologías modernas, Lo divino y lo humano en el universo
de Stephen Hawking… ¿Volvería a escribir esas obras?
R. ― Por supuesto.
Y además, con un motivo doble:
En
primer lugar, porque hay que distinguir muy bien entre la interferencia
accidental que supone el circo que está montando el clero ignorante y
pusilánime que nos ha tocado padecer, y la cuestión filosófica que late en el
fondo de esos trabajos.
La
cuestión de fondo, la que alienta esas investigaciones en la frontera entre
ciencia, filosofía y teología, es la pregunta acerca de cuál sea la realidad
fundamental, la forma de realidad sobre la que debemos apoyarnos en nuestra
comprensión global del ser: si es la materia inerte, o más bien la
inteligencia.
O
si ni lo uno ni lo otro. Se trata de ver hasta dónde podemos llegar buscando
una respuesta a esto…
P.
― ¿Y no le parece que se trata una pregunta pasada de moda en un contexto
cultural posmoderno? Supongo que ni al papa Francisco ni a sus compañeros de
armas les interesará especialmente este tipo de estudios…
R. ― En efecto,
desde un punto de vista posmoderno, y pos fáctico, la cuestión de cuál sea la
realidad primera es una cuestión carente de interés.
El sofista no se
interesa por asuntos así.
Pero
precisamente ése es el segundo motivo para plantearla.
Y
el que me gustaría subrayar ahora.
Porque
insistir, justo en estos momentos, en los temas importantes de la filosofía,
insistir en la indagación de semejantes temas, y hacerlo en diálogo con la
tradición filosófica occidental y con confianza en el poder de la razón, constituye
un acto de rebeldía.
De
resistencia contra la barbarie y la decadencia intelectual en la que nos
hallamos inmersos.
La
mayor parte de nosotros no tenemos influencia alguna en el curso de los
acontecimientos del mundo.
No
podemos influir ni en Roma, ni en Berlín, ni en Nueva York.
Pero
podemos al menos esforzarnos por mantener en nuestro entorno inmediato
ambientes de pensamiento fuerte, de búsqueda apasionada de la verdad, en medio
de tanta destrucción, tanto abandono y tanta charlatanería posmoderna...
P.
― ¿Un poco a la manera de nuevos ambientes monacales?
R. ― Quizás. Algo
así…
Y
quién sabe si estos ambientes no podrán llegar a convertirse algún día en
semillas de renacimiento.
Quién
sabe si entre los restos del naufragio en el que se ha convertido nuestra
cultura (¡y nuestra Iglesia!) no veremos desarrollarse de nuevo un pensamiento
occidental vigoroso, digno del que produjeron nuestros antepasados.
En
todo caso, es una tarea que merece la pena.
A
pesar de todo…
Y,
por supuesto, a pesar de Bergoglio y de sus zarpazos de bárbaro a la Veritatis
splendor y la Fides et ratio.
No
puedo probarlo, pero estoy convencido de que los bárbaros terminarán
extinguiéndose mucho antes que el esplendor de la verdad…
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