Por HUGO ALCONADA MON *
La noticia pasó de largo en los medios de
comunicación y agencias de noticias de la Argentina y el resto de América
Latina.
Apenas un par de cables, del 22 de diciembre,
informaron que un exejecutivo de la multinacional alemana Siemens se declaró
“no culpable” ante una Corte Federal en Nueva York de lavar dinero para pagar
coimas en la Argentina y, por tanto, afrontará un juicio oral en Estados Unidos
en julio de este año.
Dicho de otro modo, la justicia de Estados Unidos detuvo y juzgará a un alemán por presuntos
delitos cometidos en la Argentina, donde esos crímenes siguen impunes desde
hace ya veinte años.
O: la justicia de Estados Unidos juzgará lo
que la de la Argentina no pudo o no quiso juzgar durante las últimas dos
décadas.
Y eso nos lleva a algo más profundo que el
“caso Siemens”, algo más sistémico y generalizado que solo un caso en la
Argentina.
Porque aún en los contados casos en que un
acusado se arrepiente y se declara culpable —como ocurrió con Siemens en 2008
y, más acá en el tiempo con el gigante brasileño Odebrecht—, los poderes judiciales del hemisferio se
resisten a aplicar condenas contra el poder político o económico.
Los motivos también son conocidos:
El temor a las represalias en ciertos casos
—y es cierto que más de un juez terminó en la calle por enfrentar al poder— y
la carencia de herramientas indispensables son dos de los principales.
Pero también muchos jueces y fiscales forman
parte del sistema —del “círculo rojo”, como le dicen en la Argentina— que ellos
mismos deberían investigar y condenar.
Comencemos por el inicio.
¿De qué se trata el capítulo argentino del
Caso Siemens?
En 1998, unos años después de dos atentados
terroristas en Buenos Aires, el entonces presidente Carlos Menem ordenó mejorar
los controles fronterizos y modernizar los documentos de identidad y los
pasaportes.
El objetivo era correcto, pero la idea se
sazonó con las tentaciones de unos cuantos y, tras una serie de enjuagues que
incluyeron a varios pesos pesados criollos —entre ellos, Alfredo Yabrán, los
Macri y los Ciccone—, Siemens se quedó con el contrato.
El problema es que esas tentaciones fueron
demasiado lejos, los valores del contrato resultaron demasiado llamativos y Siemens terminó en el peor de los mundos:
Pagó sobornos para ganar el contrato, pagó
para mantenerlo vivo —mientras la justicia argentina iniciaba una investigación
por corrupción— y, tras la asunción del siguiente presidente, Fernando de la Rúa, pagó también a
algunos de sus colaboradores para tratar de resucitarlo.
¿Total?
Siemens pagó más de 106 millones de dólares en sobornos.
Pero aun así, cuando tras el colapso
económico de 2001 la clase política comprendió que no podía darse el lujo de
apoyar una negociación tan escandalosa, se quedó sin contrato.
Para entonces Alemania ya había iniciado su
propia investigación sobre las trampas de Siemens alrededor del mundo y Estados
Unidos metió también sus narices.
Algo similar ocurrió con la corporación
Odebrecht durante los últimos tres años, tras una investigación que comenzó en
Curitiba se expandió tocando a poderosos y ramificándose por varios países,
hasta generar la reacción del Departamento de Justicia estadounidense, que
multó a Odebrecht, como en 2008 sancionó a Siemens.
Por el contrato firmado en la Argentina,
Siemens echó a ejecutivos,
pagó multas millonarias en Alemania y en
Estados Unidos,
pidió perdón alrededor del mundo,
retiró una demanda contra la Argentina ante
el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones
(Ciadi)
y dijo ser una nueva compañía, con prácticas
transparentes y cero corrupción.
Para resumir la historia, los ejecutivos
quedaron a la deriva con sus problemas penales en Alemania, en Estados Unidos y
en la Argentina.
Entre ellos, Eberhard Reichert, un apacible jubilado alemán de 78 años
ahora, pero que en los años noventa fue un alto ejecutivo de Siemens Business
Services (SBS) que viajó a la Argentina en 1998 para firmar el contrato con el
gobierno de Menem y se encargó también
de varios contratos ficticios de consultoría para canalizar los sobornos.
Ahora el Departamento de Justicia de Estados
Unidos lo juzgará, a partir del 16 de julio, por esos fraudes.
Así, mientras Siemens expió sus pecados en
Múnich y Nueva York —multa récord de
1600 millones de dólares—, y sus ex directivos lidian con los platos
rotos, la investigación argentina
sigue sin establecer condenas.
Por el contrario, el expediente que tramita
en Buenos Aires desde 1998 estuvo a un paso de terminar en el archivo o
cerrarse por prescripción.
¿A qué se debe esa inacción?
Nada que a un latinoamericano sorprenda
demasiado, ¿o sí?
Durante años jueces y fiscales no quisieron
investigar,
las defensas plantearon todo tipo de
apelaciones dilatorias,
los políticos evitaron exponerse entre ellos
y los empresarios fueron parte del juego.
Por eso, el Caso Siemens es sintomático del cuadro de
impunidad que impera en la Argentina y otros muchos países de América Latina,
donde la justicia es ciega y dura con los débiles, pero servicial con los
poderosos.
El Caso Siemens representa una oportunidad
perdida en la Argentina y otros países de la región para combatir la corrupción
y terminar con la impunidad.
¿Cuál es el remedio para ese flagelo
permanente?
No hay una receta universal.
Pero Lava Jato aporta algunos indicios que
pueden llenar el vacío y ser imitados en toda América Latina: Mejores herramientas
legales y más presupuesto, sí, pero
también contar con instituciones que seleccionen, promuevan y protejan a jueces
y fiscales que tengan, como decía Tom Wolfe, “lo que hay que tener”.
Jueces y fiscales deben contar con ciertos
recursos legales —como la figura del “arrepentido” o de la “delación premiada”—
que le permitan enfrentar al poder sin temor a perder sus trabajos, quebrar la
omertá —el código mafioso de silencio entre cómplices—, sancionar empresas
corruptas y enviar a la cárcel a los protagonistas del negociado.
Pero incluso las leyes adecuadas, las mejores
herramientas y el contexto ideal de
nada sirve si los magistrados no se comprometen a impartir justicia.
...
* Hugo Alconada
Mon es abogado, prosecretario de redacción del
diario La Nación y miembro del Consorcio Internacional de Periodistas de
Investigación (ICIJ).
Su libro más reciente es "La piñata: El
ABC de la corrupción, de la burguesía nacional kirchnerista y del 'capitalismo
de amigos'".
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