SERTORIO
Yo
fui uno de los diez mil...
Yo
estuve allí y vi a miles de españoles que se negaban a que el Gobierno dejase
morir a la patria.
Junto
con la avanzadilla madrileña de El Manifiesto, contemplé con una mezcla de
esperanza y tristeza todo aquello.
Tristeza por la
cobardía de Rajoy y de su partido, que nos habían arrastrado a esta
situación.
Esperanza
por las banderas desplegadas en todo Madrid, en el centro y en la periferia,
desde el Retiro hasta Torrejón, donde curiosamente llegué a ver las enseñas
españolas atadas junto a las ucranianas en los balcones de varias casas.
Todos
desobedeciendo al Gobierno de Su Majestad, empeñado en que ocultemos las
banderas, callemos nuestra indignación y dejemos hacer a los enemigos de la
patria.
Pese
al Gobierno, pese a estos nuevos afrancesados, pese a los torpes esbirros de
Pepe Botella, los españoles salieron a la calle y las ventanas florecieron de
rojo y gualda.
Que
la Prensa Única del Régimen nos ignore, nos insulte y nos manipule, tampoco
nos extraña.
Son
cuarenta años tapándonos la boca y mintiendo sobre nosotros.
No
nos pillan de nuevas.
Hay
un viejo dicho ruso que dice: “Cuando hay Pravda (“verdad” en la lengua de
Tolstoi) no hay Izvestia (“noticias”) y cuando hay Izvestia no hay Pravda”, en
referencia a los dos grandes periódicos de la prensa estalinista.
No
muy diferentes son aquí las cosas.
Unos,
directamente, nos difaman desde el papel y las ondas.
Otros
tratan de apoderarse de un modesto éxito que no es suyo, sino que es contra
ellos.
Sorprende
que los cuatro gatos que hemos surgido de los geriátricos y las cavernas
reaccionarias llamemos tanto la atención de los órganos del oligopolio dedicado
a la propaganda antinacional:
Desde
La Vanguardia ex española hasta el ABC, desde El País hasta El Mundo, a todos
les ha escocido que quede gente, por poca que sea, dispuesta a no
comulgar con sus ruedas de molino.
Pues
nada, como dice la musa popular:
Ajo y agua; fue un placer haberles jeringado, señores
oligarcas.
Los
que allí estábamos no teníamos más militancia común ni más objetivo que el muy
elemental que se gritaba una vez y otra, sin parar, como un melisma primitivo,
casi monocorde: ¡España, una!
En
eso estábamos todos de acuerdo, en eso comulgábamos sin el menor asomo de duda,
dispuestos a sacrificar lo que sea por mantener algo que debería ser sagrado
por mero instinto de conservación político y que hoy parece objeto de almoneda
y regateo para chalanes políticos de baja estofa.
Otra
gente gritó otras cosas, desde luego, hasta una cabeza loca profanó el ambiente
de unión sagrada con un viva al rey acogido por un clamoroso silencio, el mismo
que llevamos escuchando en Palacio tras las pitadas de agosto en Barcelona.
No
es un espectáculo muy habitual en estos cuarenta años de ocultación y
menosprecio de los símbolos nacionales, de vista gorda ante la profanación y
quema de banderas o de pitadas al himno, que los españoles saquemos con orgullo
esos símbolos vejados durante cuatro décadas.
Sólo
nos faltó una cosa:
Un
himno verdadero, no la raquítica Marcha Real sin letra (pese al loable esfuerzo
de Pemán), mera señal sonora de la presencia del Borbón de turno, sino una
canción que encienda los corazones.
Contaba
Baroja en El escuadrón del Brigante, novela
cuya lectura recomiendo, que los franceses, cuando eran atacados por el
Cura Merino y se veían en una situación desesperada, se agrupaban, cerraban
filas para aguantar el último asalto y tronaba La Marsellesa para desafiar al
miedo, al enemigo y a la muerte.
Si
fuéramos rusos, habríamos cantado con tonos vibrantes y solemnes el hermoso
himno nacional y todas las canciones patrias de ese pueblo heroico:
La
marcial Slavianka, la poderosa Slavsya de Glinka o la Guerra sagrada.
No
es que no tengamos una gran canción patriótica, de hecho contamos con dos:
El
Oriamendi y el Cara al Sol, hoy proscritos por la memoria histórica leninista,
esa que este Gobierno eternamente pusilánime no quiso derogar.
