María Zaldívar
Mientras la sociedad se apresta a recordar un
nuevo aniversario del golpe de Estado de 1973, los hechos ocurridos antes y
después siguen enfrentándonos.
La guerra librada en el país para contrarrestar
el ataque subversivo nunca fue debidamente esclarecida.
Desde el retorno al sistema democrático de
gobierno, mucho se ha intentado por echar luz sobre esos años, por buscar
justicia y por contar lo sucedido.
Sin embargo, que cuarenta años después el
tema nos mantenga divididos indica que la revisión no se hizo del todo bien.
Tras el reciente cambio de gobierno, hubo
alguna esperanza en que se caminara hacia una auténtica reconciliación, que no
significa entregar banderas, ni siquiera dejar de sufrir.
Pero para seguir adelante es imprescindible
asumir nuestra historia completa y es lo que no se hizo durante las últimas
décadas.
Cuando las Fuerzas Armadas fueron convocadas
por el Gobierno constitucional para “aniquilar el accionar subversivo”, el país
estaba sumido en el terror, iniciado por el accionar de grupos armados
paramilitares extremadamente violentos, entrenados en Cuba para matar.
El tiempo transcurrido sirve para mirar con
perspectiva los acontecimientos.
Hoy se hace evidente que nunca se alcanzó un
tratamiento pleno de los hechos.
Los movimientos de derechos humanos, que se multiplicaron
en las últimas décadas, se enfocaron en demandas parciales.
Desde entonces, sólo los grupos violentos que
se armaron contra el Estado y el orden institucional del país tuvieron voz.
Se escucharon con exclusividad sus reclamos,
sus historias y su versión de nuestro pasado reciente.
Sin entrar en la discusión respecto de esos
contenidos, la narrativa de los hechos los erigió en víctimas.
Y, casi por defecto, a quienes los
reprimieron, en victimarios.
Pero la realidad suele ser más compleja que
la explicación binaria que se quiso dar a aquella década trágica.
Nos hemos cansado de escuchar: “justicia lenta no es
justicia”.
Pues verdad a medias tampoco es verdad.
Que los terroristas se hayan reivindicado subiéndose al
colectivo de las víctimas de la represión es una lectura sesgada y caprichosa
de los hechos.
Una de las preocupaciones iniciales del
presidente Mauricio Macri fue la de diferenciarse de Fernando de la Rúa, quien
pasó a la historia como un hombre débil de carácter.
En el apremio por generar hechos, Macri se
equivoca y, a veces, rectifica.
Tras sus primeros meses de gobierno y
habiendo aventado aquella sombra al encarar rápidamente varios temas
pendientes, corre otro riesgo: parecer improvisado.
Hacer y, luego de las críticas, deshacer,
puede interpretarse como el producto de decisiones tomadas sin la suficiente
elaboración.
Sus simpatizantes exaltan la virtud de
rectificarse…
Sus detractores, la carencia de convicción
suficiente para defender sus propuestas.
Mientras sus votantes festejan, aún
eufóricos, el alejamiento del kirchnerismo y con él el clima de discordia, las
cadenas nacionales y la arenga permanente, algunos observadores empiezan a
reclamar la existencia de un plan maestro, una proyección más allá de la
coyuntura, un catalizador que oficie de marco a las políticas implementadas.
Sin ello, los indicios en materia de derechos
humanos no son auspiciosos.
Más allá de la firmeza y a propósito del
mensaje que pretende enviar, no suma que
en el tema de derechos humanos el primer mandatario haya sucumbido al lobby de
Abuelas de Plaza de Mayo y del presidente de los Estados Unidos, ya que
ambos responden a intereses particulares que en nada coinciden con los de la
sociedad argentina.
Unas quieren mantener el peso político
obtenido en la década anterior;
el otro, construir un líder latinoamericano
con epicentro en la temática de los derechos humanos, mientras que todos
nosotros necesitamos trabajar sobre esa herida aún abierta.
Los actos previstos por la administración de
Mauricio Macri alrededor del 24 de marzo, haciendo lugar a los reclamos de los
organismos de derechos humanos para que no se escuche a las víctimas del
terrorismo y tomando el año 1976 como fecha de inicio de la tragedia, hacen
pensar en que tampoco ha llegado la hora de la verdad completa.
Del kirchnerismo no puede esperarse sino mala fe, pues
fue una gestión signada por la mala fe, la trampa y el doble discurso.
Pero en Cambiemos había depositada una
expectativa distinta.
No podremos superar nuestras diferencias
mientras se siga consumiendo una versión falaz de nuestra historia reciente.
¿Qué tiene de memoria, de verdadero y de
justo un acto que invisibiliza a gremialistas, empresarios, militares y civiles
que el terrorismo asesinó?
¿Hay muertos de primera y muertos “kelpers”?
A Augusto Timoteo Vandor lo mataron en 1969.
¿Qué les decimos como sociedad a sus
familiares y a los de los sindicalistas José Ignacio Rucci (asesinado en 1973)
y José Alonso (asesinado en 1970)?
¿A los del empresario italiano Oberdan
Sallustro (asesinado en 1972)?
¿A los de los militares Jorge Ibarzábal
(secuestrado en enero de 1974 y asesinado diez meses después) y de Argentino
del Valle Larrabure (secuestrado en 1974 y asesinado en 1975)?
¿A los del juez Jorge Quiroga (asesinado en
1974) o a los del profesor Carlos Sacheri (asesinado en 1974)?
¿Son menos condenables los asesinatos de
Paula Lambruschini, Francisco Soldati y los de miles de víctimas de ese
terrorismo que sin piedad sembró de sangre y muerte la historia del siglo XX?
¿Cómo se puede adherir a la mentira de una
historia mal contada?
¿Cómo se construye concordia sobre la
falsedad?
Un llamado a la unidad a partir de una
injusticia está vaciado de contenido; es sólo un eslogan de campaña.
Es puro marketing.
La ausencia de justicia ha sido tal durante
estos años que, agotada esa vía, algunos presos se han dirigido directamente al
presidente Macri para ponerlo en antecedentes de las irregularidades a las que
están sometidos.
Tal es caso de un suboficial principal que en
1973, con 17 años, ingresaba a la Escuela de la Fuerza Aérea, hoy detenido en
Mendoza y cuyo proceso engrosa la lista de los que esperan, presos, que alguien
resuelva sus situaciones.
La respetuosa carta que Julio Escudero le
envió a Mauricio Macri en diciembre pasado es la expresión afónica y
desesperada de una situación insostenible para una sociedad que votó un cambio
porque parece decidida a abandonar la anarquía y la adolescencia.
Ahora falta que la dirigencia política
también se anime.
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