Homilía
en la Catedral de Buenos Aires (abreviada)
Card.
Jorge Mario Bergoglio, S.J., arzobispo de Buenos Aires.
En
esta tierra bendita, nuestras culpas parecen haber achatado nuestras miradas.
Un triste pacto
interior se ha fraguado en el corazón de muchos de los destinados a defender
nuestros intereses,
con consecuencias estremecedoras:
La culpa de sus
trampas acucia con su herida y, en vez de pedir la cura, persisten y se refugian en la acumulación
de poder, en el reforzamiento de los hilos de una telaraña que impide ver la
realidad cada vez más dolorosa.
Así el
sufrimiento ajeno y la destrucción que provocan tales juegos de los adictos al
poder y a las riquezas, resultan para ellos mismos apenas piezas de un
tablero, números, estadísticas y variables de una oficina de planeamiento.
A
medida que tal destrucción crece, se buscan argumentos para justificar y
demandar más sacrificios escudándose en la repetida frase «no queda otra
salida», pretexto que sirve para narcotizar sus conciencias.
Tal
chatura espiritual y ética no sobreviviría sin el refuerzo de aquellos que
padecen otra vieja enfermedad del corazón:
La
incapacidad de sentir culpa.
Los
ambiciosos escaladores, que tras sus diplomas internacionales y su lenguaje
técnico, por lo demás tan fácilmente intercambiable, disfrazan sus saberes
precarios y su casi inexistente humanidad.
Hoy
como nunca, cuando el peligro de la disolución nacional está a nuestras
puertas, no podemos permitir que nos arrastre la inercia, que nos esterilicen
nuestras impotencias o que nos amedrenten las amenazas.
Tratemos
de ubicarnos allí donde mejor podamos enfrentar la mirada de Dios en nuestras
conciencias, hermanarnos cara a cara reconociendo nuestros límites y nuestras
posibilidades.
No
retornemos a la soberbia de la división centenaria entre los intereses
centralistas, que viven de la especulación monetaria y financiera, como antes
del puerto, y la necesidad imperiosa del estímulo y promoción de un interior
condenado ahora a la «curiosidad turística».
Que
tampoco nos empuje la soberbia del internismo faccioso, el más cruel de los
deportes nacionales, en el cual, en vez de enriquecernos con la confrontación
de las diferencias, la regla de oro
consiste en destruir implacablemente hasta lo mejor de las propuestas y logros
de los oponentes.
Que
no nos corten caminos las calculadoras intransigencias (en nombre de
coherencias que no son tales).
Que no sigamos
revolcándonos en el triste espectáculo de quienes ya no saben cómo mentir y
contradecirse para mantener sus privilegios, su rapacidad y sus cuotas de
ganancia mal habidas, mientras perdemos nuestras oportunidades históricas, y
nos encerramos en un callejón sin salida.
Como
Zaqueo hay que animarse a sentir el llamado a bajar:
Bajar
al trabajo paciente y constante, sin pretensiones posesivas sino con la
urgencia de la solidaridad.
Hemos
vivido mucho de ficciones, creyendo estar en los primeros mundos, nos atrajo «el
becerro de oro» de la estabilidad consumista y viajera de algunos, a costa del
empobrecimiento de millones.
Cuando
oscuras complicidades de dentro y fuera, se convierten en coartadas de
actitudes irresponsables que no vacilan en llevar las cosas al límite sin
reparar en daños:
Negocios
sospechosos, lavados que eluden obligaciones, compromisos sectoriales y
partidarios que impiden una acción soberana,
operativos
de desinformación que confunden, desestabilizan y presionan hacia el caos…
Cuando
sucede esto de poco nos sirve la tentación ilusoria de exigir chivos
expiatorios en aras del supuesto surgimiento de una clase mejor, pura y
mágica...
Sería subirse a otra ilusión.
Debemos
reconocer con dolor que, entre los propios y los opuestos hay muchos Zaqueos,
con distintos títulos y funciones;
Zaqueos que
intercambian papeles en un escenario de avaricia casi autoritaria, a veces con
disfraces legítimos.
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