Eduardo Favier Dubois
-Te
invito el domingo a mediodía al cumpleaños de Papá, dice un chat que me manda
Augusto hoy martes.
-Es
en Pilar, agrega.
-Bueno,
cómo no, le escribo con cierta resignación. No parece un gran plan para un fin
de semana largo, pero...amigos son los amigos.
-¿Cuántos
cumple?, pregunto después de un rato.
-Cien
años, me contesta.
-¡Caramba!
nos vemos sin falta, le respondo.
Tomo
conciencia de la situación y me acuerdo de la presentación de un libro que su
Papa hizo el año pasado donde confesó tener 99.
Eran
cuentos sobre diálogos con un fantasma.
Muy
interesantes.
Ahora
es sábado a la noche, me acuerdo del compromiso de mañana y me pregunto: ¿cómo
se festejan los cien años de una persona?
¿Cómo
se los habría yo festejado a mi Papá, al que le faltaban solo seis cuando
falleció?
¿Cómo
me gustaría festejar mis propios cien años?
Me
pongo a buscar por internet.
Hay
poco.
Todo
relativo al “cumpleaños de la abuela”, torta, regalos, leyendas, tarjetas, pero
nada para el cumpleaños de un hombre,
como
si los de este género no pudiéramos llegar a esa edad.
Además,
el papá de Augusto es un hombre viudo que no solo es padre de cinco hijos
-Augusto y cuatro mujeres menores-, abuelo y bisabuelo, sino también muchas
cosas más: abogado, escritor y filósofo.
Fue
profesor, funcionario público, asesor y empresario de la construcción.
Ya
es domingo, es el Día del Niño, y estoy llegando al barrio de Pilar.
Hace
mucho frío.
En
la guardia todos saben a dónde mandar a las visitas: a los cien años que se
festejan en el SUM.
El
asado que hizo Augusto acaba de terminar y están todos adentro, pipones,
sentados alrededor de grandes mesas.
Conversan
mientras algunos toman algo.
Me
acerco a donde está Augusto hijo, mi amigo, junto a su padre, el Doctor, como
le decimos los que no somos de la familia.
En
la misma mesa está un nutrido grupo de compañeros de colegio de Augusto hijo.
Se
conocen desde el primario del “la Salle” y han logrado seguirse reuniendo a
pesar de tantos años, incluso sé que han hecho muchos viajes juntos a diversos
lugares (Cuba, Camino de Santiago, etc.).
Me
producen sana envidia.
Con
mis compañeros de escuela nos vemos apenas una vez por año y solo con algunos.
Somos
muy pocos, estamos desperdigados y no es fácil reunirnos.
En
otras mesas están los familiares del Doctor: sus hijas, sus nietos, bisnietos,
y otros parientes, algunos venidos del exterior.
Seremos
entre cincuenta y sesenta personas.
Veo
algún otro amigo de Augusto hijo y me doy cuenta del privilegio de haber sido
invitado.
Me
entregan un folleto con fotos del Doctor y de su familia, que contiene una
breve reseña de sus actividades y una selección de siete de sus poesías.
Un
hermoso testimonio para los que participamos del momento.
Se
ha organizado un pequeño show familiar donde algunos nietos y bisnietos
demuestran sus talentos y su amor por el Doctor, a quien llaman cariñosamente
“Bubu”.
Hay
teclados, guitarras, canciones y recitados. Se sacan fotos y hacen videos.
Todos
son aplaudidos con mucho entusiasmo.
El
Doctor los mira sonriente y con amor.
Busco
una silla y me siento al lado del Doctor.
Me
recuerda con cariño.
Nos
ponemos a charlar a pesar del ruido de fondo y de su sordera, mitigada por un
audífono.
Lo
conozco desde que yo tenía 18 años, al comienzo de los años setenta, cuando un
grupo de jóvenes del barrio de Flores nos preocupábamos por la justicia social,
la moral, la religión y la filosofía.
Él
era un hombre muy formado en historia, ciencia y filosofía, con ideas
originales, que nos escuchaba con la cabeza abierta y con quien podíamos charlar
de cualquier tema en su casa, en ateneos o en otros lugares.
Empiezo
mi interrogatorio.
No
me quiero perder la oportunidad de conocer qué piensa de la vida una persona
como él al cumplir cien años.
Lo
interrogo:
-¿Cuál
fue el mejor momento de su vida?
-Mi
casamiento, contesta sin dudar. -Estuve casado 64 años con Betty, mi esposa.