De
haberse entonado en aquel acto, hubiesen provocado un chaparrón de protestas
por parte de la biempensancia y quien sabe si cargas policiales y detenciones.
Uno
puede berrear la incitación al genocidio de los versos de Els segadors y es un
perfecto y respetable demócrata.
En
cambio, un multazo de tronío le espera si canta usted el hermoso y poético Cara
al Sol, compuesto por un vasco, con aires de zorzico, y ejecutado por primera
vez en Cegama, en la iglesia donde reposan los restos del gran Zumalacárregui,
gure generala.
Así
está España,
señor mío.
El
himno mudo no es mala cosa para los defensores de este régimen, que han ahogado
el sentimiento español a conciencia durante decenios.
Para
ellos, España no era la patria histórica del pueblo español, con sus símbolos y
sus mitos, sino un espacio de “disfrute de derechos” subordinado al gólem
oligárquico de la Unión Europea; es decir, la ambición del régimen es convertir
a España en una no patria, con el mínimo de nación necesario para mantener la
fachada estatal.
La
aniquilación de nuestra identidad es un proyecto que viene de arriba y que goza
del consenso unánime de toda la casta política, en unos por odio (Podemos) y en
otros por simple subordinación a los mandatos de los poderes económicos (PP y
PSOE).
Por
eso, en la prensa del régimen se nos decía que nos quedáramos en casa y que no
sacásemos las banderas al aire.
Si
algo ha fabricado el régimen del 78 es extranjeros.
Empeñado
el régimen en exterminar a España, en confundirla con la Constitución, en
desvitalizarla, en desangrarla con dosis letales de “Uropa”, resultó que, ya
que la patria grande se les negaba, las masas de Cataluña y Vasconia decidieron
crearse su propia nación con sus mitos, historia y reivindicaciones.
El
amor a la patria española, proscrito de la escuela y la sociedad por el régimen
del 78, fue naturalmente sustituido por el nacionalismo vasco, catalán o
galaico con el beneplácito de Madrid, constante animador de la quiebra del
principio patriótico.
Pese
a la obsesión liberal por aniquilar el nacionalismo, éste existe queramos o no,
es natural en todos los espíritus y surge espontáneamente.
Y
si no puede ser español, pues será vasco, gallego o aranés.
Pero
la cosa no ha quedado en eso:
Se
ha fomentado la islamización masiva sin tomar en cuenta la seguridad nacional y
el choque de identidades. No importaba, el capitalismo salvaje de la
globalización iba a convertirnos a todos en una masa anónima y embrutecida de
televidentes homologables con cualquier plebe del planeta.
Ya
sabemos el final de esta historia:
El
islam será pronto la primera religión practicada de la posible República
Democrática de Cataluña, que se volverá Yamahiriya islámica en menos tiempo de
lo que pensamos.
Varios
millones de “nuevos extranjeros” vascos, gallegos y catalanes han sido la
consecuencia de negar a España, a su historia y a sus raíces.
Si
sólo los intereses económicos y los derechos civiles justifican la existencia
de un Estado, ¿por qué no pueden las regiones más prósperas montar su propia
estructura política y disfrutar de supuestos mejores niveles de renta y de
democracia?
¿Con
qué pretexto progresista se lo podemos impedir?
El
propio sistema de 78 justifica la secesión.
Si
todo se puede discutir, también se puede votar.
Es
lo que pasa cuando el Estado carece de valores absolutos aparte del nefasto
diálogo.
El
fin de Occidente será, sin duda, el de las naciones que lo forjaron. España,
con sus taifas neofeudales, y Francia, con su islamización imparable, marcan el
futuro.
Pero
la Historia tiene sus imprevistos, sus desvíos y sus retornos.
Nuestra
misión, pase lo que pase, es defender las viejas banderas y seguir cantando la
letra de los antiguos himnos a nuestros hijos.
Eso
se llama Tradición y es la señal de
la buena casta.
Quienes
la niegan se llaman bastardos.
Nota
de la Redacción.-
Es
un placer tener que puntualizar las palabras de nuestro colaborador señalando
—nos acabamos de enterar ahora mismo— que sí se cantó el Cara al Sol en la
manifestación celebrada delante del Ayuntamiento podemita de Madrid.
Un
pequeño grupo, es cierto, pero de gente joven y de casta
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