(Me
llama la atención porque hoy día están tan devaluados los compromisos, las
formalidades y el matrimonio como tal).
-¿Qué
piensa que fue lo más importante que hizo en su vida?
-Proyecté
una ley otorgando títulos de propiedad a 80.000 deudores del Banco Hipotecario
y conseguí que fuera aprobada.
(Lo
dice con orgullo pero sin ninguna jactancia. Con la tranquilidad del deber
cumplido).
-¿Cuál
fue el tema de investigación que más le interesó?
-La
colonización de América del Sur.
-¿Por
los españoles?
-Nooo,
por los ingleses. (Me sorprende el ingenio).
-¿Qué
es lo que hoy más extraña?
-Las
conversaciones interesantes que antes tenía con amigos y familiares.
Hoy
no tengo casi con quien hablar y los temas son domésticos.
(Me
doy cuenta de que eso es algo que también nos pasa a todos sin advertirlo,
cuando nos quedamos charlando superficialidades sin indagar en cosas
profundas).
-¿Siente
que la existencia humana es larga o que es corta?
-No
es algo constante.
A
veces corre muy rápido y otras veces muy despacio.
Cuando
me casé y nacieron mis hijos tenía que correr todo el día de trabajo en trabajo
y la vida pasaba volando, sin espacios.
En
otros momentos de mi existencia, la vida transcurrió más lento y hubo tiempo
para otras cosas.
-¿Cómo
influyeron los cambios que hubo en el mundo sobre su vida personal?
-Yo
cuando era joven me había hecho un plan de vida, con la profesión y la función pública.
Ese
plan no se pudo cumplir por los grandes cambios sociales.
Estoy
a favor del cambio pero siempre que se reemplacen instituciones viejas por
otras nuevas que sean mejores.
Lamentablemente
no fue el caso.
De
todas maneras a mí me salvaron mi mirada sobre el mundo, la investigación, mi pensamiento
y mi filosofía.
-¿Se
siente agradecido de la vida?
-Estoy
agradecido y lleno de alegría de haber transitado un largo sendero, a veces
pedregoso, en buena compañía, con lindos trabajos y mejores frutos.
Después
se queda un rato en silencio, como pensando sobre lo que me dijo.
Ahora
se proyecta un video que entremezcla fotos cercanas, con su familia, y fotos
viejas, de su juventud.
Es
emocionante.
Llega
el momento de apagar las velitas.
Una
gran torta, con tres cuerpos redondos formando el número cien, donde campea una
grande y solitaria vela, aparece sobre la mesa.
Todos
se congregan al rededor.
Le
piden que hable, que les diga algo.
El
Doctor primero se resiste pero, luego de un rato, acepta el micrófono y dice:
“Cuando
veo la inocencia y la ternura de los niños tengo la esperanza de que el mundo
va a mejorar y que pueden llegar a brillar las antorchas de la bondad, de la
verdad y de la Ley Suprema que rige al universo” (un mensaje esperanzador en un
mundo en crisis).
Todos
aplauden, lo besan y abrazan, se sacan fotos por grupos.
Luego
devoramos la torta y brindamos.
Al
salir, saludo al Doctor y le pregunto cuándo piensa que nos volveremos a encontrar,
para seguir nuestra charla.
Me
mira serio a los ojos, después sonríe y me dice:
“Muy
pronto, apenas he pasado la primera centuria”.
Ahora
estoy volviendo a casa en el auto.
Pienso
que fue un curioso Día del Niño, donde el homenajeado cumplía 100 años.
El
Doctor, a los cien años ya no tiene amigos propios, pero tiene a los amigos de
su hijo.
Su
cuerpo se empequeñeció, pero su figura nunca fue más grande.
No
es famoso, pero es un ídolo para todos
los que lo conocen.
Tuvo
muchos apelativos, pero hoy para todos es “Bubu”, como le pusieron sus nietos.
Empezó
sin nada, como todos los de su generación, pero con trabajo y esfuerzo pudo
formar una gran familia, mantenerlos y ayudarlos.
Finalmente
pienso en Augusto, mi amigo.
El
gran organizador del festejo.
El
hijo mayor y único varón.
Siento
que cuando la vida te da la posibilidad de tenerlo y de homenajearlo a los 100
años, como fue hoy, la gloria del Padre es la gloria del Hijo.
Por
algo ambos son “Augustos”.
Pilar,
19 de Agosto de 2018.
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